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Authors: Jorge Molist

La reina oculta (25 page)

¿Qué mujer en mi situación y trance podría resistirse a tal propuesta?

51

«Pie Jesu Domine, dona eis réquiem.»

[(«Piadoso señor Jesús, dales descanso.»)]

Dies irae

Guillermo y Bruna descansaron en aquel prado a orillas del río, bajo la sombra de los sauces que les protegían del sol de agosto y con una luna cuarto creciente iluminando la noche.

Tenían los cuerpos maltrechos por golpes y tajos, pero lo que realmente dolía era el alma. El camino empezaba a sus pies y en ninguna parte terminaba, por eso no se decidían a emprenderlo. Su espíritu, confundido, turbado, les prohibía continuar y lo crucial el día anterior había dejado de importar, mientras que lo secundario antes cobraba trascendencia vital. Tendidos en la hierba, veían el lento discurrir del río y con él las briznas y ramitas que arrojaban, deseando que en ellas sus penas navegaran hasta el lejano mar. El lugar se había convertido en un reducto solitario de paz, una isla en un océano de violencia, lejos del siglo, de un mundo extraño y brutal al que en aquel momento ninguno de los dos quería pertenecer.

—Yo no quería matarle —repitió Guillermo, recordando, con gran angustia y culpabilidad, la ordalía.

Y le relató a Bruna, en su occitano incipiente, que ella corregía ya por costumbre, esa experiencia al borde de la muerte en que la mirada dura del templario Aymeric era la de Dios condenándole. Y que rebuscando en su alma, desesperado, como quien palpa el fondo de un canasto y cierra el puño aferrándose a la ausencia, la encontraba vacía de buenas obras que le ayudaran en el trance. Y ella, Bruna, apareció con su grito, inesperada, como su único bien. El demonio lastraba la balanza de sus pecados y arrastraba su alma a los infiernos, y ella, convertida en ángel, la decantó, por muy poco, hacia la salvación de su vida temporal, dándole la oportunidad de enmendarse y salvar también la eterna.

—Sois un ser divino, un ángel —le decía mirando arrobado los ojos verdes de Bruna.

—No soy un ángel —repuso ella,— sólo soy una pobre muchacha huérfana de padres, de amigos, de ilusiones, de su mundo.

Y pasó a contarle su propia ordalía, a describirle entre lágrimas a su familia, a sus amigos y aquel mundo galante extinguido a la llegada de aquel desfile de monstruosidades que, sin duda, nada tenían que ver con el Dios en que ella creía y que las gentes del norte llamaban cruzada.

—Ahora entiendo por qué los cátaros creen en dos dioses, uno malo y otro bueno.

La cruzada es obra de un ser maligno, de un mal dios, y los que se llaman guerreros de Cristo no son más que comparsas del diablo.

Guillermo la escuchaba acompañando con sus lágrimas las de ella, buscándole las manos para acariciarlas, y ella, permisiva pero pasiva, terminaba luchando contra el deseo de devolver la caricia.

—Vos sois la última dama de vuestra estirpe y yo, un guerrero con brazos para luchar, pero sin corazón para moverlos —se lamentaba Guillermo.— ¿Qué será de nosotros, Bruna?

Bruna dejó que la pregunta flotara, esperando a que se disipara con la brisa que movía el verdor de las hojas de los sauces del claro. Cogió la vihuela y empezó a tañerla. Al poco, tarareaba la canción del ruiseñor para cantarla después, melancólica. Y así dejó que la música respondiera a lo que ella no podía.

Pasaron horas haciendo de las notas ungüento para sus males, alternándose en el instrumento, cantando, a veces, juntos y dormitando sobre el césped mullido, al calorcillo del estío, bajo la sombra amable de los árboles.

—¿Por qué quiere matarme el abad del Císter? —preguntó Bruna de repente, sobresaltando al caballero.

—No lo sé.

—¿Y estabais dispuesto a asesinarme sin saber?

Guillermo se encogió de hombros.

—Arnaldo es un hombre de Dios...

—De Dios... ¿Qué Dios?

Él guardó silencio, no tenía respuesta.

—¿Y por qué quiere recuperar la carga de la séptima mula? —continuó Bruna.— Si vos la buscabais, será también por encargo suyo. ¿Verdad?

El caballero se dijo que ella sabía casi tanto como él, que era inútil querer ocultarle información y que con ello no traicionaba su promesa al abad del Císter.

—Todo lo que sé es que su contenido es diabólico, la peor de las herejías, y que puede destruir a la Iglesia de Roma.

—¿Y qué relación tiene esa cosa del diablo conmigo?

—¿Con vos?

Guillermo ya había pensado en eso. Estaba seguro de que existía una relación, pero el abad del Císter no había querido hacerla explícita. Decidió no aumentar la angustia de la dama.

—No puede haber relación —sonrió.— Vos sois un ángel.

Bruna le miró sabiendo que el joven evitaba la respuesta, pero le permitió hacerlo porque en ese momento los sentidos vencían al pensamiento. Esa sonrisa, los ojos de un azul profundo, llenos de transparencias y brillos, la caricia en sus manos. Precisamente por eso, las apartó. Era ésa demasiada concesión de una dama a un caballero y aunque poco le importaban ahora a Bruna las reglas del juego galante, temía que ese placer, ese sentimiento creciente en su corazón con respecto al muchacho la desbordara.

Se tendió boca arriba en la hierba contemplando el juego del sol en las hojas, el cielo azul limpísimo y las golondrinas cruzándolo con su insistente llamada. Y pensó en Hugo.

Él era su caballero y en él debía poner su ansia.

—Sois para mí un ángel, os amo y os suplico que me aceptéis como caballero — insistió Guillermo al rato.

Bruna, sin rechazar de forma contundente la reiterada petición del joven, había estado aplazando la respuesta. Necesitaba pensar en ello, pero, al fin, cuando él repitió su ruego, estaba preparada para responder:

—Bien, aceptaré vuestro amor, pero sólo galante y nunca físico, aunque antes debierais superar las pruebas que tengo derecho a imponeros para asegurarme de vuestra devoción.

—Hablad, Dama Ruiseñor.

—Abandonaréis el servicio al legado del Papa, para servirme a mí.

—Mucho pedís, mi señora —el muchacho le miraba a los ojos con intensidad.

—Uniréis vuestro brazo a los que resisten la cruzada y peleareis contra los que hoy son los vuestros.

—Una promesa me une a ellos.

—Sólo así sabré de la pureza de vuestro amor, caballero Guillermo de Montmorency.

El joven miró el río considerando la situación. Los escrúpulos que sintió cuando la matanza de Béziers aumentaron al saber cómo se había fraguado la cruzada y se hicieron insoportables. El discurso inflamado del legado del Papa en su tienda en Carcasona consiguió soterrarlos, pero rebrotaron imparables al enfrentarse con Aymeric y el juicio de Dios. Ahora estaba convencido de la injusticia del negotium pacis et fidei y quería apartarse del abad Arnaldo. Pero aún deseaba su obispado, sentía lealtad por los suyos y no estaba preparado para unirse al bando occitano.

Pero estaba convencido del designio divino que le unía con Bruna. Él fue a Béziers a matarla y Dios quiso que fuera su salvador. Y ella, a su vez, le salvó a él, en forma de ángel del Señor cuando estaba condenado al fuego eterno, y el precio fue la vida de un caballero ejemplar, un hombre verdaderamente de Dios. Aquello tenía un significado y él era incapaz de descifrarlo, incapaz de serenar sus propios sentimientos, incapaz de resistirse a su amor por esa muchacha desvalida, pero de fuerza insospechada. Se sentía muy confuso.

—Fuisteis vos quien pedisteis ser mi caballero —insistió Bruna ante el silencio del joven.— Os dije que no, que tenía otro, y vos me suplicasteis que os admitiera también. No os lamentéis ahora si las condiciones os parecen duras.

Guillermo no respondió y ella respetó su silencio. Volvió a sonar la vihuela y al cabo de un tiempo él empezó a hablar abriendo su alma a la muchacha. Sus escrúpulos, su confusión. La necesidad que sentía de confesar sus pecados y recibir perdón por ellos. Ya no le valía la absolución que le proporcionaba la cruzada. Si ésta era indigna a los ojos de Dios, también lo eran sus perdones.

—Busquemos a un buen eclesiástico católico, alguien puro, que os confiese y os absuelva —le propuso Bruna.— Eso serenará vuestra alma. Yo también lo necesito.

—¿Dónde podríamos encontrar a esa persona? —inquirió Guillermo esperanzado.

—Domingo de Guzmán, el fraile castellano.

—No le conozco.

—Yo sí. Predicó varias veces en Béziers soportando burlas y, en ocasiones, insultos con humildad evangélica. Su mensaje es, en verdad, de Dios.

—¿Dónde encontrarlo?

—Es un predicador itinerante que anda descalzo los caminos por amor al Señor y a su prójimo. Tiene base en Prouille. No está muy lejos de aquí.

—Gracias, Bruna. Acepto vuestras pruebas. Quiero ser vuestro caballero.

Ella le miró sorprendida.

—¿A pesar de vuestra confusión?

—A pesar de ella. Necesito protegeros, que estéis cerca de mí. Os serviré. Pero os tengo que pedir algo.

—¿Qué es?

—Lucharé contra los cruzados, pero nunca levantaré la espada contra mi familia, contra mi clan.

—Os acepto con vuestra condición.

Guillermo hincó su rodilla en el suelo y, al estilo de la promesa feudal del vasallo al señor, juró los compromisos del caballero con su dama y ella, de pie frente a él, los aceptó jurando los de la dama con su caballero.

El corazón de Bruna latía alocado cuando él, que le cogía las manos acariciándoselas, se levantó para besarla. Se miraron a los ojos durante un tiempo infinito y un escalofrío recorrió el cuerpo de la muchacha.

Cuando se besaron, el prado, los sauces, el río, los pájaros y el sol dejaron de existir. Y Guillermo sintió que sólo aquel beso valía por toda una vida.

52

«Lo reis Peyr' d'Arago fellos s'en es tornatz, e pesa l'en son cor car nol's a deliuratz, en Aragón s'en torna, corrosos e iratz.»

[(«El rey Pedro de Aragón se marcha irritado en su corazón, le pesa no haberlos liberado, a su reino regresa, con desconsuelo, airado.»)]

Cantar de la cruzada, III-30

Hugo supo que se detendrían en Narbona de camino a Barcelona. Era más que una simple parada para la noche; allí tendría lugar una negociación que quizá durara días. El Rey no sólo tenía las arcas vacías, sino que estaba siempre hipotecado por sus numerosas campañas bélicas; en general, más de prestigio que rentables. Necesitaba dinero para sus tropas y el arzobispo Berenguer de Narbona, su tío, era el mayor de sus prestamistas y a él acudía cuando estaba en apuros. No eran esos préstamos graciosos, sino que el arzobispo bien se los cobraba, quedándose por varios años con las rentas de algunos feudos del Rey y las recaudaba rigurosamente usando sus ejércitos privados, que habitualmente se excedían en la cobranza. No eran tanto los vínculos familiares lo que unía a tío y sobrino. Éste despreciaba el estilo del viejo, pero le necesitaba por el dinero, mientras que el arzobispo consideraba a su sobrino algo alocado por sus tendencias a ejercer de trovador y caballero antes que de hombre de Estado, pero también lo necesitaba. Sus relaciones con el papa Inocencio III eran pésimas. El Pontífice mostraba en público su desprecio por algunos de los altos eclesiásticos occitanos, pero en especial por Berenguer. El Papa había dicho: «Hombres ciegos, perros sordos que no ladran... que hacen cualquier cosa por dinero..., celosos en la avaricia, amantes de los obsequios, buscadores de recompensas. El principal causante de estos males es el arzobispo de Narbona, cuyo dios es el dinero, cuyo corazón está en su tesoro y que sólo se preocupa por el oro».

Pero no podía destituirlo tan fácilmente, porque el arzobispo tenía sus propias tropas y su sobrino, el rey Pedro II, le defendía. Hugo decidió no entrar en Narbona con el Rey. Había estado demasiadas veces allí como juglar y trovador, y no quería que se le reconociera junto al monarca. Además, deseaba regresar a Mataplana lo antes posible, obtener dinero para reunir una tropa de mercenarios, cruzar los Pirineos y reunirse con la resistencia occitana. Un rencor profundo le consumía y sólo la venganza, la sangre de los invasores, podría mitigar su tristeza desesperada.

Pidió licencia al Rey. Éste sabía de las intenciones del de Mataplana y también que la excelente información que le enviaba sobre los acontecimientos occitanos le sería de vital importancia.

—Id con Dios, mi buen Huget —respondió el monarca.— Cuidaos, que el odio no os ciegue. Sed prudente. —Señor, quiero pediros una merced.

—¿Cuál?

—El abad Arnaldo os ha ofendido y es el causante de innumerables desgracias. Es un hombre cruel, el agente del Anticristo.

Hugo se detuvo un momento y pensó en cómo frasear lo que seguía para que fuera aceptado por su señor.

—¿Y bien?

—Quiero vuestro permiso para matarle.

Pedro le miró sorprendido.

—Me infiltraré entre los cruzados —explicó el de Mataplana— y terminaré con él, aunque a mí me cueste la vida.

—No quiero su muerte a cambio de la vuestra.

—Encontraré sicarios.

—No, Huget —repuso el Rey.— Soy vasallo del Papa. Le debo fidelidad. No puedo causar la muerte de su legado por mucho que éste me desagrade.

—No seréis vos la causa. Yo tengo mis propios agravios.

—Escuchad —el Rey usaba un tono paternal:— todos saben el alto aprecio que le tengo a vuestro padre y también a vos. Si cometéis tal crimen y se os reconoce, las culpas caerán en mí. Dirán que me vengo de las ofensas que el legado me causó. Recordad que el inicio de la cruzada fue un episodio semejante. Entonces, los eclesiásticos dijeron que el culpable era el conde de Tolosa; fue excomulgado e ingeniaron un entramado de infamias y mentiras para orquestar una cruzada contra él.

—Una cruzada que después usaron contra el vizconde Trencavel —recalcó el caballero.

—Oídme —dijo el Rey en tono enérgico sin reparar en el comentario de Hugo.— Vuelvo a mis tierras dolido, airado y triste. Algún día tomaré venganza por el vizconde Trencavel, por Béziers, por las ofensas de Arnaldo. Pero ese día no ha llegado. No apoyaré ahora el asesinato del abad del Císter. Otros hay sobre los que podéis dejar caer vuestra espada.

—Sí, mi señor.

—Id con Dios, Huget. Saludad a vuestro padre y cuidad de vuestra vida.

Y Hugo de Mataplana, después de despedirse de sus camaradas, picó espuelas hacia el sur. Deseaba impaciente entrar en combate.

53

«Le prédicateur de la foi, Phomme de toute sainteté.»

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