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Authors: Carlos Fuentes

Tags: #Ensayo

La Silla del Águila (19 page)

PS: No te preocupes por conservar esta carta. Apenas termines de leerla, se incendiará químicamente. Ni la podrás copiar ni mostrársela a nadie, cabrón. ¿Qué nunca viste la serie de TV Misión imposible? Hay lecciones del pasado que sirven para nuestro presente inesperado. Tú nomás pregúntate, en estos días aciagos para la República, cuántas cartas, cuántas cintas, cuántos casetes no son destruidos por sus amedrentados destinatarios apenas los leen o escuchan? Imagínate nada más. Y no te vayas a quemar los dedulces con mi mensaje.

41

Tácito de la Canal a María del Rosario Galván

Señora muy digna, ¿serale permitido chantajear al chantajeado? No quiero rebajarme ante sus ojos, pues tan abajo estoy que usted ya no me mira. Yo, en cambio, miro alto y miro lejos. Más alto y más lejos, me atrevo a decirlo, que ustedes mismos —ustedes son Bernal Herrera, secretario de Gobernación, y su amante y madre del hijo de ambos, María del Rosario Galván, usted, sí.

Permítame citarle a un clásico. "En los anchos horizontes alrededor de Berchtesgaden, aislado del mundo cotidiano, mi genio creativo produce ideas que estremecen al mundo. En estos momentos, ya no me siento parte de la mortalidad, mis ideas trascienden la mente y se transforman en hechos de enorme dimensión."

No me crea presuntuoso si evoco las palabras de Adolfo Hitler. Podrá usted pensar lo que quiera del Führer germano, pero llegó tan alto y tan lejos como se lo propuso. La caída fue terrible, es cierto, pero caer de tan alto es en sí mismo una victoria.

En otras palabras: si yo ignoro los límites de mi ambición, ¿cómo van a conocerlos los demás? La cuestión es saber marcar los tiempos —como dice usted en sus cartas a Bernal Herrera que yo me deleito en leer, poco antes de quedar dormido, como si fuesen columnas de consejos sentimentales en un periódico—. Y créame, señora, yo sé medir mis tiempos. No olvide que mi poder consiste en tener, más que nadie, acceso. No necesito decirle más. Otros también lo tienen. Pero yo lo tengo antes que nadie. No crea que me engaño. Usted y Herrera se dicen:

—Tácito tiene acceso, pero no popularidad.

Ustedes, la parejita diabólica, me ponen trampas. Muy divertidas, por cierto. Me preparan homenajes de las fuerzas vivas —sindicatos, grupos empresariales— en los que alguien adiestrado por ustedes me elogia, seguido de otro palero que me fustiga. Nadie se levanta a defenderme. Creen que de un golpe han halagado mi vanidad y ofendido mi orgullo. Me han minado.

No. Me han reforzado. Cada humillación que sufro, cada desaire que ustedes me hacen, sólo me fortalece por dentro, atiza mi coraje, me vuelve de hierro. ¿Quieren conocer mi capacidad de resistir a la ofensa? Estuvo a verme el ex-presidente César León, del cual fui joven colaborador hace diez años. Se quejó del trato que recibió tras dejar la Silla del Águila y me acusó de atizar una campaña de difamación en su contra.

—Sólo lo incomodo porque así lo quiere el señor Presidente —le dije.

—No me incomodan, me persiguen —dijo con voz de mando, que no de queja, el ex León.

—Yo sólo sirvo al señor Presidente.

—¿Él se lo ordenó?

—No, pero yo sé adivinar el pensamiento del señor Presidente.

Quiero que Herrera y usted, señora, vean hasta qué grado sé arriesgarme para que sepan que no es fácil ofenderme, como si fuese una sensible y romántica señorita de quince años.

Para que vean los extremos de mi aguante, pero también los de mi serenidad, idénticos a los de mi resolución, les cuento lo que sigue.

El Presidente Terán consideró desautorizada y de poco tacto mi manera de tratar al ex-presidente León.

—Pero señor Presidente, lo hice por usted.

—Nunca te lo pedí, Tácito.

—Creí que estaba sobreentendido...

—¡Ah! De modo que tú adivinas mis pensamientos. ¿Ya adivinaste que si esto se repite te voy a despedir?

No adiviné, queridos amigos. Supe que el Presidente tenía que regañarme pro forma, pero que en verdad se sentía feliz de que yo hubiera hecho lo que él no podía ni hacer en persona, ni autorizarme explícito. Por algo me llamo Tácito...

Mi distinguida amiga: Yo sé asumir riesgos. Yo sé sufrir humillaciones sin chistar. Esa es mi fuerza. ¿Cree que no sé lo que le dice usted al señor Presidente?

—Tácito lo único que pone de manifiesto es tu propia debilidad, Lorenzo. Te sale sobrando. Sólo un jefe débil tiene necesidad de un valido.

¡Ah, los validos! El consejero áulico que ejerce el poder verdadero en nombre del monarca débil o distraído. Nicolás Perrenot de Granvelle para Carlos V, Antonio Pérez para Felipe II, el Duque de Lerma para Felipe III, Felipe IV y el Conde-Duque de Olivares, unos más afortunados que otros, unos que regresan del olvido anterior (el Cardenal), otros que traicionan y acaban huyendo a las filas enemigas disfrazados de mujer (Pérez, al que sólo le faltó ponerse un parche en el ojo para imitar a su amante la tuerta de Éboli), otros naufragando en incompetencia peor que la del propio monarca (Lerma), otros coronados por el éxito de su gestión imperial (Olivares).

Modelos históricos, señora. ¿A cuál de ellos acabaré pareciéndome? Ah, un valido vale tanto como su protector, pero también tanto como sus enemigos. Y usted y Bernal Herrera no me sirven, para qué es más que la verdad, ni para el arranque.

—Usted no es más que una caña disfrazada de espada —me dijo un día nuestro dilecto secretario de Gobernación.

—Y usted, señor, es una sardina que se cree tiburón —le contesté.

—¿Y yo? —se atrevió usted, muy petulante, a preguntarme.

—Un fideo, señora, apenas un fideo...

Anda usted diciendo que soy un masoquista que se deleita contando sus humillaciones y cómo las soporto en el servicio del señor Presidente. La mera verdad es que avanzo por los pasillos de la casa presidencial pensando esto, castigándome por mis propias bajezas, pero elogiándome a mí mismo porque gracias a que soy un miserable, no sólo vivo: sobrevivo. Vuestro amigo el tal "Séneca" dice de mí:

—Tácito es capaz de corromper al diablo.

Murmura a mi paso:

—Ahí va Su Excelencia el Mal.

(Frase tomada de
Talleyrand
, como sabe usted que fue educada por gabachos.)

Pero yo le pongo plomo a mis zapatos para que no me lleve ningún ventarrón. Lo aguanto todo, señora, porque el que aguanta más es el que ríe al final. Puedo, como usted con escasa cautela me lo avisa en su carta, derrumbarme en cualquier momento. Pero le advierto a sus señorías que los arrastraré a todos conmigo al precipicio.

Me dijo usted un día:

—Eres un murciélago, Tácito. No te aparezcas de día.

No me atreví a confesar que la admiro de noche, señora, cuando usted se encuera con la luz encendida. Fui más fino.

—Qué va. Soy una mansa paloma.

—Serás el primer halcón que se vuelve paloma.

—Qué va. Somos parvadas.

Sus comparaciones no son felices, María del Rosario. Llámeme mejor "El Hombre Bruma". Verá que no soy fácil de atrapar. Y que me cuelo debajo de las puertas mal defendidas. Como las de usted y su amante Bernal Herrera. Sin olvidar al infeliz bastardo nacido de sus amores y abandonado en un asilo de idiotas.

42

Bernal Herrera a María del Rosario Galván

Marucha, Marucha mía, ¿qué te ha ocurrido? No te reconozco, no me reconozco a mí. ¿Por qué has permitido que un impulso vengativo te domine? ¿Por qué no has gobernado tu pasión? ¿Por qué has dejado que tus hormonas se anticipen a los calendarios acordados por ti y por mí, nosotros dos, tan unidos siempre, siempre tan sincronizados? Jamás hemos confundido lealtades, tú y yo... Nuestra unión política nace de una unión carnal y ahora recuerdo qué distintos éramos cuando nos conocimos y nos amamos, pero pagando los precios inevitables de toda iniciación amorosa. Estaba en nuestra naturaleza psicológica y política dudar de todo. Nos conocimos. Nos atrajimos. Pero tú dudaste de mí, como yo de ti. Hasta que nos dimos cuenta, una noche, juntos, con una botella de Petrus compartida, que nos queríamos aunque sospechásemos el uno del otro y con una carcajada común (¿fue el vino, fue el deseo, fue el riesgo, sin el cual no hay encuentro erótico que valga?) dijimos:

—Duda de todo y nos vamos a entender.

Te dije que el hombre público debe dudar siempre y esto nos lleva a vivir en perpetua angustia e inseguridad, sin jamás demostrarlo. Esa es la otra regla, Marucha mía. La duda, la angustia, son la levadura de nuestra lucidez y tranquilidad públicas. Llegamos a ser políticos profesionales porque no sofocamos nuestra inseguridad —es decir, nuestra capacidad de sospecha—. Profesión, político. Partido, sospechosista. O sea, potenciamos nuestras angustias para que la coraza de la serenidad se nutra de materia humana. Tuvimos un hijo, María del Refugio. Un niño mongoloide, o para hablar científicamente, con el síndrome de Down. Tuvimos que optar. Vivir juntos para cuidar al niño y sacrificar nuestra ambición política, o quedarte tú con el niño y dejarme libre a mí —libre y doblemente condenado por frustrarte a ti y abandonarlo a él—. O hacer lo que hicimos. Internarlo en un asilo, visitarlo de cuando en cuando —cada vez menos, acéptalo, cada vez menos atados a ese destino sin destino, cada vez más temerosos de que esa criatura inerme, con su mirada tierna y alegre, pero lejana e indiferente, que ese niño sin más porvenir que una muerte temprana, nos arrebatase nuestras propias vidas a cambio, estrictamente, de nada.

Estas fueron nuestras razones y hemos guardado el secreto durante catorce años. Te lo advertí, María del Rosario, que nunca lleguen a mi oficina las cuentas del asilo. Estoy de tal manera vigilado, asediado, rodeado de espías al servicio de mis enemigos —que son los tuyos, no lo olvides—, que cualquier descuido puede ser utilizado contra mí —y contra ti.

Así ha sucedido. Faltaría saber quién vio la cuenta del asilo y olfateó, la verdad. ¿Crees que no lo sé? Mis amigos se dicen enemigos de Tácito —pero yo estoy obligado a pensar que lo mismo le dicen a Tácito:

—Somos tus amigos. Detestamos a Herrera. Vamos contigo a la Grande.

Las pruebas a las que hay que sujetar a quienes nos rodean son útiles algunas veces, inútiles la mayoría y siempre dañinas para la paz interna. Llegas a convencerte de que amigos y enemigos pueden ser amigos entre sí y terminas, lo quieras o no, repitiendo esa frase de Stendhal que tú me enseñaste:

—¡Qué inmensa dificultad esta hipocresía de cada instante!

Dime tú cuántas veces no hemos reflexionado juntos sobre un tema central de la vida política:

¿Cómo tratar al enemigo?

¿Con ritos de apaciguamiento?

¿Con un ataque frontal?

¿Con violencia, cortándole la cabeza?

¿Derrotándolo primero para enseguida honrar al enemigo?

¿Vencer a traición sin que la desgracia de tu victoria caiga sobre tu propia cabeza?

¿Cortándosela primero al enemigo?

¿Pensar siempre —además—: Esa pudo ser mi cabeza?

¿Transformar al enemigo vencido en guardián y amigo, levantarle estatuas y dedicarle placas —a condición de que haya muerto?

Estoy inquieto, María del Rosario. Tu ímpetu viola la ley de la justicia política. El verdugo político debe ser invisible. Has violado, por pura emoción femenina y materna, tus propias leyes.

Tácito nos ha forzado la mano. Nos obliga a revelar nuestro juego, a denunciar sus chanchullos en el negociado de MEXEN. Más que nunca, debemos pensar en la oportunidad de nuestro ataque. Tácito sabe que sabemos porque tú, mi impaciente amiga, se lo has hecho saber, sin medir las consecuencias. Has saboreado prematuramente las mieles de la victoria. Error primario. Tácito ha respondido con habilidad a nuestra propia regla:

—En política, nunca anuncies, actúa...

Sabes, Marucha, yo soy un hombre que tiene un tribunal sentado siempre dentro de la cabeza. El juez es un Nosotros y a veces un Ustedes. Hoy, ese juez nos está juzgando, ahora es un Yo-Tú que me dice:

—Le confiaste a esta mujer un secreto del cual depende la derrota de mi rival y mi propio éxito. Pero si mi mujer lo revela, mi rival nos mandará condenar a los dos.

Así lo ha hecho por vía de la prensa, revelando la existencia de nuestro hijo tarado. Asúmelo, entiéndelo, yo el precandidato a la Presidencia, tú la profesional de la política más afamada del país, reducidos al papel de un par de padres desalmados, dos infames sin sentimientos, dos monstruos de crueldad...

Respira en paz, María del Rosario.

El Presidente se ha comunicado personalmente con los cinco o seis magnates de la comunicación para decirles:

—No se equivoquen. Ese niño es mío. Es el fruto de viejos amores con la señora Galván. Mírense al espejo y digan si uno solo de ustedes no posee un secreto de amor en su pasado. Maten la noticia. Nunca les he pedido un favor personal. Si lo hago esta vez, es porque concierne a una dama. Y también, ustedes lo entienden, a mi propia investidura.

—Pero señor Presidente, si quien suelta la noticia es su propio jefe de Gabinete, el licenciado De la Canal...

—Ex-jefe de Gabinete. El licenciado de la Canal ha renunciado esta tarde a su puesto.

—Ah, señor Presidente, también el secretario de Gobernación Bernal Herrera acaba de anunciar su renuncia.

—Así es, señores. Tácito de la Canal y Bernal Herrera dejan sus funciones oficiales para entregarse en cuerpo y alma a sus trabajos de campaña como precandidatos a la Presidencia. Yo les agradezco a ambos los grandes servicios que le han prestado al país y a mí en lo personal. Creo que esta noticia es más importante que andar hurgando en mi vida privada.

—Tiene usted toda la razón, señor Presidente.

—Les repito. Deseo reconocer la probidad y eficiencia de estos dos colaboradores que hoy se alejan de puestos de confianza donde en todo momento me demostraron lealtad. Esa es la noticia del día.

—Cuente con nuestra discreción absoluta. Allí muere.

—Gracias, señores.

De modo que actúa con frialdad, María del Rosario. Date cuenta de quién es nuestro Presidente y espérate a que arranque la campaña de Tácito para desatar el escándalo. Recógete unos instantes, mujer, y recuerda lo que me dijiste el día que optamos por ocultar al niño:

—No. Si confieso mis desgracias, perderé respeto. Incluso perderé amor.

Y yo te contesté:

—Nunca te castigues por ser feliz. Recuerda que estamos donde estamos porque nunca nos hemos dejado arrastrar por los sentimientos.

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