La vida instrucciones de uso (8 page)

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Authors: Georges Perec

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Durante la guerra, la fábrica dejó de conseguir materias primas de calidad suficiente y tuvo que cerrar. La señora Hourcade pasó muchas penalidades hasta que tuvo la suerte de colocarse en una gran ferretería de la avenida de Ternes. Le debió de gustar aquel trabajo, ya que siguió en el establecimiento tras la Liberación, incluso cuando se volvió a abrir la fábrica y le ofrecieron su antigua colocación.

Se jubiló a comienzos de los setenta y se fue a vivir a una casita que tenía en las afueras de Montargis. Lleva una vida retirada y tranquila; una vez al año contesta a la felicitación que le manda la señorita Crespi.

Sus sucesores en el piso se llaman los Réol. Entonces eran una pareja con un niño de tres años. A los pocos meses de vivir en la casa, pusieron en la vidriera de la portería una participación de boda que anunciaba la suya. La señora Nochère hizo una colecta en la escalera para hacerles un regalo, pero sólo llegó a reunir 41 francos.

Los Réol estarán en su comedor y habrán terminado de cenar. Encima de la mesa habrá una botella de cerveza pasteurizada, las sobras de un pastel de Saboya, en el que estará clavado aún el cuchillo, un frutero de cristal tallado con un surtido de frutos secos: ciruelas pasas, almendras, nueces, avellanas, uvas pasas de Esmirna y de Corinto, higos y dátiles.

La joven esposa, de puntillas junto a un aparador estilo Luis XIII, alarga los brazos para alcanzar, en el anaquel más alto del mueble, una fuente de loza decorada con un paisaje romántico: inmensos prados rodeados de cercas y cortados por oscuros bosques de pinos y arroyuelos salidos de madre que forman lagos y, en lontananza, una casona estrecha y alta con un balcón y un tejado truncado en el que está posada una cigüeña.

El hombre lleva un jersey de lunares. Tiene un reloj de bolsillo en la mano izquierda y lo mira, al tiempo que, con la mano derecha, pone a la hora las manecillas de un gran reloj de péndulo tipo Early American, en el que está esculpido un grupo de Negro Minstrels: unos diez músicos con chistera, chaqué y corbata de pajarita que tocan diversos instrumentos de viento, banjos y shuffleboard.

Las paredes están tapizadas con tela de yute. No hay ningún cuadro, ninguna reproducción en ellas, ni siquiera el calendario de los carteros. El niño —hoy cumple ocho años— está agachado en una estera de paja muy fina. Lleva en la cabeza una especie de gorro de piel roja. Juega con una pequeña peonza zumbadora que tiene unos pájaros dibujados; cuando se para la peonza, da la impresión de que los pájaros mueven las alas. A su lado, en un tebeo, se ve un joven alto con melena que viste un jersey azul a franjas blancas; va montado en un asno. En el bocadillo que le sale al asno de la boca —porque es un asno que habla— se puede leer: «El que quiere hacer el asno, hace el burro.»
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Capítulo XIII
Rorschash, 1

El vestíbulo del gran dúplex ocupado por los Rorschash. No hay nadie. Las paredes están esmaltadas de blanco; en el suelo hay losas de lava gris. Un solo mueble, en el centro: un gran escritorio imperio, cuyo fondo está provisto de cajones separados por columnitas de madera que forman un pórtico central en el que está empotrado un reloj cuyo elemento escultórico representa una mujer desnuda tendida junto a una pequeña cascada. En el centro del mueble destacan dos objetos: un racimo de uvas cada grano del cual es una delicada esfera de vidrio soplado y una estatuilla de bronce que representa un pintor, de pie, junto a un gran caballete, adelantando el torso y echando ligeramente la cabeza hacia atrás; lleva bigotes largos y afilados y una cabellera rizada que le cae sobre los hombros. Viste un ancho jubón y tiene la paleta en una mano y un largo pincel en la otra.

En la pared del fondo, un gran dibujo a pluma representa al propio Rémi Rorschash. Es un anciano de estatura alta, seco, con cabeza de pájaro.

La vida de Rémi Rorschash, tal como la cuenta él en un tomo de recuerdos, escrito lisonjeramente por un especialista en el género, ofrece una mezcla dolorosa de audacias y errores. Empezó su carrera al final de la guerra del catorce haciendo imitaciones de Max Linder y los cómicos americanos en un music-hall de Marsella. Alto y flaco, con una mímica melancólica y contrita que podía recordar efectivamente a Keaton, Lloyd o Laurel, tal vez se hubiera abierto camino de no haberse adelantado unos diez años a su época. Entonces estaban de moda los cómicos cuarteleros y, mientras la multitud aclamaba a Fernandel, Gabin o Préjean, a quienes el cine haría pronto famosos, «Harry Cover» —era el nombre que había elegido— vegetaba en una triste indigencia y cada vez le costaba más llegar a colocar sus números. La guerra reciente, la Unión Sagrada,
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la Cámara azul horizonte
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le sugirieron entonces la idea de formar un grupo especializado en marcialidades populares: lanceros, Madelon
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y las consabidas Sambre y Meuse.
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Lo vemos en una foto de la época con su orquesta, «Albert Préfleury y sus alegres guripas», muy chulo, quepi fantasía ladeado, guerrera con anchos alamares y polainas sin una arruga. El éxito fue indiscutible, pero duró unas semanas. La invasión del paso doble, el fox-trot, la biguine y otros bailes exóticos oriundos de las tres Américas y otros lugares le cerró las puertas de dancings y bailes de barrio, y sus encomiables intentos de reconversión («Barry Jeferson and His Hot Pepper Seven», «Paco Domingo y los tres Caballeros», «Fedor Kowalski y sus Magiares de la Estepa», «Alberto Sforzi y sus Gondoleros») acabaron siendo otros tantos fracasos. Es cierto, recuerda a este respecto, que sólo cambiaban los nombres y los sombreros: el repertorio era prácticamente el mismo; se contentaban con modificar un poco el ritmo, sustituir una guitarra por una balalaika, un banjo o una mandolina y añadir, según los casos, unos cuantos «
Baby
»,
«¡Ole
!», «
Tovaritch
», «
mio amore
» o «
corazón
» significativos.

Poco después, asqueado, decidido a renunciar a cualquier carrera artística, pero sin querer abandonar el mundo del espectáculo, se hizo empresario de un acróbata, un trapecista, al que habían hecho rápidamente famoso dos particularidades: la primera era su extremada juventud —no había cumplido aún doce años cuando lo conoció Rorschash—; la segunda, su facilidad para permanecer horas seguidas subido en el trapecio. El público corría a los music-halls y a los circos donde actuaba para verlo no sólo ejecutar sus ejercicios sino dormir la siesta, lavarse, vestirse y tomarse una taza de chocolate en la estrecha barra del trapecio, a treinta o cuarenta metros del suelo.

Su asociación fue próspera al principio y todas las grandes capitales de Europa, África del Norte y Cercano Oriente aplaudieron aquellas extraordinarias proezas. Pero, a medida que el trapecista se hacía mayor, se volvía más exigente. Impulsado al principio sólo por la ambición de perfeccionarse y luego por un hábito que se había hecho tiránico, había organizado su vida para poder permanecer en el trapecio día y noche, todo el tiempo que trabajara en un mismo local. Había siempre subalternos que se turnaban para satisfacer todas sus necesidades, muy reducidas por lo demás; esperaban al pie del trapecio y subían o bajaban todo aquello que necesitaba el artista en unos recipientes fabricados especialmente para ello. Aquel tipo de vida no creaba verdaderas dificultades a los demás; tan sólo molestaba un poco durante los otros números del programa; no se podía ocultar que el trapecista se había quedado arriba, y el público, aunque solía estar muy quieto, dejaba escapar alguna que otra mirada hacia el artista. Pero la dirección no se lo tenía en cuenta: era un acróbata extraordinario al que habría sido absolutamente imposible sustituir. Además, reconocía sin reparos que, si vivía de aquel modo, no era por fastidiar; sólo así podía mantenerse siempre en forma y dominar su arte a la perfección.

El problema era más difícil de resolver cuando expiraban los contratos y el trapecista debía trasladarse a otra ciudad. El empresario no escatimaba nada para abreviar al máximo sus sufrimientos; en los núcleos urbanos se usaban coches de carreras; circulaban a toda velocidad de noche o al rayar el día por las calles desiertas; pero siempre iban demasiado despacio para la impaciencia del artista; en el tren reservaban un compartimento entero, donde podía intentar vivir un poco como en su trapecio y dormir sobre la red; en el lugar de destino se instalaba el trapecio mucho antes de la llegada del acróbata; se mantenían abiertas todas las puertas y despejados todos los pasillos para que, sin perder un solo instante, pudiera regresar a sus alturas. Escribe Rorschash: «Cuando le veía poner el pie en la escalera de cuerda, trepar como un rayo y encaramarse por último en lo alto, vivía siempre uno de los momentos más bellos de mi vida».

Pero, ¡ay!, llegó un día en que el trapecista se negó a bajar. Acababa de terminar su actuación en el Gran Teatro de Livourne y había de salir en automóvil para Tarbes aquella misma noche. A pesar de las súplicas de Rorschash y del director del music-hall, a las que pronto se sumaron los gritos cada vez más exaltados del resto de la compañía, de los músicos, los empleados y técnicos del teatro y del público que había empezado a salir, pero se había detenido y había vuelto atrás al oír todos aquellos clamores, el acróbata cortó orgullosamente la cuerda que le habría permitido bajar y empezó a ejecutar con ritmo cada vez más rápido una sucesión ininterrumpida de grandes soles. Duró dos horas aquella última proeza y provocó cincuenta y tres desmayos en la sala. Tuvo que intervenir la policía. Desoyendo las advertencias de Rorschash, los agentes trajeron una escalera de bomberos de las mayores y empezaron a subir por ella. No llegaron ni a su mitad: el trapecista abrió las manos y, con un prolongado alarido, fue a estrellarse contra el suelo al término de una impecable parábola.

Cuando hubo indemnizado a los directores que desde hacía meses se disputaban al acróbata, le quedó a Rorschash alguna liquidez que decidió invertir en negocios de exportación e importación. Compró todo un lote de máquinas de coser y las llevó hasta Aden, esperando cambiarlas por perfumes y especias. Lo disuadió un comerciante a quien había conocido durante la travesía y que acarreaba, por su parte, diversas piezas y utensilios de cobre, desde balancines de válvulas hasta espirales de alambique pasando por los cedazos de perlas, las sartenes de saltear y las besugueras. Aquel comerciante le explicó que el tráfico de las especias, y en general todo lo relativo a los intercambios entre Europa y Oriente Medio, estaba rigurosamente controlado por unos cuantos trusts angloárabes que, para conservar su monopolio, no vacilaban en recurrir a la eliminación física de cualquier competidor. Mucho menos vigilado, en cambio, estaba el comercio entre Arabia y el África negra, que ofrecía la oportunidad de hacer pingües negocios. Particularmente el tráfico de los cauríes. Como es sabido, estas pechinas sirven aún de moneda en los intercambios comerciales de numerosas poblaciones africanas e indias. Pero se ignora, y ahí estaba el negocio, que existen varias clases de cauríes, distintamente apreciadas según las tribus. Así, los cauríes del mar Rojo (
Cyproea turdus
) son extraordinariamente valorados en las Comores, donde sería fácil trocarlos por cauríes indios (
Cyproea caput serpentis
) al cambio francamente favorable de quince caput serpentis por un turdus. Ahora bien, no lejos de allí, en Dar es-Salam, la cotización de los caput serpentis no para de subir y no es difícil ver transacciones sobre la base de un caput serpentis por tres
Cyproea moneta
. Esta tercera especie de caurí se llama comúnmente moneda-caurí; baste con decir que es negociable casi en todas partes; pero en África Occidental, en Camerún y en Gabón sobre todo, se valora tanto que algunas tribus llegan incluso a pagarla a peso de oro. No era imposible que, contando todos los gastos, llegaran a doblar el capital inicial. A Rorschash, que no tenía madera de explorador, le tentaba poco aquel negocio, pero las promesas del comerciante lo impresionaron lo bastante como para aceptar sin ningún titubeo la proposición de formar sociedad que le formuló aquél cuando desembarcaron en Aden.

Las transacciones se realizaron exactamente tal como había previsto el negociante. En Aden no tuvieron dificultad en cambiar su cargamento de cobre y máquinas de coser por cuarenta cajas de Cyproea turdus. Al dejar las Comores, llevaban ochocientas cajas de caput serpentis, sin haber tenido más problema que el de encontrar madera para tantas cajas. En Dar es-Salam fletaron una caravana de doscientos cincuenta camellos para cruzar el Tanganika con sus mil novecientas cuarenta cajas de moneda-caurí; llegaron al gran río Congo y lo siguieron hasta casi su desembocadura en cuatrocientos setenta y cinco días, de los cuales doscientos veintiuno fueron de navegación, ciento treinta y siete de transbordos ferroviarios, veinticuatro de transbordos a hombro y noventa y tres de espera, descanso, inactividad forzosa, negociaciones, conflictos administrativos, incidentes y dificultades diversas, lo cual no dejó de constituir por cierto un récord considerable.

Hacía algo más de dos años y medio que habían desembarcado en Aden. Pero ignoraban —¡cómo demonio iban a saberlo!— que, en el mismo momento de su llegada a Arabia, salía de Camerún otro francés, llamado Schlendrian, después de infestarlo de moneda-caurí procedente de Zanzíbar, con lo que había provocado una depreciación inevitable en toda el África Occidental. Los cauríes de Rorschash y de su socio no sólo ya no eran negociables, sino que se habían hecho peligrosos: las autoridades coloniales francesas consideraron con razón que la puesta en circulación de setecientos millones de pechinas —más del treinta por ciento de la masa global de cauríes que servían en los intercambios comerciales de toda el África Occidental Francesa (A.O.F.)— iba a desencadenar una catástrofe económica sin precedentes (los simples rumores que corrieron provocaron perturbaciones en los precios de los productos coloniales, perturbaciones en las que algunos economistas coinciden en ver una de las causas principales del crac de Wall Street): se confiscaron, pues, los cauríes; Rorschash y su compañero fueron invitados cortés pero tajantemente a tomar el primer paquebote que zarpara para Francia.

Rorschash habría hecho cualquier cosa para poder vengarse de Schlendrian, pero no logró dar con él. Lo único que pudo averiguar fue que, efectivamente, había habido un general Schlendrian durante la guerra de 1870. Pero hacía muchos años que había muerto y al parecer no había dejado descendientes.

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