Authors: Jorge Molist
—Id con mi bendición, Huget. Cumplid como el heredero de nuestro nombre y de nuestra águila bicéfala. Nuestro amigo Peyre Roger os acogerá bien. Llevadle a cambio de su hospitalidad poemas y canciones, tengo algunas nuevas para él y para nuestro amigo Raimon de Miraval.
Hugo no se detuvo mucho tiempo. Tan pronto consiguió reclutar un grupo con varios faidits, partió sin dilación hacia Carcasona, ignorando que, a su llegada, la ciudad habría caído ya en manos de los cruzados.
«Trastotz nutz s'en isiron a cocha d'esperon en queisas e en bragas, ses autra vestizon. No lor laicheren ais lo valent d'un botón.»
[(«Les expulsaron desnudos y a toda prisa, en camisa o en bragas, sin más vestido. No les dejaron ni el valor de un botón.»)]
Cantar de la cruzada, III-33
Hicimos noche camino de Carcasona, pasado Montreal. Preferimos dormir en el campo antes que en el pueblo; con la cruzada a poca distancia, la gente estaba temerosa y recelaba de los extraños. Al día siguiente, al amanecer, desayunamos y emprendimos la ruta.
Pronto los vimos. Venían por docenas por el camino. Hombres y mujeres, descalzos, la cabeza descubierta bajo el sol de agosto, con tan sólo una camisa por vestido.
Algunos hombres, en lugar de camisa, llevaban un calzón, exponiendo su torso a la intemperie.
—¡Por el amor de Dios! —clamaron al vernos.— ¡Dadnos pan!
Instintivamente, eché mano a la alforja para socorrerles, pero Guillermo me detuvo.
—¿De dónde venís? —les preguntó.— ¿Quiénes sois?
—Somos villanos de Carcasona.
—¿Qué ocurrió? ¿Se tomó la ciudad al asalto?
—No. Carcasona se rindió y todos hemos sido expulsados. Allí no ha quedado nadie, ni ancianos ni mujeres ni niños —dijo un joven en calzones.— No han dejado que nos lleváramos nada de lo nuestro, ni siquiera comida. Sólo podíamos salir vistiendo unas bragas o camisa. Nada más.
—¡Pero al menos no os degollaron! —exclamé aliviada.
—Esto es incluso peor —clamó una muchacha que llevaba una camisa que apenas le cubría el inicio de las piernas e intentaba taparse como podía.— ¡Es también un asesinato, pero más lento! Todo el campo está arrasado hasta muchas millas de la ciudad.
Nosotros somos jóvenes, podemos andar rápido y tenemos familia en Fanjeaux, quizá podamos llegar y sobrevivir, pero la mayoría no tiene dónde ir, ni qué comer y están debilitados por la sed y las enfermedades sufridas en el asedio. Morirán vagando por los caminos.
—¿Qué ha sido del vizconde Trencavel? —inquirí.
—Un caballero francés que decía ser familiar suyo le invitó a negociar, garantizándole su seguridad. La situación en la ciudad era desesperada, por eso lo hizo; confiaba en el honor de los nobles, pero al llegar al campo cruzado, le encarcelaron. Entró por su voluntad a la tienda del conde de Nevers y salió cargado de cadenas. Fue una infamia, una traición. No creemos que llegara a negociar nada. La ciudad no podía resistir más y, sin su señor, capituló.
—¡Dadnos algo de comer! —suplicó el joven.
Entonces me di cuenta de que más refugiados estaban llegando a nuestra altura y que Guillermo había desenvainado la espada amenazándoles.
—¿Qué hacéis? —inquirí sorprendida.
—Dadles sólo algo y alejémonos de aquí.
Busqué un trozo de pan cortado y se lo ofrecí a la muchacha, que lo arrebató con desesperación.
—¡Vamos! —dijo Guillermo, y espoleando mi caballo, le seguí.
—El resto del camino será muy peligroso —me aleccionó.— Nos encontraremos a miles de personas hambrientas, sin nada, desesperadas, con hijos muriéndose. Hasta el más pacífico mata por su familia, por sobrevivir. Nuestros caballos son un manjar, cualquier cosa de lo que llevamos encima les será de valor.
Nos detuvimos para vestirnos de combate. Guillermo se puso el protector de cabeza, luego el casco y me pidió que yo también me pusiera el mío y la cota de malla.
Llevaba el escudo en el brazo y la espada lista para desenvainar. Me hizo que partiera el pan del zurrón en varios trozos. Acordamos que podíamos resistir sin comer hasta Carcasona y aceptó que repartiera las provisiones a aquellos que más pena me dieran, pero siempre sin ponernos en peligro.
—Aunque los grupos son más peligrosos, no dejéis que se os acerque nadie, por muy solo que lo veáis.
Cuanto más avanzábamos, más refugiados llegaban. Todos pedían comida; era angustioso. Sobre todo cuando empezamos a ver gente mayor, familias de andar lento.
Suplicaban por sus hijos y yo lanzaba desde lejos lo que llevaba en mi zurrón a los que veía con niños pequeños. Aquellas súplicas, aquellas escenas me partían el corazón.
De repente, noté un tirón y vi que un hombre corpulento, vestido con camisa, había cogido las riendas de mi caballo mientras pedía comida. Clavé las espuelas en el animal, tratando de escapar, y éste se encabritó.
—¡Lo tengo! —gritó el hombre sin soltar las riendas.— ¡Lo tengo!
Y vi como unos cuantos se abalanzaban sobre mi montura. El caballo se puso a dos patas de nuevo. Entonces, volví a clavar espuelas e intenté encontrar mi espada. Quería mantener el equilibrio, mientras notaba que alguien tiraba con fuerza de mi pierna para descabalgarme. Mi corazón latía aterrorizado.
—¡Fuera de aquí! —gritó Guillermo, que, girando su montura y espada en mano, se vino en mi ayuda. Pero yo veía a muchos más corriendo hacia nosotros mientras aguantaba, como podía, montada. Estaban desesperados y ni a ellos les intimidaba la amenaza, ni el caballero se detuvo. La primera estocada hizo que el tipo corpulento soltara las riendas para escabullirse, pero Guillermo continuó cargando sobre los que tenía a mi izquierda y oí un alarido de dolor. Al sentir entonces mi caballo más libre, lo espoleé de nuevo, y avanzó unos metros arrastrando a los que le sujetaban de la cola. Éstos, viéndose venir a Guillermo encima, lo soltaron y fue entonces cuando noté un golpe en mi espalda que casi me derriba y un gran dolor que me hizo soltar un lamento. Clavé de nuevo las espuelas y el caballo se lanzó hacia delante, a un claro donde no había nadie. Oí un chasquido seco en el escudo de Guillermo, mientras algo volvió a impactar en mi espalda; nos lanzaban piedras. Cuando una rebotó en mi casco pensé que perdía el sentido y suerte tuve de que el de Montmorency, viéndome desconcertada, agarró las riendas de mi bruto y tirando de ellas, pudo sacarme del trance.
—Debemos llegar a Carcasona, es el único sitio seguro ahora —me dijo, lejos del camino, una vez recuperamos el aliento.— En esta situación no podemos pasar otra noche al descubierto.
Reemprendimos aquella jornada de pesadilla con las espadas en la mano y amenazando a los que venían pidiendo. Al poco, empezamos a ver grupos detenidos al lado del camino. Eran familiares desfallecidos, moribundos. Pasábamos al trote cuando veíamos a varios juntos, para que no pudieran detenernos, pero era inevitable ver. Los niños me hacían llorar. Se me partía el corazón y apenas veía con los ojos húmedos. A pocas millas de Carcasona nos encontramos con los primeros cruzados, eran infantes de las mesnadas de los nobles que, armados con varas, obligaban a los rezagados a alejarse cada vez más de la ciudad. Al identificarnos, nos franquearon el paso y nos dieron la noticia:
—Hoy, Simón de Montfort ha sido proclamado vizconde de Carcasona, Béziers y Albí.
Miré sorprendida a Guillermo, pero éste ni se inmutó. A partir de este momento ya pudimos andar tranquilos el camino, pero los cadáveres que jalonaban la cuneta de tramo en tramo me recordaban continuamente la tragedia. Aquello me hizo pensar en Béziers y las lágrimas, imparables, se escurrían por mis mejillas.
«Li abas de Cistel no cujetz que s'omblit lo compte de Nivers en a el somonit mas anc no i volc remandre ni estar ab nulh guit, ni lo coms de Sant Pol, que an apres cauzit.»
[(«El abad del Císter no estuvo ocioso y propuso al conde de Nevers (como señor de Carcasona), pero éste de ningún modo quiso quedarse, tampoco el conde de Saint Pol, al que después eligió.»)]
Cantar de la cruzada, IV-34
Carcasona
Cuando llegaron al campamento de los Montfort, lo encontraron desmantelándose. La tienda de Guillermo estaba intacta, pues Jean esperaba su regreso, pero el resto del clan se estaba ya instalando en la ciudad, ahora vacía de gente, pero repleta de enseres. A los ribaldos no se les dejaba entrar para evitar rapiñas e incendios. Sólo las mesnadas de los nobles lo hacían y éstos decidieron el reparto de los botines.
Guillermo dejó a su acongojado paje, lloroso y deprimido, en su tienda, con su escudero Jean encargado de que nadie le molestara. La visión de los refugiados y de los muertos le había afectado mucho.
Jean, excitado y feliz, le contó que el duque de Borgoña y los condes de Nevers y Saint Pol habían rechazado el vizcondado y, entonces, el abad del Císter se lo ofreció a Simón, que lo aceptó para servir al Señor de los cielos, aunque a condición de que los grandes nobles regresaran si él se encontrara en apuros. Éstos asintieron.
En la mañana del 15 de agosto de 1209, día de la Virgen María, Simón de Montfort fue proclamado nuevo vizconde y recibió los juramentos de fidelidad de los «soldados de Cristo» que decidieron quedarse después de cumplida la cuarentena a la que el Papa sometía a los que se cruzaban.
Guillermo fue a rendir honores a su tío. Lo encontró aposentado en la sala de recepciones del impresionante castillo condal, en reunión con algunos de sus nuevos caballeros.
—¡Guillermo! —gritó el viejo Montfort justo cuando entraba.— Me alegro de veros.
El joven hincó la rodilla frente a su tío en pleitesía.
—Necesito a caballeros valientes como vos. En pocos días todos los grandes nobles se habrán ido junto a sus tropas y quedaremos unos pocos rodeados de gentes hostiles, hasta finales de primavera, en que volverán los cruzados. Os necesito un tiempo y después podréis continuar vuestros estudios eclesiásticos.
—Contad conmigo, tío, pero primero tengo que terminar de servir al abad del Císter en la misión que me encomendó.
—Que así sea —acordó el nuevo vizconde.
El abad Arnaldo se había instalado en el mejor de los palacios de la ciudad, muy próximo a la catedral. Después de un rato de espera, le recibió.
Finalizados los saludos de rigor, Guillermo pasó a relatarle su encuentro con el templario, el juicio de Dios y el testamento donde mencionaba al grupo secreto de los caballeros de Sión. Omitió el descubrimiento de Bruna.
—¡Claro! Peyre Roger de Cabaret es otro de los conjurados de Sión y se encontraba aquí, en Carcasona, entre los sitiados, ayudando a su amigo. De haberlo sabido yo antes, no hubiera escapado vivo de la ciudad. Sin duda el vizconde Trencavel, ahora desposeído, es también uno de ellos, pero a éste le tenemos aquí, en prisión, y le haré hablar.
—Legado, ha llegado el momento en que me contéis toda la intriga —expuso Guillermo con firmeza.— No os puedo servir bien en esa ignorancia en la que me queréis mantener. Vos sabéis mucho más de lo que admitís. ¿Qué es Sión?
—Los caballeros de Sión son un grupo secreto del que formaban parte algunos templarios y caballeros seglares. Ya os hablé de la existencia de una conjura de contaminados por la herejía arriana.
—Así que niegan la divinidad de Cristo...
—Exacto. Le consideran mensajero de Dios, pero humano. O casi. No están lejos de como lo ven los judíos y los musulmanes.
—¿Y qué contienen esos legajos?
—El conde de Tolosa Raimundo IV, bisabuelo del actual, fue uno de los líderes de la primera cruzada que tomó Jerusalén. Estaba obsesionado con la búsqueda de huellas físicas de la vida de Jesús. Naturalmente, no pudo encontrar reliquias con la suficiente garantía de que pertenecieran a nuestro Señor, pero sí distintos documentos en arameo que, traducidos, hablaban de un Cristo humano. Y toda su descendencia y la de sus parientes. Trencavel que fueron a Tierra Santa como cruzados buscaron documentación complementaria. Esos legajos pretenden probar que Cristo no es Dios.
—¡Eso es terrible!
—¡Claro que lo es! —Arnaldo se había puesto en pie excitado.— Lo que nos diferencia básicamente a los buenos cristianos católicos de los arrianos es sólo ese dogma.
¡Esos documentos pretenden la destrucción de nuestra Iglesia!
—¿Y qué relación tiene Sión con los cátaros? —quiso saber Guillermo.
—Ninguna. Sión cree en un Jesucristo físico y los cátaros, en uno sólo espiritual. La parte física de Cristo es para ellos sólo una ilusión. Para la Iglesia es mucho más peligroso el arrianismo.
—Pero la cruzada se hizo contra los cátaros.
—¡Claro! ¿Cómo íbamos a convencer a los señores del norte para cruzar contra una sociedad secreta? Los cátaros no dejan de ser herejes que merecen la hoguera. Claro que es importante erradicarlos, pero lo que me interesa verdaderamente es destruir a los conjurados de Sión. Los de Sión son nobles, algunos de ellos eclesiásticos, que quieren acabar con la Iglesia de Roma y apoderarse de las riquezas y posesiones de los obispados y las abadías. Ésos son los verdaderamente peligrosos. Hay que destruir a los nobles occitanos, a todos aquellos sobre los que pueda haber duda de su fidelidad a Roma, y sustituirlos por francos.
—¿Y qué papel tenía en eso la Dama Ruiseñor?
—¿Bruna de Béziers? —se preguntó el abad como si ya se le hubiera olvidado.— Ya no importa, está muerta.
—Debo entender qué relación tenía ella con todo esto —insistió Guillermo.— ¿Por qué la queríais muerta?
—No tenía relación alguna. Ése era otro asunto. Olvidaos ahora de eso, lo importante es recuperar los documentos. De momento, Cabaret no está a nuestro alcance. Ya se intentó una escaramuza, pero aquellos pasos estrechos y valles escarpados son una trampa mortal. Fuimos derrotados. ¿Pensáis vos llegar hasta allí?
—Sí.
—¿Cómo?
—Iré fingiendo ser trovador. Sé que en Cabaret son muy bien recibidos.
—¿Trovador? Es una buena idea —comentó Arnaldo pensativo.— Pero vuestro acento os descubrirá.
—He contratado a un juglar occitano y yo me fingiré aquitano. Los juglares y trovadores viajan a grandes distancias, no se extrañarán. Además, ya hablo bastante la lengua de oc.
—Bien, bien —gruñó el legado satisfecho.— Veo que no me equivoqué con vos.
Guillermo se despidió con la bendición del abad y fue a encontrarse con su primo.