Authors: Jorge Molist
—Que así sea. Arrodillaos, hijo.
Guillermo obedeció mientras Domingo se levantaba.
—No os preocupéis del comendador Aymeric. Vos no quisisteis matarle. Yo lo conocí; era un guerrero, fiero, pero recto. Ha sido el instrumento de Dios para haceros ver el camino. Bendecid al Señor y rezad por él. Vuestra penitencia será siete padrenuestros y cumplir con lo que vuestro corazón os pide. Dios os habla en él.
El franco recordó que, al usar el templario Aymeric aquel mismo argumento, él le había acusado de hereje agnóstico. Esta vez humilló su cabeza, callando.
—Ego te absolvo a peccatis tuis —dijo el castellano, y le bendijo con el signo de la cruz— in nomine Patris et Filli et Spiritus Sancti.
—Amén —repuso Guillermo sintiendo una paz profunda.
«Véalo el Criador con todos sos santos yo más non puedo e amidos lo fago.»
[(«Júzguelo el Creador junto a todos sus santos, que otra cosa no puedo hacer y a mi pesar lo hago.»)]
Poema de Mío Cid
Cuando Domingo y Guillermo se reunieron con nosotros, el caballero parecía otra persona, se diría que se le hubieran pegado la sonrisa y la paz que emanaba el fraile.
Al despedirnos, quise dejar a los predicadores algunas provisiones, pero Domingo se negó contundente mientras su socium miraba melancólico los panes dorados regresando a nuestras alforjas.
—He visto a Dios en su mirada —me confió Guillermo cuando tomamos el camino de regreso.
—También le visteis en los ojos de Aymeric, el templario —aproveché que, para mi alivio, parecía contento.— Esas visiones se os están haciendo costumbre.
Guillermo se rió de buena gana.
—Pero eran distintos. El del templario era el Dios juez, el del castigo; el del fraile era el Dios de la caridad, el del perdón.
—¿Cómo es posible que vos, un cruzado, creáis en dos dioses? Igual que los cátaros —repuse también riendo.— Me oléis a hereje.
Él volvió a reír.
—Y también veo a Dios al contemplar vuestros ojos verdes.
—Definitivamente, sois hereje.
—No, no soy hereje —repuso mirándome intensamente,— sólo que os amo.
—¿Cómo podéis amarme si siempre me habéis visto con ese aspecto descuidado, de muchachito?
—No necesitáis ni ropas ni aceites —sus ojos en mí provocaban escalofríos.— Sois bella por dentro, lo sois por fuera y vuestra voz, vuestra sonrisa...
Se puso serio y, como nuestros caballos iban al paso, se acercó un poco para poner su mano sobre la mía.
—Sois un ángel de Dios y yo, un loco humano que se atreve a enamorarse de algo divino.
A esas alturas de la conversación ya me había ruborizado hasta la raíz de mis cabellos. El caballero era seductor, demasiado, y yo deseé cambiar de tema. Me producía gran placer, pero no estaba acostumbrada últimamente a tales halagos, ni a esa proximidad física, ni a que alguien me requebrara...
—Quizá todos tengamos un poco de Dios en nuestro interior, y eso que se llama alma sea una gota que refleja ese sol inmenso que es nuestro Señor —le contesté.
—Recordando la teología estudiada, eso también me huele a hereje —dijo él.
Sonreí e intencionadamente hice que mi caballo se apartara un poco, con lo que el contacto de nuestras manos se perdió.
—¿Y qué habéis decidido hacer? —inquirí.
—Voy a terminar la misión que me encargó el abad del Císter —y me miró pícaro. Pero no temáis. Me refiero a la búsqueda de la carga de la séptima mula. Quiero leer esos pergaminos. Necesito saber los porqués que encierran. En cuanto a la Dama Ruiseñor, matarla no era asunto mío, sino de mi primo y Guillermo de Montmorency os defenderá con su vida, tal como os prometí.
En silencio degusté aquellas palabras maravillándome de cómo había cambiado nuestra relación en sólo horas.
—Me muero de impaciencia por leer de una vez la carta del templario Aymeric — dijo él al rato.— ¿Contendrá la clave para encontrar la carga de la séptima mula?
Nos sentamos a la sombra de unos olivos y de inmediato Guillermo desenrolló el pergamino escrito por Aymeric y se puso a leer el texto en latín. Aunque yo entendía un poco, se detenía a tramos a traducírmelo. Quise contener mi emoción al escuchar aquellas palabras, las últimas de mi padrino, pero a duras penas lo conseguía.
—Caballero Guillermo de Montmorency: yo estaré muerto si leéis esto —empezaba.— Dios me acoja en su seno, a Él entregué mi vida desde muy joven y por su voluntad muero. Nada tengo que reprocharos, puesto que yo le pedí al Señor que fuera juez. Él dio su veredicto en la ordalía y vuestra espada lo ejecutó. Sois, pues, digno de lo que me pedisteis, aunque yo no lo creyera, y os lo doy, muy a mi pesar, porque otra cosa no puedo hacer. Cumplo la voluntad de Dios, que me juzga, y no la del legado Arnaldo, que llena de oprobio con su cruzada a los verdaderos católicos, y más a los que hemos luchado en Tierra Santa. Paso a cumplir aquí, por la salvación de mi alma y obediente hasta después de la muerte, a mi Señor lo prometido:
Mi religión, mi sacrificio, me hizo digno de compartir un hermoso secreto que sólo algunos caballeros del Temple y unos pocos nobles seglares conocemos. Prometimos protegerlo a la espera del momento de manifestarse. Y uno de ellos, traidor y cobarde, cediendo a las presiones de Roma, entregó a Peyre de Castelnou los manuscritos que custodiaba y que habían sido recopilados en Tierra Santa y Occitania por generaciones de sus antecesores juramentados.
Ese traidor es el conde de Tolosa. Al saber que esos legajos eran moneda de cambio, partí hacia Saint Gilles al frente de un grupo de los míos. No podía confiar en los hermanos del Temple del lugar ni en los de las encomiendas vecinas, ya que ellos pertenecen a un grupo mayoritario dentro de la Orden al que nosotros, los juramentados, nos enfrentamos. Nuestra intención era recuperar los documentos en la primera ocasión propicia, con violencia mínima y sólo unos pocos, camuflados para que no se nos reconociera, intervendríamos en el asalto. Pero mientras uno de los nuestros vigilaba a distancia y los demás esperábamos emboscados, ocurrió el asesinato del legado y el robo de la séptima mula. Los ladrones iban confiados en la sorpresa del ataque y en la velocidad de sus caballos, que las mulas de los frailes nunca podrían alcanzar.
No contaban con nosotros, pero como los asesinos eran caballeros armados, tuve que hacer intervenir a todos los nuestros para arrebatarles la mula.
Custodié en Douzens esos legajos, llamados de Sión, hasta que la cruzada empezó a avanzar hacia el sur. El maestre de la Orden del Temple, obediente al Papa y hermanada con los cistercienses, cuyo abad general es Arnaldo, prometió apoyar a los cruzados aunque sin intervenir, ya que nuestra misión es en Tierra Santa.
Los juramentados que antes mencioné, nos denominamos caballeros de Sión y nos oponemos a esa cruzada en tierra de cristianos. Los de Sión no obedecemos ciegamente al Papa, ya que muchos pontífices han sido indignos de tal altísima posición. Nuestra Orden es secreta y también lo es nuestro gran maestre. Por eso yo he ocultado mi condición y, aunque en apariencia estoy sometido al Temple, obedezco sólo a Dios y a Sión.
Así pues, el riesgo de que se descubriera que yo custodiaba los legajos y se me ordenara entregarlos al legado Arnaldo, como vos pretendéis ahora, era demasiado alto.
Carcasona era vulnerable a la cruzada, así que decidí que lo más prudente era enviarlos a Cabaret, cuyo castillo, entre gargantas profundas y los escarpados de la Montaña Negra, es casi imposible de asaltar.
Allí encontraréis lo que buscáis si el Señor continúa favoreciéndoos.
Orad por mi alma.
Yo tenía los ojos llenos de lágrimas y me arrodillé a rezar. Guillermo hizo lo mismo.
—¿No es Cabaret donde vive la famosa Dama Loba de Pennautier? —me interrogó cuando, acabados los rezos, y me vio más serena.
—Sí —repuse.— Es la dama occitana que por su gracia y belleza más aclaman los trovadores. También es llamada Dama Grial.
—Es territorio enemigo a la cruzada. De nada me valdrá el salvoconducto del legado papal —reflexionó Guillermo,— pero si nos presentamos como juglar y trovador, incluso en este tiempo de guerra, nos recibirán bien. ¿No creéis? Afirmé con la cabeza.
—Eso haremos. Ahora me sois indispensable. ¿Me ayudaréis?
—Ya os dije hace unos días que sí. Mantengo mi palabra —repuse.
Mientras, pensaba que tampoco tenía otra opción; si en algún lugar podía encontrar yo seguridad, ése era Cabaret. El poderoso abad Arnaldo representaba la muerte. Ahora se encontraba sitiando Carcasona y precisamente dicha ciudad estaba en el camino de Cabaret. Con un suspiro me pregunté dónde estaría Hugo.
«N'Uget, ben sai, s'ieu moría, c'atretan en portaría co.l plus ríes reís q.el mon sia.»
[(«Señor Huget, bien sé que, si yo muriera, tanto conmigo me llevara como el más rico rey de este mundo.»)]
Respuesta de Reculaire en la tensó de Hugo de Mataplana
Mataplana
Hugo abandonó la comitiva cuando ésta dejaba el curso del río Aude para dirigirse a Narbona. El camino más fácil hubiera sido cruzar la ciudad y después el puente sobre el río que la unía a su burgo, que, situado en la orilla contraria, era ya casi tan grande como la ciudad misma. Pero en su afán de no ser identificado con el séquito real buscó un vado, fácilmente practicable en agosto, que conocía.
Retomó el camino a Perpiñán unas millas más al sur de la ciudad y, una vez cruzados los Pirineos, se encaminó a Ripoll y de allí a su casa. El castillo de los Mataplana se encontraba en las estribaciones de la vertiente sur de los Pirineos, protegido de los vientos fríos del norte y rodeado de una naturaleza escarpada pero generosa. Era un hogar de trovadores y guerreros, lo habían sido por varias generaciones en las que la familia había cantado al amor, a la guerra, se había mofado de sus rivales y llorado a sus amigos muertos, siempre acompañada de un instrumento musical. También batallaban con frecuencia con los vecinos y servían fielmente, espada en mano, al conde de Barcelona y descendientes.
Contemplando los lugares familiares del camino, Hugo se dijo que no era ya el mismo hombre que anduvo aquella ruta en sentido contrario. Salió en su último viaje componiendo mentalmente un serventesio mientras tarareaba en busca de la música apropiada. Incluso, a lomos de su caballo, cuando la ruta era tranquila, descolgaba su guitarra para acompañarse cantando algo nuevo que bailaba en su mente. La primavera vencía al invierno cuando partió hacia Béziers y, entre las flores que pronto brotarían, una creció en su corazón. El amor por Bruna. No había terminado aún el verano y aquel corazón se había tornado en una piedra negra que albergaba odio. Y sufrimiento. No podía apartar de sus pensamientos la sonrisa de aquella damita ni la mirada dulce de sus ojos verdes. Ya no pensaba en canciones. Lo hacía en hierro y sangre. En venganza.
A pesar de que su señor el Rey le había prohibido hacerlo, veía aquella imagen una y otra vez: él acuchillando al abad del Císter. Disfrutaba con ese pensamiento. Cerraba los ojos para oír el grito agónico y ver la sangre. Quizá encontrara la forma de hacerlo sin comprometer a su señor. Y si no la encontraba, al menos sí sabría cómo acabar con muchos de aquellos cruzados.
Aun con el corazón triste, fue hermoso regresar a Mataplana y recibir el abrazo de madre, padre, de familia y allegados. También de Reculaire, el juglar que cantaba las canciones de Hugo de Mataplana, el padre, por toda la región. Reculaire recibía su apelativo por la habilidad, que sorprendía tanto a campesinos como nobles, de hacer un salto mortal de espaldas. Ya con la edad no practicaba tal audacia con frecuencia, pero junto a otros malabarismos se la había enseñado a Hugo, el hijo, que había hecho buen uso de ella. A pesar de la poca cultura y aparente poco seso de Reculaire, Hugo le tenía un gran respeto y confianza. Fue un amigo cuando él era niño, porque con sus locuras y sandeces era capaz de ser niño cuando con ellos trataba. Y continuaba siéndolo porque, viendo el mundo con ojos distintos de los demás, siempre tenía algo sorprendente que aportar. Fue a él, compañero de infancia, a quien contó entre lágrimas la desventura del amor perdido.
—Sufrid y penad lo que preciséis —le respondió éste.— Volved a Occitania y matad a tantos cuanto podáis, sin que os maten. Cuando más crudo es el invierno, antes acaba.
Pero, como en los campos de labranza, el invierno del alma prepara la primavera de ésta.
Y en vuestro corazón volverán a crecer flores. Reculaire os lo promete.
Trató con su padre la contratación de mercenarios, pero éste se opuso.
—Los mercenarios trabajan por el botín y participan en la lucha cuando ven buenas posibilidades de vencer, saquear y conservar la vida —le dijo.— Por desgracia, hoy en día, son los occitanos las víctimas fáciles para obtener botín. Los cruzados no son presa apetecible.
—¿Podemos pagar soldadas?
—La pequeña tropa que formaríais no cambiaría nada. Distinto sería que el Rey participara.
—Nuestro señor Pedro II quiere reservar sus ejércitos para la lucha contra el moro.
—Y está en lo cierto —coincidió el padre.— Los cruzados no amenazan Cataluña ni Aragón y, en la batalla contra los almohades, los Mataplana estaremos en primera línea, al lado de nuestro señor.
—¿Qué puedo hacer?
—Es una locura aceptar batalla contra un ejército superior en campo abierto, y el ejército cruzado es enorme. En unos días, cuando termine la cuarentena a que se comprometieron, la mayoría regresará a sus tierras, pero si para entonces han conquistado Carcasona, los que queden serán aún temibles.
—¿Sugerís golpes aislados?
—Exacto. Es una guerra paciente y no se puede hacer con mercenarios. Buscad a quienes odien, a quienes quieran dar la vida por venganza o por recuperar lo que les han robado.
—¿Faidits?
—Sí, los arruinados, los desposeídos por la cruzada. Hay bastantes que han atravesado los Pirineos para refugiarse con amigos o familia. No será difícil formar un grupo. Debilitad al enemigo, quizá llegue un momento en el que el Rey quiera intervenir.
—Peyre Roger, el señor de Cabaret, resistirá —afirmó el joven Mataplana.— Nos uniremos a él.