La reina oculta (29 page)

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Authors: Jorge Molist

Algo le quedó muy claro en su conversación: Arnaldo continuaba ocultándole información; sólo le contaba lo inevitable. No habría puesto el abad tanto interés en la muerte de Bruna si se tratase de una bobada. Pero era muy interesante lo que dijo sobre el propósito de la cruzada; a Guillermo le sorprendió que los cruzados dejaran escapar a los judíos y que no hubieran quemado a cátaros en la hoguera al tomar Carcasona. Ahora lo entendía. El abad del Císter tenía objetivos más importantes. Sin duda, era a Trencavel, personaje clave en Sión, al que Arnaldo quería. Y eran los nobles de Sión a quienes el legado deseaba muertos.

59

«Cant le coms de Montfort fo en l'onor assis, que l'an dat Carcassona e trastot lo país.»

[(«Una vez el conde de Montfort aceptó el honor, le dieron Carcasona y el país entero.»)]

Cantar de la cruzada, IV-36

El encuentro de los primos fue ruidoso y alegre. Las cosas habían cambiado mucho en pocos días. Ahora Amaury era el heredero del vizcondado de Carcasona, Beziers y Albí.

—Y pronto mi padre también será el conde de Tolosa —le confió a su primo.

—¿Cómo es eso? Raimon VI, conde de Tolosa, es uno de los cruzados —repuso Guillermo.

—Está a punto de terminar su cuarentena, se irá a sus tierras y entonces el legado le excomulgará.

—¿Con qué motivo?

—Por no cumplir con las promesas que hizo en Saint Gilles.

—¿Lo de perseguir herejes, expulsar judíos, no contratar mercenarios...?

—Eso es.

—¡Pero si no le ha dado tiempo! —se extrañó Guillermo.

—Da igual. —Amaury se reía.— Eso ya estaba escrito.

—Así que el legado fingió perdonarle para dividir a los occitanos, para que no ayudara a su sobrino el vizconde Trencavel...

—Así es. Y nosotros unificaremos Occitania bajo un dominio católico y franco.

Guillermo quedó en silencio. Se alegraba por los suyos y por él mismo. Su obispado estaba asegurado si su tío conseguía sus propósitos. Tendría Tolosa o Béziers y quizá después el arzobispado de Narbona. Pero los escrúpulos que sintió en Béziers y su inquietud al conocer la trama del asesinato de Peyre de Castelnou se habían transformado en angustia con la muerte de Aymeric y ésta fue creciendo al ver a los refugiados desesperados, moribundos por los caminos. No se contuvo y expresó sus reparos a su primo.

—Pero se hará a costa de mucha sangre inocente.

—¿Inocente? —preguntó Amaury.

—Los degollados en Béziers, los habitantes de esta ciudad vagando por los caminos, muriéndose de hambre. Mujeres, niños, ancianos...

—Son herejes. Lo merecen.

—No, no son herejes —repuso Guillermo.— La mayoría son católicos como nosotros. Recordad que la lista de Reginald de Montpeyroux, el obispo de Béziers, contenía poco más de doscientos nombres. ¡Y matamos a veinte mil!

—El legado Arnaldo dice que lo son. Él sabe.

—Aunque diga eso, ¿realmente crees que todos lo son?

Amaury consideró la pregunta por unos momentos y al final contestó sonriente:

—El problema es que tú, primo, eres un eclesiástico brillante. Sabes demasiados latines, piensas demasiado. Y si matamos a buenos católicos, ¿qué? El Papa nos perdona todos nuestros pecados. Y ésta es la gran oportunidad para que los Montfort consigamos posesiones que hace meses ni hubiéramos podido imaginar. Y tú, tu obispado.

Se puso a reír a carcajadas y Guillermo, contagiándose de su primo, tardó poco en acompañarle, aunque eso no le hizo olvidar sus resquemores.

—He encontrado unas barricas de vino excelente, primo —le dijo cuando terminó de reír.— Seguro que nos topamos con algún germano, flamenco, borgoñés o paisano francés con un buen botín para perder a los dados. ¿Te place?

—¡Naturalmente!

Amaury le había reservado a su primo un hermoso palacio, cercano al suyo propio, dentro de la ciudad de Carcasona. Fue entrar y vivir en él, estaba completamente equipado, ropas en los arcones, sábanas en la cama, platos en la cocina; hasta había caballos en las cuadras. Guillermo andaba ocupado instalando a sus soldados y, aunque Jean se encargaba de todo, a él le tocaba tomar algunas de las decisiones, pero todas las tardes las pasaba de celebraciones con su primo y colegas de armas.

A mí me dejó descansar en su nuevo palacio, que, fuera de Jean y una de las ribaldas con la que el escudero tenía amistad y que éste había contratado como criada, se encontraba desierto. Yo estaba aún agobiada por lo visto en los caminos y sola. Aquella hermosa mansión guardaba demasiado de sus anteriores habitantes. Me sentía incómoda, notaba la ausencia de los moradores y me los imaginaba con sus camisas blancas, fantasmas en la noche, perdidos por los caminos, bajo aquella luna tan llena que se había adueñado del negro cielo, desesperados, quizá muriendo de hambre. Los detalles de su cotidianidad lo impregnaban todo, desde la bacinilla al lado de la cama hasta aquella muñeca de trapo desamparada en un rincón. Era un palacio parecido al mío en Béziers, donde vivió una familia como la mía, y no dejaba de preguntarme qué se habría hecho de la niña que tuvo que abandonar a su muñeca para salir andando descalza y desnuda a un mundo terrible. ¿Viviría aún?

No me gustaba estar allí, pero temía más reemprender el camino y encontrármelos a ellos, a los espectros de aquel lugar, más hambrientos, más desesperados, más muertos.

Mientras, Guillermo frecuentaba la corte de su tío y a su primo Amaury. Nadie le ocultaba que el vizconde Trencavel moriría pronto y que ya sólo quedaría, como posible problema, su hijo de pocos años, desposeído por la cruzada, que con Agnes de Montpellier, su madre, se había refugiado en Foix, otro condado infectado por los cátaros.

Mi caballero iba sacando toda la información que podía a unos y a otros sobre nuestra próxima etapa. No era muy precisa, ya que quienes realmente conocían Cabaret habían sido expulsados de la ciudad.

—El mesón de El Gallo Cantarín es la siguiente parada —me dijo.— Está a medio día de distancia, a orillas del río Orbiel y de camino a Cabaret. Nos presentaremos como juglares. Cabaret es famoso por dar buena acogida a los trovadores y el mesón es lugar de paso de todos ellos. Allí haremos nuestra primera actuación en público.

Así que empezamos a ensayar con una vihuela cada uno. Adaptamos un par de sus canciones goliardas al occitano y aprendió algunas de las que yo conocía. En general, hacíamos dos voces y sonábamos bastante bien.

Guillermo avanzaba muy rápido con el occitano, tenía facilidad para las lenguas, pero su acento era aún foráneo. Quedamos en que hablaría yo y que él sería un trovador aquitano; nadie debía sospechar que era cruzado.

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«Trae un cántaro de vino y juntos bebamos antes de que hagan cántaros de nuestros barros.»

Omar Jayán

Unos días después, bien avituallados y repuestos de fuerzas, nos dispusimos a emprender viaje. Yo escondí la muñeca entre mis cosas. Era de trapo y madera; me recordaba una que tuve de niña y a la que quería mucho. No podía dejarla sola, llorosa, en aquel caserón poblado de recuerdos.

A mediodía llegamos a la posada de El Gallo Cantarín. Ofrecía protección amurallada a los viajeros y a causa de la turbulencia de aquellos días había sufrido ya varios asaltos. Nosotros no éramos conocidos y se nos dijo que no podían acoger a más. Guillermo hubiera podido mostrar el salvoconducto del nuevo vizconde que, aun garantizándonos la entrada, nos delataría como enemigos. Decidimos no usarlo y negociar, pero costó tiempo, buenas palabras y hacer brillar el oro al sol para que El Gallo Cantarín, nos abriera sus puertas.

El reducto era una plazoleta rodeada de distintos edificios y enseguida los mozos se ocuparon de nuestros caballos. El posadero comentó que el lugar, al ser parada de postas, había sido protegido del vizconde Trencavel de Carcasona y que ya había enviado mensajeros para someterse al nuevo señor, Simón de Montfort. Aun así, socorría a muchos amigos expulsados de la ciudad en ruta a Cabaret, y bastantes aún continuaban allí, lo que le obligaba a hornear más pan que de costumbre varias veces al día y repartirlo. Algunas provisiones empezaban a escasear, pero por suerte disponían de abundante trigo, centeno y cebada, ya que la trilla era reciente. A los juglares se les recibía mejor que nunca; la gente necesitaba olvidar penas, aunque, dados los tiempos que corrían, los desconocidos como nosotros debían demostrar que tenían recursos y pagar.

Pasamos a la gran sala de la posada. Estaba abarrotada, pero al fin nos sentamos en un rincón junto a varios con aspecto de comerciantes. Muchas de las mesas acomodaban gentes vestidas sólo con camisas y era fácil adivinar su procedencia. Sirvieron unas escudillas con un tipo de cocido con nabo, zanahorias, acelgas y poca carne junto con pan de trigo y de centeno, todo acompañado con jarras de vino y agua. Entablamos conversación con unos mercaderes que estaban a la espera de sus emisarios enviados a Carcasona para asegurarse de que serían recibidos sin daño en la ciudad y les interrogamos sobre Cabaret.

Al rato, desde el otro extremo de la sala, se empezaron a alzar voces dando vivas al antiguo vizconde Trencavel, ahora prisionero, y muertes para los cruzados de Simón de Montfort. Después, alguien subió a una mesa para cantar un serventesio loando al vizconde preso. Todos le coreaban haciendo palmas.

El corazón me dio un vuelco cuando reconocí a Hugo y su guitarra. ¡Era él!

Aparecía cuando había perdido la esperanza de volverle a ver. Pero continuaba estando lejos, rodeado de gente. ¿Cómo podría acercarme? ¿Me reconocería a pesar de mi disfraz?

—Yo conozco a ese payaso —dijo entonces Guillermo entre dientes.— Cuando me lo encontré en Saint Gilles, prometí cortarle el pescuezo.

Callé, sorprendida, mientras me invadía la desesperanza.

—¿Qué ocurrió en Saint Gilles?

—Ese juglar nos atacó a mi primo y a mí, y se mofó de nosotros. Estaba a la espera de toparme con él.

¡Había deseado tanto ver a Hugo de nuevo! Fantaseaba con que, si esa feliz circunstancia sucedía alguna vez, mis temores desaparecerían con su protección, pero de repente aparecía un peligro inesperado. Las dos únicas personas en las que confiaba se odiaban entre sí. Tenía que evitar a toda costa que se mataran y me di cuenta de que mi única alternativa era convencer a Guillermo para que continuara camuflado en su apariencia de juglar, aunque eso impidiera darme a conocer a Hugo.

—Será mejor que os contengáis —le advertí.— Aquí no son favorables a los cruzados y saldríamos mal parados.

Para mi alivio pareció entenderlo.

—Tenéis razón —dijo al rato.— Ya me di cuenta en Saint Gilles de las simpatías que genera ese bribón. Debemos continuar fingiéndonos trotamundos cantarines; no me reconocerá con este aspecto. Ya encontraré ocasión más favorable para degollarle y acallar así sus gorgoritos para siempre.

Pensé que había evitado el peligro inmediato, pero me invadió la melancolía mientras me aprestaba a escuchar a Hugo. ¡Verle tan cerca y tener que renunciar a darme a conocer!

Allí estaba, encima de la mesa, tañendo su guitarra mientras cantaba una composición en la que mencionaba al juglar Reculaire.

Al terminar, se acomodó entre los que le celebraban en el otro extremo y fue entonces cuando el dueño de la posada nos invitó a cantar. De haberlo podido evitar, lo hubiera hecho, pero no quedaba más remedio y nos lanzamos a ello. Lo hicimos sin alardes, sin subirnos a mesas, confiaba en que Hugo continuara distraído bebiendo con sus amigos. Las risotadas que partían de su rincón me tranquilizaron y supe que pasaríamos desapercibidos para su grupo.

Nuestras canciones eran seguidas con interés en algunas de las mesas cercanas y con total indiferencia desde el fondo, donde la bulla de Hugo y sus amigos no había cesado. Mucho mejor, pensé, dadas las circunstancias. Conforme nos animábamos, nuestro canto mejoraba y también los aplausos de nuestros espectadores. Y al fin, alentada por ello, no me pude resistir a cantar la trova del ruiseñor:

Ruiseñor que vas a Francia, ruiseñor,

encomiéndame a mi madre, ruiseñor.

Satisfecho por la cálida acogida, Guillermo decidió, antes de exponernos a la corte de los señores de la Montaña Negra, repetir en la cena nuestro número, requiriendo mientras, discretamente, más información sobre Cabaret.

No volví a ver a Hugo y aquella noche apenas pude conciliar el sueño. Nos cedieron un rincón en una estancia llena de paja que, según decían, cambiaban semanalmente, pero que apestaba a sudor y estaba llena de parásitos. Por suerte, la noche era cálida y las ventanas quedaron abiertas. Se oían ronquidos y gentes hablando en sueños. Escuchaba, lejanos, llantos de niños que, sin duda, provenían de donde los refugiados. Intentaba dormir, pero se me llenaban los ojos de lágrimas y el pecho de suspiros pensando en que habría desaprovechado la última oportunidad de llegar hasta Hugo. Mis cortos sueños terminaban en pesadillas en las que buscaba desesperada a mi trovador por laberintos de bosques llenos de gentes perdidas, cubiertas sólo con una camisa blanca, vislumbrando reflejos suyos pero sin hallarlo. La peor fue aquella en que Guillermo y Hugo luchaban a muerte, rodeados de frailes siniestros que iluminaban la noche con hachones encendidos. Yo intentaba evitarlo desesperada, pero no me oían. Me di cuenta de lo mucho que había llegado a apreciar al francés y de que me costaba sopesar en mi corazón el afecto que guardaba para cada uno de mis caballeros.

Poco antes del amanecer, después de haber dado mil vueltas sobre mi montón de paja sin conciliar el sueño, noté mi garganta seca. Estaba sedienta. Sabía que había un cántaro de agua en el pasillo y, tanteando, salí en su búsqueda. La tenue luz de un candil indicaba su presencia. Estaba atado con una cadena y al encontrarlo, lo levanté para saciarme. Fue al dejarlo en el suelo cuando, con un sobresalto, la vi. Era una niñita. Estaba desnuda y me observaba desde la penumbra.

—Hola. ¿Cómo te llamas? —le dije sonriéndole cuando me sobrepuse.

—Esclaramonda.

Se acercó para observarme. Me miraba seria, con unos grandes ojos azules, quizá más grandes en contraste con su delgada desnudez. Tenía la carita sucia, con reguerotes de lágrimas dibujados en sus mejillas. Sería uno de los niños que lloraban en la noche.

—¿Dónde están tus papás?

—Mis papás están en el cielo con Jesús.

Mi corazón se encogió y mis ojos se humedecieron. No tenía que preguntar más para saber, por su aspecto y acento, que la pequeña era uno de los refugiados.

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