- ¿Cierto? Pues claro que es cierto.
-...entonces, tenemos menos posibilidades que una roncha en una supernova.
- ¿Una qué? - dijo bruscamente Arthur. Hasta ese momento había seguido pacientemente la conversación, y no estaba dispuesto a perder ahora el hilo.
- Menos posibilidades que una roncha en una supernova - repitió Ford sin perder ímpetu -. El...
- ¿Qué tiene que ver una roncha con todo esto? - le interrumpió Arthur.
- Que no tiene la menor posibilidad en una supernova - repuso llanamente Ford.
Hizo una pausa para ver si ya estaba aclarado el asunto. La nueva expresión de confusión que apareció en el rostro de Arthur le dijo que no lo estaba.
- Una supernova - explicó Ford tan rápida y claramente como pudo - es una estrella que explota a casi la mitad de la velocidad de la luz para consumirse con la brillantez de un billón de soles y convertirse en una estrella de neutrones ultrapesada. Es una estrella que hace estallar a otras estrellas, ¿entiendes? Nada tiene la menor posibilidad en una supernova.
- Ya entiendo - dijo Arthur.
- El...
- ¿Y por qué una roncha en concreto?
- ¿Y por qué no? No importa.
Arthur lo aceptó y Ford prosiguió, volviendo a tomar lo mejor que pudo su impulso inicial.
- El caso es que la gente como tú y yo, Slartibartfast, y también como tú, Arthur, particular y especialmente las personas como tú, no somos más que diletantes, excéntricos, vagabundos, pelmazos, si quieres.
Slartibartfast frunció el ceño, en parte confundido y en parte resentido. Empezó a hablar.
-... - eso es todo lo que pudo decir.
- No estamos obsesionados por nada, ¿comprendes? - insistió Ford.
- Y ése es el factor decisivo. No podemos vencer a una obsesión. A ellos les importa, a nosotros no. Ganan ellos.
- A mí me importan muchas cosas - logró decir Slartibartfast con una voz que en parte le temblaba de aburrimiento y en parte también de incertidumbre.
- ¿Como cuáles?
- Pues - dijo el anciano -, la vida, el Universo. Todo lo demás, en realidad. Los fiordos.
- ¿Darías tu vida por ellos?
- ¿Por los fiordos? - preguntó el anciano, sorprendido -. No.
- Pues entonces.
- Francamente, no le veo el sentido.
- Y yo sigo sin ver la relación con las ronchas - apuntó Arthur.
Ford notaba que se le escapaban las riendas de la conversación y se negó a que en aquel momento le desviaran del tema.
- El caso es - siseó - que no somos gente obsesiva y no tenemos la menor posibilidad de...
- A no ser por tu súbita obsesión por las ronchas - insistió Arthur -, que todavía sigo sin entender.
- ¿Querrías olvidarte de las ronchas, por favor?
- Lo haré, si quieres - dijo Arthur -. Tú has sacado el tema a relucir.
- Ha sido una equivocación - confesó Ford -, olvídalo. El caso es...
Se inclinó hacia adelante y apoyó la frente en la punta de los dedos.
- ¿De qué estaba hablando? - preguntó cansadamente.
- Sea por la razón que sea, vayamos a la fiesta - dijo Slartibartfast poniéndose en pie y meneando la cabeza.
- Me parece que eso era lo que intentaba decir - dijo Ford.
Por alguna razón misteriosa, los cubículos teletransportadores estaban en el cuarto de baño.
El viaje a través del tiempo se considera cada vez más como una amenaza. La Historia está contaminándose.
La Enciclopedia Galáctica tiene mucho que decir sobre la teoría y la práctica de los viajes por el tiempo, la mayor parte de lo cual resulta incomprensible para todo aquel que no haya pasado al menos cuatro vidas estudiando hipermatemáticas avanzadas, y como esto era imposible de hacer antes que se inventaran los viajes a través del tiempo, existe cierta confusión sobre el modo en que en principio se llegó a tal idea. Una explicación racional a este problema consiste en que, por su propia naturaleza, los viajes a través del tiempo se descubrieron de manera simultánea en todos los períodos de la historia; pero esto, claramente, no es más que faramalla.
Lo malo es que, en estos momentos, buena parte de la historia tampoco es más que palabrería.
Ahí va un ejemplo. A ciertas personas quizá no les parezca tan importante, pero otras lo considerarán crucial. No hay duda de que es significativo en el sentido de que ese único acontecimiento ocasionó que la Campaña del Tiempo Real se pusiera en marcha en primer lugar (¿o fue en último? Depende del sentido en que se mire la historia viva, y ésa también es una cuestión cada vez más debatida).
Hay, o había, un poeta. Se llamaba Lallafa, y escribió lo que por toda la Galaxia se consideraron como los poemas más bellos conocidos, los Cánticos de la tierra larga.
Son/eran maravillosos, inefables. Es decir, no se podía hablar mucho de ellos sin sentirse tan abrumado de emoción, de verdad y de la sensación de totalidad e individualidad de las cosas, que no necesitaría en seguida un rápido paseo alrededor de la manzana, haciendo quizá al volver una pausa para tomar rápidamente un vaso de perspectiva con soda. Así de buenos eran.
Lallafa habitaba en los bosques de las Tierras Largas de Effa. Allí vivió, y allí escribió sus poemas. Los anotaba en las caras de hojas secas de habrá, sin las ventajas de la educación o del líquido corrector. Escribió acerca de la luz en el bosque y de sus ideas al respecto. Escribió sobre la oscuridad en el bosque y sobre lo que eso le parecía. Escribió sobre la chica que le abandonó y lo que pensaba precisamente de ello.
Mucho después de su muerte se encontraron sus poemas, que causaron sensación. Noticias acerca de ellos se esparcieron como la luz de la mañana. Durante siglos iluminaron y regaron las vidas de mucha gente que, de otro modo, habría vivido de forma más oscura y estéril.
Entonces, poco después de la invención de los viajes a través del tiempo, unos grandes fabricantes de liquido corrector se preguntaron si sus poemas no habrían sido mejores si hubiera dispuesto de un líquido corrector de alta calidad, y si no se le habría convencido para que dijera unas palabras en ese sentido. Viajaron por las olas del tiempo, le encontraron, le explicaron la situación - con cierta dificultad - y lograron persuadirle. En realidad le convencieron hasta tal punto, que en sus manos se hizo sumamente rico, y la chica sobre la cual estaba destinado a escribir con mucha precisión nunca llegó a abandonarlo; de hecho, ambos se trasladaron del bosque a una bonita casa en el pueblo, y él viajaba con frecuencia al futuro para hacer entrevistas en las que brillaba su ingenio.
Nunca pudo escribir poemas, claro está, lo que constituyó un problema que se resolvió fácilmente. Los fabricantes de líquido corrector se limitaron a enviarle fuera una semana con un ejemplar de una edición reciente de su libro y un rimero de hojas de hadra secas para que lo copiara en ellas, haciendo de paso la extraña operación de equivocarse a propósito y corregir los errores.
De pronto, mucha gente dice ahora que los poemas no valen nada. Otros aducen que son exactamente los mismos de siempre, de manera que ¿qué ha cambiado en ellos? Los primeros dicen que lo importante no es eso. No están enteramente seguros de qué es lo importante, pero están convencidos de que eso no lo es. Iniciaron la Campaña del Tiempo Real para evitar que ese tipo de cosas siguiera adelante. Sus argumentos se vieron considerablemente reforzados por el hecho de que una semana después de que la hubieran empezado, saltó la noticia de que no sólo habían derribado la gran Catedral de Chalesm con el fin de construir una nueva refinería de iones, sino que la construcción de la refinería había durado tanto tiempo y había tenido que retrotraerse tanto en el pasado para que la producción de iones empezara a tiempo, que la Catedral de Chalesm ya se iba a quedar sin construirse nunca. De repente, las postales de la Catedral se hicieron enormemente valiosas.
De modo que buena parte de la historia ya ha desaparecido para siempre. La Campaña en pro de Cronómetros reales afirma que, así como un viaje agradable elimina las diferencias entre un país y otro, y entre un mundo y otro, del mismo modo el viaje por el tiempo anula las diferencias entre una era y otra. «El pasado», dicen, «es ahora como un país extranjero. Allí hacen las cosas exactamente igual».
Arthur se materializó, y lo hizo con los gestos habituales, tambaleándose y palpándose la garganta, el corazón y los diversos miembros en que aún se complacía siempre que le sobrevenía una de aquellas aborrecibles y penosas materializaciones a las que decidió firmemente no acostumbrarse.
Miró alrededor buscando a los demás.
No estaban.
Volvió a mirar en torno buscando a los otros.
Seguían sin estar allí. Cerró los ojos.
Los abrió.
Echó una ojeada por si los veía. Persistían obstinadamente en su ausencia.
Volvió a cerrar los ojos, preparándose a repetir de nuevo aquel ejercicio inútil, y sólo entonces, cuando bajó los párpados, su cerebro empezó a percibir lo que sus ojos habían mirado mientras estuvieron abiertos; una expresión perpleja afloró a su rostro.
Así que abrió los ojos de nuevo para comprobar los hechos y en su gesto persistió la duda.
Si acaso, se incrementó, afianzándose bien. Si se trataba de una fiesta, era muy mala; tanto, que todos los demás se habían marchado. Abandonó por ocioso tal razonamiento.
Evidentemente, aquello no era una fiesta. Era una cueva, o un laberinto o un túnel de algo; no había luz suficiente para saberlo. Todo era oscuridad, húmeda y viscosa. El único rumor era el de su propia respiración, que parecía preocupada. Tosió muy levemente y luego hubo de escuchar el tenue y fantasmal eco de su voz perdiéndose entre corredores sinuosos y cámaras invisibles, como de un gran laberinto, para volver finalmente a él por los mismos pasillos desconocidos, como si dijera: «...¿Sí?».
Eso ocurría con cada ruidito que hacía, y le ponía nervioso. Trató de tararear una melodía alegre, pero cuando el sonido volvió a él se había convertido en una salmodia fúnebre y dejó de cantar.
De pronto su cabeza se llenó de imágenes de la historia que le había contado
Slartibartfast. Casi esperaba ver que robots blancos de aspecto mortífero aparecieran en silencio de entre las sombras para matarlo. Contuvo el aliento. No lo hicieron. Volvió a respirar. No sabía qué esperar.
Sin embargo, había algo o alguien que le esperaba a él, pues en aquel momento se encendió en la distancia oscura un letrero de neón verde.
Decía, silencioso: TE HAN DESVIADO.
Se extinguió de un modo que no fue del todo del agrado de Arthur. Se apagó con una especie de floreo desdeñoso. Arthur intentó entonces convencerse de que aquello no había sido más que una ridícula jugarreta de su imaginación. Un letrero de neón o está encendido o apagado, según pase o no pase la electricidad por él. No había manera, dijo para sí, de que pudiese efectuar la transición de un estado a otro con un mohín de desprecio. Se abrazó firmemente apretándose la bata y, a pesar de todo, se estremeció.
Al fondo, la luz de neón se iluminó súbitamente exhibiendo, de modo desconcertante, tres puntos y una coma. Así:...,
Sólo que en verde.
Tras mirarlo perplejo durante unos instantes, Arthur comprendió que trataba de indicar que había más, que la frase no estaba completa. Y lo intentaba con una pedantería sobrehumana, reflexionó. O al menos, con pedantería inhumana.
La frase se terminó con estas dos palabras:
ARTHUR DENT.
Trastabilló. Se dominó para lanzarle otra mirada atenta. Seguía diciendo ARTHUR DENT, de modo que volvió a tambalearse. Una vez más, el letrero se apagó y le dejó parpadeando en la oscuridad; la imagen en rojo de su nombre le saltaba en la retina.
BIENVENIDO, dijo de pronto el letrero.
Al momento, añadió: NO CREO.
El miedo, frío como una piedra, había acechado a Arthur durante todo el rato, esperando su oportunidad; la reconoció en ese momento y saltó sobre él. Arthur repelió el ataque. Cayó agachado, en una especie de postura de alerta que una vez vio hacer a alguien en la televisión; pero ese alguien debía de tener rodillas más fuertes. Miró a la oscuridad con aire inquisitivo.
- Eh, ¿oiga? - dijo.
Carraspeó y lo repitió, en voz más alta y sin el «Eh». A cierta distancia, pareció como si alguien empezara a tocar un bombo por el pasillo.
Escuchó unos segundos más y notó que no era su corazón, era alguien que tocaba el bombo por el corredor.
Perlas de sudor se formaron en su frente, se tensaron y saltaron. Puso una mano en el suelo para apoyar su postura de alerta, que no resistía muy bien. El letrero volvió a cambiar. Decía:
NO TE ALARMES. Tras una pausa, añadió:
ASÚSTATE MUCHO, ARTHUR DENT.
Se apagó de nuevo. Una vez más le dejó en la oscuridad. Parecía que los ojos se le iban a salir de las órbitas. No estaba seguro de si era porque intentaban ver con más claridad, o porque sencillamente querían marcharse en ese momento.
- ¿Oiga? - repitió, esta vez tratando de poner una nota de firme agresividad -. ¿Hay alguien ahí?
No hubo respuesta, nada.
Eso puso más nervioso a Arthur que si le hubieran contestado, y empezó a retroceder de la pavorosa nada. Y cuanto más reculaba, más asustado estaba. Al cabo de un rato comprendió que era por todas las películas que había visto en que el protagonista retrocede cada vez más de un terror imaginario que se le presenta por delante, sólo para tropezar con él por detrás.
Entonces se le ocurrió volverse de pronto con mucha rapidez. Sólo sombras.
Eso le puso nervioso de veras y retrocedió; esta vez en el sentido en que había venido.
Tras dedicarse a eso durante un rato, de pronto se le ocurrió que ahora retrocedía hacia aquello de lo que en principio reculaba, y volvió atrás.
No pudo dejar de pensar que aquello era una tontería. Resolvió que estaría mejor retrocediendo en el sentido en que lo había hecho en un principio, y se dio la vuelta otra vez.
Resultó que su segundo impulso era el acertado, porque detrás de él había un monstruo horroroso e indescriptible. Arthur dio un respingo mientras su piel intentaba saltar a un lado y su esqueleto a otro, con el cerebro tratando de averiguar cuál de sus orejas tenía más ganas de largarse.
- Apuesto a que no esperabas verme otra vez - dijo el monstruo.