Authors: Jorge Molist
[(«Se abrirá el libro en el que todo está escrito y por él el mundo será juzgado.»)]
Dies irae
—¡Dios mío! ¿Cómo ha podido ocurrir esto? —se repetía Guillermo aún sin poder dormir, pasados ya los maitines, sentado en su jergón con la cara escondida entre las manos.
Un poco más allá estaba Pierre, o quien fuera, tendido en su catre, agotadas las lágrimas y las fuerzas en un sueño del que, por momentos, parecía a punto de despertar con un suspiro desmesurado, de los de después de un gran llanto.
—Yo no quería —dijo por milésima vez.
Él también había llorado, todos lo habían hecho.
Cuando el viejo templario cayó, Pierre corrió hacia él, parecía conocerle diciéndole que no muriera, sollozando. Los frailes del Temple también acudieron; los sargentos con sus hachas iluminaron la muerte, se lamentaban. Uno se afanó con los santos ungüentos y le dio la extremaunción. Agonizante, Aymeric sujetaba la mano de Pierre y trataba de decirle algo, mientras sonreía. Parecía extrañamente feliz. Su muerte fue rápida y todos se pusieron a orar entre hipos y sollozos.
Guillermo se quedó fuera del círculo con su espada ensangrentada en la mano, abrumado.
—Yo no quería.
Musitaba a cualquiera que se le acercara, pero se encontraba solo, culpable; nadie le quería oír. Tiró la espada asesina lejos y se arrodilló a rezar apartado de los demás.
Guillermo tenía grabado a fuego en su alma aquel instante en que Aymeric iniciaba el golpe para darle muerte. Entonces vio, en los ojos del comendador, los ojos de Dios condenándole; había sido un momento de mil años. Sí, el arcángel Miguel abrió el libro de las culpas y pesó su alma en la gran balanza de las bondades y de los pecados. Y ésta se inclinó del lado del infierno. Satanás tiraba del platillo de sus faltas hacia la condenación eterna y, desvalido, contemplaba la espada del comendador a punto de degollarle sin que él pudiera hacer nada. Sólo horas antes le hablaba al viejo templario desde la arrogancia, dándole órdenes, le exigía. ¿Cómo podía haber sido tan fatuo, tan pagado de sí mismo?
¡Qué lección le había dado!
Aymeric era mejor que él en todo. Mejor religioso, mejor caballero, más valiente e, incluso, a pesar de su edad, mejor guerrero. Aún no se explicaba cómo alguien con sus años podía haberle vencido de aquella forma. ¡Qué habilidad!
Conociéndole sólo de horas, admiraba profundamente al viejo más de lo que nunca había admirado a nadie antes, y ahora se daba cuenta de que Pierre, al que había zurrado por su descaro en la tarde, tenía razón en todo lo que le dijo. En realidad, ya entonces sabía que el chico acertaba en su crítica, quizá por eso su rabia al golpearle.
Pierre era la única buena obra que él podía aportar en los últimos tiempos. No tenía dudas de eso. En la balanza de las almas, sus pecados pesaban mucho más, el diablo tiraba de él y Dios le condenaba a la muerte y al infierno. Pero ese grito de su paje, cuando ya estaba todo perdido, le salvó. Al proteger a ese muchachito en Béziers y salvarle de una muerte segura, él había hecho el bien y en el último instante el peso de esa buena obra decantó la balanza a su favor.
El comendador merecía vivir y él, la muerte, pero un ángel en forma de su joven escudero le rescató. Fue la voluntad de ese ser divino, y no su mérito, lo que decidió el resultado de la lucha. El comendador le habría matado sin ninguna duda. Fue ese grito y la sorpresa por algo que él aún no entendía lo que provocó que el templario desviara su golpe y le perdonara la vida al concederle tiempo para un contraataque puramente instintivo. Y con ello recibió una segunda oportunidad para poder librar su alma del infierno eterno.
Desde el primer día, él había sentido una extraña ternura por el muchacho. Cuando lloraba desconsolado la muerte de los suyos, la destrucción de su ciudad y de su mundo, él le hubiera acariciado, abrazado para consolarle. Lo sentía en el corazón.
Se contuvo porque despreciaba profundamente a los poderosos que se permitían licencias sexuales con los criaditos; ése no figuraba entre sus vicios, le repugnaba. Por eso, a veces, cuando el chico le miraba con sus grandes ojos verdes, sonriéndole, él sentía algo que le pedía acariciarle, y se alarmaba, reaccionando de forma desabrida a la suavidad del muchacho.
¿Qué fue lo que gritó? Pedía piedad por él. ¿La pedía al comendador o a Dios? No importaba, en ese momento para él Aymeric representaba a Dios, al dios del castigo y su mirada dura era la que él merecía.
Fue a raíz del grito, de que su buena obra contara, cuando Dios abandonó el aspecto del templario y le salvó. Recordaba que entonces el comendador exclamó un nombre de mujer: Bruna, precisamente.
¡Qué casualidad!, Bruna... ¿Como Bruna de Béziers, la Dama Ruiseñor? La dama que él y su primo buscaban para matar y que por fortuna no encontraron. De haber cumplido su ignominiosa misión, su alma se habría condenado irremisiblemente en el juicio de Dios. Nadie escapó de Béziers una vez iniciado el asalto y, por fortuna, esa Bruna estaba muerta sin que él y su primo se mancharan las manos de sangre. Fue una suerte.
Pero... ¿y el grito? Era una voz femenina. Ahora lo recordaba perfectamente. Y vino desde un lugar donde el único que podía haberlo proferido era Pierre...
¿Era Pierre un ángel, como había imaginado en su desvarío? ¿O era...?
Guillermo se levantó procurando no hacer ruido para no despertar al chico y se le acercó cuidadoso. Estaba acurrucado, hecho un ovillo, en posición fetal, pero con cautela extendió su mano y metiéndola por debajo del escaso escote de aquella malla de hierro que el muchacho siempre llevaba y de la camisa de lana, se encontró... ¡con un pecho femenino! Su tamaño no era excesivo, pero estaba perfectamente formado. Guillermo se detuvo un momento, lo palpó suavemente, ponderando su calor y disfrutó del contacto.
Después apartó la mano como si se hubiera quemado. ¡Pierre era una mujer!
«Oro supplex et acclinis, cor contritum quasi cinis.»
[(«Te ruego, suplicante y de rodillas, el corazón arrepentido y casi en cenizas.»)]
Dies irae
Cuando me despertaron sacudiéndome, pensé por unos instantes que todo había sido una pesadilla. Los rostros de los frailes eran adustos y nos trataron sin contemplaciones.
—Salid ya de aquí —dijo el que mandaba.— El comendador dejó ordenado que si moría, no os hiciéramos daño y que os diéramos hospitalidad hasta la mañana. El plazo ha terminado. En mala hora llegasteis, idos de una vez y jamás regreséis.
Vi que Guillermo recogía sus cosas en silencio, sin oponer resistencia. Su falta de arrogancia me sorprendió, contribuyendo a mi sensación de irrealidad, pero era evidente que todo había ocurrido tal como lo recordaba. El mayor héroe de Occitania, la última persona que me unía a un pasado feliz, había muerto combatiendo contra un rufián. No había esperanza para nuestra gente, no la había para mí.
Nos detuvimos a sólo media hora de camino del caserío templario en un prado a orillas del río que se remansaba en ese lugar.
Guillermo me ayudó a desensillar los caballos, tal como hizo al ensillarlos cuando salimos de la encomienda. Los templarios habían cumplido sin ningún entusiasmo las instrucciones de Aymeric. Habían llenado nuestro zurrón para el viaje y Guillermo me ofreció pan y queso, invitándome a comer con él. Yo me negué, no tenía hambre. En su cara se marcaban las ojeras por la falta de sueño y su gesto era de abatimiento; su prepotencia del día anterior había desaparecido.
Estuvo comiendo sentado en una roca mientras me observaba. Yo desviaba la mirada hacia el río.
—Yo no quería matarle —dijo al rato con la boca llena.— Teníais razón, no debí hablarle de forma tan insolente. Él era mucho mejor que yo.
Le miré sin dar crédito a lo que oía.
—Él ganó y sólo vuestro grito me salvó de la muerte. Actué por instinto cuando le clavé la espada, pero Dios me había declarado culpable. El infierno era mi destino y gracias a vos, por vuestra intercesión, el Señor me ha dado otra oportunidad.
Yo estaba sentada apoyándome en un árbol y al agitarme, sorprendida por lo que oía, mi cuerpo magullado me recordó los golpes que él me había propinado el día anterior.
No dije nada y mi amo continuó comiendo en silencio por un rato. Yo cerré los ojos intentando borrar con ello mis recuerdos y me concentré en el canto de los pájaros y los bufidos de los caballos.
—Eres mujer, ¿verdad? —interrogó al cabo de un largo tiempo de mutismo pensativo.
No dije nada, pero sin abrir los ojos afirmé con la cabeza. Volvió el silencio.
—¿Quién eres?
Yo estaba esperando la pregunta y demoré un rato la respuesta:
—Bruna de Béziers —repuse al fin, mirándole directamente a los ojos y levantando la barbilla, sacando la dignidad, por tanto tiempo sometida, de mi alcurnia.
Ya no importaba nada. Sabía que Guillermo y su primo querían matarme, que cumplirían su palabra con el abad del Císter y, de repente, mi miedo desapareció. Había sufrido demasiado; la muerte de mi padrino era el último golpe, la gota que colmaba el vaso; representaba el fin, la desaparición de todo lo que yo amé, de una época, de una civilización brillante. Así pues, me levanté y me erguí frente a mi verdugo, esperando la muerte.
—¡La Dama Ruiseñor! —exclamó.
Me miraba estupefacto, sin atisbo de agresividad. Cerró los ojos y se mantuvo así un tiempo, respirando profundamente.
—Es la mano de Dios —dijo al rato.— Ésta es su voluntad, mi penitencia a cumplir, y vos, el camino de mi redención.
Me quedé callada y le contemplé estupefacta ante ese arranque de misticismo inesperado en aquel que yo consideraba, hasta ese momento y a pesar de admitir su atractivo varonil, tierno a veces, un pedazo de bestia bendecida por el bautismo, un carcamal norteño, un bruto sin que su aristocracia le permitiera superar la nobleza de su caballo.
—La mano de Dios, de la providencia —repitió ahora con un entusiasmo que parecía sacarle de pronto de su abatimiento.— ¿No lo comprendéis, Bruna?
No respondí. De repente se dirigía a mí como un caballero a una dama, cuando horas antes casi me mata a zurriagazos. No sabía cómo reaccionar, qué hacer frente a ese cambio inesperado.
Se incorporó de un salto, dándome un susto de muerte que me hizo retroceder un par de pasos, pero de inmediato me di cuenta de que no quería hacerme daño, todo lo contrario. Me cogió la mano derecha con las suyas, hincó una rodilla en el suelo y desde esa posición sumisa continuó hablándome, cariñoso, con ternura.
—Ahora lo entiendo todo —decía.
Y su caricia me sobresaltó de nuevo. Mi corazón empezó a acelerarse no por miedo, sino porque sus cálidas manos producían un placer en las mías que jamás hubiera sospechado.
—¿No os dais cuenta? —prosiguió con un brillo de entusiasmo en sus ojos.— Yo debía mataros en Béziers y, en lugar de eso, os salvé la vida sin saberlo. Ayer yo fui condenado en el juicio de Dios, debía morir, pero vos, quizá también sin saber, me salvasteis la vida. Y el alma. Nuestro destino es inaudito, único, está trenzado por la Voluntad Superior.
Yo continuaba callada. Veía sus ojos azules, húmedos, empañados por las lágrimas, emocionados, y noté su emoción invadiéndome a través del contacto físico y cómo se me hacía un nudo en la garganta.
—Bruna —continuó,— os lo ruego de rodillas: concededme la merced de ser mi dama. Os respetaré, cuidaré y protegeré hasta la última gota de mi sangre. Seré vuestro caballero, porque así lo quiere Dios, y yo lo ansío. Os juro que mientras me quede un aliento de vida nadie os hará daño.
Las lágrimas surcaban sus mejillas, yo notaba su vibración y mi propia vista se enturbió. Jamás habría sospechado tales emociones en aquel muchacho. Cual espejo que distorsiona, mis lágrimas, los sentimientos que las hacían brotar, me hicieron ver a otro Guillermo.
Era un hombre atractivo, fuerte, simpático cuando estaba de buen humor y, al ofrecerme su protección, me hizo sentir, de repente, segura, relajada como no lo había estado desde antes del asalto de Béziers. Pero ¿para qué necesitaba yo eso cuando minutos antes estaba lista para morir? Me asombraba de mí misma, pero algo en mi corazón me inmunizaba del atractivo de aquel hombre.
—No puedo ser vuestra dama, Guillermo.
—¿Por qué, Bruna? —la angustia se notaba en su voz.— ¿Me veis aún como enemigo? No lo soy más. Estaré con vos, del lado en que vos estéis.
—Porque ya tengo caballero.
Calló por unos momentos, considerando mi negativa y yo aproveché para hacerle levantar y nos sentamos en unas piedras cercanas al río, en medio de la pradera.
—Es cierto que os he mirado con ternura cuando os creía un muchachito —dijo retomando la conversación— y que me sentía molesto porque me atraíais sabiéndoos varón, y no será menos cierto que ahora que os veo como mujer esa atracción no parará de aumentar, pero mi ofrecimiento no busca vuestro cuerpo.
Me miraba sonriente con unos ojos azules bellos, francos aunque tristes, y no dudé ni por un instante de que me hablaba desde el corazón. Había tomado mis manos de nuevo con las suyas sin que yo me opusiera y me sentía turbada por su contacto, con su caricia. Ése era un favor que una dama occitana le concedía a su caballero después de cierto tiempo de cortejo y muchos poemas, pero él lo había tomado por sorpresa, sin mi resistencia. Quizá ignoraba él las reglas del amor galante y, dado lo extraordinario de nuestra situación, no estaba yo por la labor de educarle en ese momento. Además, su contacto me producía un goce honesto y en los últimos días la vida había sido cruel y avara en extremo conmigo. No renunciaría a ese placer.
—Quiero protegeros, estar cerca de vuestra alma y descubrir los designios divinos que nos han unido en un destino tan singular. No me rechacéis, Bruna. Aceptadme sólo como vuestro protector. ¿Dónde estaba vuestro caballero cuando los ribaldos querían violaros? ¿Por qué no estaba en Béziers dando la vida por vos? ¿Por qué no está ahora aquí? Me tendréis con vos hasta que el peligro pase, hasta que os sintáis segura. Y si entonces, cuando yo ya no sea necesario, me despedís, me iré besándoos la mano y con una sonrisa. Sé que el deseo crecerá en mí, pero creed mi palabra de que siempre he de respetaros y que, si vos lo deseáis, me apartaré cuando llegue el otro caballero. Podéis tener dos a la vez, no seríais la primera. Aceptadme, Bruna, os lo suplico.