La vida instrucciones de uso (10 page)

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Authors: Georges Perec

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Smautf localizaba cuidadosamente el sitio apuntando su referencia en un registro ad hoc. Al día siguiente, Bartlebooth hacía una visita al cónsul de Inglaterra, si lo había en el lugar o en sus inmediaciones, o a alguna otra notabilidad local. Dos días después se marchaban. A veces se modificaba ligeramente este programa debido a la distancia de las etapas, pero por lo general se respetaba escrupulosamente.

No iban forzosamente al puerto más cercano. Según las comodidades del transporte, podían volver sobre sus pasos o dar considerables rodeos. Por ejemplo, fueron en ferrocarril de Bombay a Bandar; después cruzaron el golfo de Bengala hasta las islas Andamán; retrocedieron hasta Madrás, desde donde se dirigieron a Ceylán y de allí a Malaca, Borneo y las Célebes. En vez de ir directamente de las Célebes a Puerto Princesa, en la isla de Palawan, fueron antes a Mindanao, luego a Luzón y subieron hasta Formosa, antes de bajar de nuevo hacia Palawan.

Se puede decir, no obstante, que exploraron los continentes uno después de otro. Tras visitar gran parte de Europa entre 1935 y 1937, saltaron a África y le dieron la vuelta en el sentido de las agujas de un reloj de 1938 a 1942; pasaron de África a América del Sur (1943-1944), a América Central (1945), a América del Norte (1946-1948) y, por último, a Asia (1949-1951). En 1952 recorrieron Oceanía, en 1953 el océano Índico y el mar Rojo. El último año cruzaron Turquía y el mar Negro, entraron en la URSS, siguieron hasta Dudinka, más allá del círculo polar, en la desembocadura del Yeniséi, atravesaron los mares de Kara y Barents a bordo de un ballenero y desde el cabo Norte bajaron costeando los fiordos escandinavos, antes de concluir su largo periplo en Brouwershaven.

Las circunstancias históricas y políticas —la segunda guerra mundial y todos los conflictos locales que la precedieron y la siguieron entre 1935 y 1954: Etiopía, España, India, Corea, Palestina, Madagascar, Guatemala, África del Norte, Chipre, Indonesia, Indochina, etc.— no tuvieron prácticamente influencia alguna en sus viajes, salvo que hubieron de esperar varios días en Hong-Kong un visado para Cantón, y que estalló una bomba en su hotel cuando se hallaban en Port-Said. La carga era de poca potencia y sus baúles no sufrieron casi ningún desperfecto.

Bartlebooth regresó de sus viajes casi con las manos en los bolsillos: sólo había viajado para pintar sus quinientas acuarelas y se las había ido enviando a Winckler a medida que las hacía. Smautf, en cambio, reunió tres colecciones —sellos para el hijo de la señora Claveau, etiquetas de hoteles para Winckler y tarjetas postales para Valène— y se trajo tres objetos que están ahora en su cuarto.

El primero es un magnífico cofre de barco, hecho con madera blanda de árbol de coral (pterocarpio gumífero, precisa él), que lleva herrajes de cobre. Se lo compró a un shipchandler de San Juan de Terranova y lo confió a un barco pesquero que lo trajo a Francia.

El segundo es una escultura curiosa: una estatua de basalto de la Diosa Madre tricéfala, de unos cuarenta centímetros de altura. La adquirió en las Seychelles a cambio de otra escultura, igualmente tricéfala, pero de una concepción totalmente distinta: era un crucifijo en el que estaban clavadas tres figurillas con el mismo perno: un niño negro, un majestuoso anciano y una paloma de tamaño natural. La había encontrado en el zoco de Agadir y el hombre que se la había vendido le había explicado que eran las figuras móviles de la Trinidad y que cada año «se subía encima» una de las tres. Entonces el primero era el Hijo, y el Espíritu Santo (casi invisible) quedaba pegado a la cruz. El objeto era muy voluminoso pero podía fascinar mucho tiempo a una mente tan particular como la de Smautf. Por eso lo compró sin regatear y lo llevó consigo desde 1939 hasta 1953. Al día siguiente de su llegada a las Seychelles entró en un bar: lo primero que vio fue la estatua de la Diosa Madre, puesta en el mostrador entre una coctelera toda abollada y un vaso lleno de banderitas y varillas para agitar el champán que tenían forma de báculos en miniatura. Su estupefacción fue tan grande que corrió a su hotel, regresó con el crucifijo y entabló una larga conversación en
pidgin english
con el barman malayo sobre la casi imposibilidad estadística de encontrar dos veces en catorce años dos estatuas de tres cabezas; al término de su conversación, Smautf y el barman se juraron una amistad indefectible que quedó concretizada con el intercambio de sus respectivas obras de arte.

El tercer objeto es un grabado grande, una especie de estampa de Epinal
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. La encontró en Bergen el último año de sus peregrinaciones. Representa un niño que recibe en premio un libro de manos de un viejo dómine. El niño tiene siete u ocho años; viste chaqueta de paño azul celeste y pantalón corto y calza escarpines de charol; lleva la frente ceñida con una corona de laurel; sube las tres gradas de un estrado de madera adornado con plantas de interior. El anciano va con toga. Tiene una larga barba gris y gasta lentes con montura de acero. En la mano derecha lleva una regla de boj y en la izquierda un grueso infolio encuadernado en rojo en el que se lee
Erindringer fra en Reise i Skotland
(es, según supo Smautf, la relación del viaje que hizo el pastor danés Plenge a Escocia durante el verano de 1859). Cerca del maestro se halla una mesa cubierta con un tapete verde en la que hay más libros, un globo terrestre y una partitura de música abierta de formato italiano. Una estrecha placa de cobre grabado, fijado en el marco de madera de la lámina, indica su título, sin relación manifiesta con la escena representada:
Laborynthus
.

A Smautf le hubiera gustado ser aquel buen alumno premiado. Su pesar por no haber podido estudiar se convirtió con los años en una pasión enfermiza por las cuatro reglas. Muy al principio de sus viajes había visto en un gran music-hall de Londres un calculador prodigio y durante los veinte años de su vuelta al mundo, leyendo y releyendo un viejo tratado astroso de pasatiempos matemáticos y aritméticos que había descubierto en una librería de viejo de Inverness, se aficionó al cálculo mental y, a su regreso, era capaz de sacar raíces cuadradas o cúbicas de números de nueve cifras con relativa rapidez. Cuando ya le empezaba a resultar aquello demasiado fácil, le entró un frenesí por las factoriales: 1! = 1;  2! = 2;  3! = 6;  4! = 24;  5! = 120;  6! = 720;  7! = 5.040;  8! = 40.320; 9! = 362.880;  10! = 3.628.800;  11! = 39.916.800;  12! = 479.001.600;  […];  22! = 1.124.000.727.777.607.680.000, o sea más de mil millones de veces setecientos diecisiete mil millones.

Smautf anda actualmente por el 76, pero ya no encuentra papel de formato suficientemente grande; y, aunque lo encontrara, no habría mesa bastante larga para extenderlo. Cada vez tiene menos seguridad en sí mismo, por lo que siempre está repitiendo sus cálculos. Morellet intentó desanimarlo años atrás diciéndole que el número que se escribe , o sea, nueve elevado a nueve elevado a nueve, que es el número mayor que se puede escribir usando sólo tres cifras, tendría, si se escribiera entero, trescientos sesenta y nueve millones de cifras; a razón de una cifra por segundo, se tardaría once años en escribirlo; y, calculando dos cifras por centímetro, tendría mil ochocientos kilómetros de largo. A pesar de lo cual Smautf siguió alineando columnas y más columnas de cifras en dorsos de sobres, márgenes de cuadernos y papeles de envolver carne.

Smautf tiene ahora cerca de ochenta años. Bartlebooth le propuso que se jubilara hace ya mucho tiempo, pero se ha negado siempre a hacerlo. La verdad es que tiene poco trabajo. Por la mañana prepara la ropa de Bartlebooth y lo ayuda a vestirse. Lo afeitaba hasta hace cinco años —con un machete que había pertenecido a un abuelo de Bartlebooth—, pero ve muy mal y ha empezado a temblarle el pulso, por lo que ha sido sustituido por un oficial del señor Pois, el peluquero de la calle de Prony, que sube a su piso todas las mañanas.

Bartlebooth no se mueve ya de casa; casi no sale de su despacho en todo el día. Smautf permanece en el cuarto contiguo, con los demás criados, que no tienen mucho más trabajo que él y se pasan el tiempo jugando a los naipes y hablando del pasado.

Smautf pasa muchos ratos en su habitación. Intenta avanzar un poco en sus multiplicaciones; para entretenerse, hace crucigramas, lee novelas policiacas que le presta la señora Orlowska o acaricia durante horas y horas el gato blanco que runrunea mientras afila sus garras en las rodillas del anciano.

El gato blanco no es de Smautf sino de toda la planta. De vez en cuando se va a vivir con Jane Sutton o con la señora Orlowska o se baja a la vivienda de Isabelle Gratiolet o a la de la señorita Crespi. Vino hace tres o cuatro años por el tejado. Tenía una herida ancha en el cuello. La señora Orlowska lo recogió y lo curó. Se dieron cuenta de que tenía los ojos de colores diferentes: uno era azul como una porcelana china y el otro dorado. Un poco más tarde se dieron también cuenta de que estaba completamente sordo.

Capítulo XVI
Habitaciones de servicio, 6
La señorita Crespi

La vieja señorita Crespi está en su habitación, en el séptimo, entre la vivienda de Gratiolet y la habitación de servicio de Hutting.

Está echada en su cama, arropada con una manta de lana gris. Está soñando: frente a ella, en el umbral de la puerta, se yergue un sepulturero cuyos ojos brillan de odio; con la mano derecha medio levantada tiende una cartulina rectangular de cenefa negra. Con la mano izquierda sostiene un cojín redondo en el que están puestas dos medallas; una de ellas es la de la Cruz de los Héroes de Stalingrado.

A su espalda, detrás de la puerta, se extiende un paisaje alpestre: un lago rodeado de bosques, cuya superficie está helada y cubierta de nieve; en su orilla más lejana parecen encontrarse los planos inclinados de las montañas y más lejos se escalonan los picos nevados en el azul del cielo. En primer término, tres personajes trepan por un sendero que conduce a un cementerio en el centro del cual surge de un macizo de laureles y aucubas una columna rematada por un pilón de ónice.

Capítulo XVII
En la escalera, 2

Por la escalera pasan las sombras furtivas de aquellos que un día vivieron en la casa.

Se acordaba de Marguerite, de Paul Hébert y de Laetizia, y de Emilio, del talabartero, y de Marcel Appenzzell (con dos «z», a diferencia del Cantón y del queso); se acordaba de Grégoire Simpson, y de la misteriosa americana, y de la poco amable señora Araña; se acordaba del caballero de los zapatos amarillos, con su clavel en el ojal y su bastón con puño de malaquita, que durante diez días había ido diariamente a la visita del doctor Dinteville; se acordaba del señor Jérôme, el catedrático de historia que había escrito un
Diccionario de la Iglesia española en el siglo XVII
rechazado por 46 editores; se acordaba del joven estudiante que había ocupado durante unos meses la habitación en la que ahora vivía Jane Sutton, y a quien habían despedido del restaurante vegetariano donde trabajaba de noche por haberlo sorprendido mientras vaciaba una botella grande de
viandox
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en la olla del caldo vegetal; se acordaba de Troyan, el librero de viejo que tenía su tienda en la calle Lepic y que un día había encontrado en un lote de novelas policiacas tres cartas de Víctor Hugo a su editor belga, Henri Samuel, que hacían referencia a la publicación de
Los castigos
; se acordaba de Berloux, el alcalde de barrio, un imbécil quisquilloso de boina y blusa gris que vivía dos números más arriba y que, una mañana de 1941, en virtud de una extraña ordenanza de la Defensa Pasiva, había mandado instalar en el portal y en el patinillo donde se guardaban los cubos de la basura unos toneles llenos de arena, que nunca habían servido para maldita la cosa; se acordaba de los tiempos en que el presidente Danglars ofrecía grandes recepciones a sus colegas de la Audiencia territorial; aquellos días estaba de centinela delante de nuestra puerta una pareja de la guardia republicana con uniforme de gala; se adornaba el portal con grandes macetas de aspidistras y filodendros y se instalaba un guardarropa a la izquierda del ascensor, una larga barra de metal montada sobre ruedas y equipada de perchas, que poco a poco iba llenando la portera de pieles de visón, marta cibelina, breitschwanz y astracán y grandes redingotes con cuello de nutria. Aquellos días la señora Claveau se ponía su vestido negro con cuello de blonda y se sentaba en una silla
regency
(alquilada al repostero con las perchas y las plantas de interior) junto a un velador de mármol donde ponía su caja de contraseñas, una caja de metal cuadrada y adornada con pequeños Cupidos que llevaban arcos y flechas, un cenicero amarillo que exaltaba las excelencias de la Oxygenée Cusenier (blanca o verde) y un platillo provisto de antemano de unas cuantas monedas de cinco francos.

Era el inquilino más antiguo de la casa. Más antiguo que Gratiolet, cuya familia había sido propietaria de toda la finca, pero que no había vivido en ella hasta la guerra, unos años antes de heredar lo que quedaba, cuatro o cinco pisos de los que se había ido desprendiendo hasta quedarse sólo con su pequeña vivienda de dos habitaciones en el séptimo; más antiguo que la señora Marquiseaux, cuyos padres ya vivían en el piso, en el que prácticamente había nacido, cuando él ya llevaba casi más de treinta años en la casa; más antiguo que la vieja señorita Crespi, que la vieja señora Moreau, que los Beaumont, que los Marcia y los Altamont. Más antiguo incluso que Bartlebooth; se acordaba justamente de aquel día de mil novecientos veintinueve en que, al final de su clase diaria de acuarela, le había dicho el joven, —pues en la época era un joven: aún no había cumplido treinta años—:

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