La vida instrucciones de uso (9 page)

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Authors: Georges Perec

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Siguieron unos años en los que no se sabe a ciencia cierta cómo salió Rorschash adelante. El mismo es de una discreción extrema sobre este punto en sus recuerdos. A comienzos de los treinta escribió una novela profundamente inspirada en su aventura africana. Su obra vio la luz en mil novecientos treinta y dos publicada por las Editions du Tonneau con el título de
El oro africano
. El único crítico que habló de ella la comparó con
Viaje al fin de la noche
, que había salido casi al mismo tiempo.

La novela no fue muy leída, pero a Rorschash le permitió introducirse en los círculos literarios. Unos meses más tarde fundó una revista que, extrañamente, se tituló
Préjugés
, seguramente con la intención de mostrar que la revista no los tenía. Fue saliendo, hasta que empezó la guerra, a razón de cuatro números anuales. Publicó varios textos de autores que con el tiempo se abrirían camino. A pesar de lo poco explícito que es Rorschash a este respecto, no parece aventurado creer que se trataba de una publicación por cuenta del autor. En cualquier caso, de todas las iniciativas que emprendió antes de la guerra, es la única que no dice que hubiera fracasado rotundamente.

Algunos dicen que hizo la guerra en las Fuerzas Francesas Libres y que se le confiaron varias misiones de carácter diplomático. Otros, en cambio, afirman que colaboró con las fuerzas del Eje y que después de la guerra tuvo que refugiarse en España. Lo cierto es que regresó a Francia rico, próspero y hasta casado, a principios de los sesenta. Comenzó a trabajar para la televisión en aquella época en la que, como recuerda él bromeando, bastaba ocupar uno de los despachos vacíos de la recién estrenada Casa de la Radio para convertirse en productor. También por aquellos años le compró a Olivier Gratiolet los dos últimos pisos que tenía aún en la casa, aparte de la reducida vivienda que ocupaba personalmente. Los juntó formando un prestigioso dúplex que
La Maison française, Maison et Jardin, Forum, Art et Architecture d’aujourd’hui
y otras revistas especializadas han ido a fotografiar varias veces.

Valène se acuerda aún de la primera vez que lo vio. Fue un día de aquellos en que, para no variar, el ascensor estaba averiado. Al salir de su piso, había ido a ver a Winckler y, cuando bajaba las escaleras, había pasado frente a la puerta del nuevo propietario. Estaba abierta de par en par. Por el espacioso vestíbulo iban y venían unos obreros, y Rorschash, rascándose la cabeza, escuchaba a su decorador. Iba entonces muy a lo americano, con camisas rameadas, pañuelo al cuello y no me olvides en las muñecas. Más adelante adoptó la imagen del viejo león cansado, del viejo solitario que ha rodado mucho y se siente más a gusto entre los beduinos del desierto que en los salones de París: chirucas, cazadoras de piel y camisas de lino gris.

En la actualidad es un anciano enfermo, obligado a permanecer casi siempre internado o a sufrir largas convalecencias. Su misantropía es tan proverbial como siempre, pero cada vez tiene menos oportunidades de ejercerla.

Bibliografía

R
ORSCHASH
, R. –
Memorias de un luchador
, París, Gallimard, 1974.

R
ORSCHASH
, R. –
El oro africano
, París, Ed. du Tonneau, 1932.

G
ENERAL
A. C
OSTELLO
. –
¿Pudo la ofensiva Schlendrian salvar Sedan
?, Rev. Hist. Armées 7, 1907.

L
ANDES
, D. –
The Cauri System and African Banking
, Harvard. J. Econom. 48, 1965.

Z
GHAL
, A. –
Los sistemas de intercambio comercial interafricanos
. Mitos y realidades, Z. f. Ethnol. 194, 1971.

Capítulo XIV
Dinteville, 1

La consulta del doctor Dinteville: una mesa de exploraciones, un escritorio metálico, casi desnudo, con sólo un teléfono, una lámpara de brazo articulado, un bloc de recetas, una estilográfica de acero mate en la ranura de un tintero de mármol; un pequeño diván tapizado de piel amarilla debajo de una gran reproducción de Vasarely, dos plantas crasas a cada lado de la ventana, que surgen, proliferantes y anchas, de dos maceteros de rafia trenzada; un mueble con estantes, en el último de los cuales están colocados algunos instrumentos: un estetoscopio, un recipiente de metal cromado con algodón, una botellita de alcohol de noventa grados; y en toda la pared de la derecha unos paneles de metal brillante que disimulan diversas instalaciones médicas así como los armarios en los que guarda el doctor sus instrumentos, sus expedientes y sus productos farmacéuticos.

El doctor Dinteville está sentado en su mesa de trabajo y escribe una receta con aire de total indiferencia. Es un hombre de unos cuarenta años, casi calvo, de cráneo ovoide. La paciente es una mujer de edad. Se dispone a bajar de la mesa de exploraciones, en la que estaba tendida, cerrando el broche que mantiene su blusa abotonada, un rombo de metal en el que se inscribe un pez estilizado.

En el diván está sentada una tercera persona; es un hombre de edad madura, con una cazadora de piel y una gran bufanda a cuadros con flecos en los bordes.

Los Dinteville descienden de un maestro de postas al que Luis XIII hizo noble en recompensa por la ayuda que prestó a Luynes y a Vitry a raíz del asesinato de Concini. Cadignan nos ha dejado un penetrante retrato de aquel personaje, que, por lo visto, debió de ser un espadachín de muy malas pulgas:

«D’Inteville era de estatura mediana, ni muy alto, ni muy chico; tenía la nariz algo aguileña, tallada como cacha de navaja barbera; andaba a la sazón por los treinta y cinco años de edad; era solapado como daga de plomo; tenía trato muy cortesano, aunque era un tanto disoluto y sujeto por naturaleza a una dolencia que llamaban entonces falta de dinero pena es sin igual; conocía, empero, sesenta y tres maneras de hallarlo según su necesidad, siendo la más honrada y más común por modo de latrocinio furtivamente ejecutado; era, como el que más, dañino, fullero, callejeador y huésped empedernido de antros viciosos; siempre andaba tramando algún lance contra los alguaciles o contra la ronda».

Sus descendientes fueron por lo general más juiciosos y dieron a Francia unos quince obispos y cardenales y otros varios personajes notables entre los que conviene citar en particular a:

Gilbert de Dinteville (1774-1796): fue un republicano ferviente que se alistó en el ejército a los dieciséis años; tres años más tarde era coronel. Arrastró a su batallón a la toma de Montenotte. Su heroísmo le costó la vida, pero fue decisivo para el desenlace favorable de la batalla.

Emmanuel de Dinteville (1810-1849): fue amigo de Liszt y de Chopin, pero es conocido sobre todo como autor de un vals arrollador titulado precisamente
La peonza
.

François de Dinteville (1814-1867): salió de la Escuela Politécnica a los diecisiete años, siendo el número uno de su promoción, a pesar de lo cual desdeñó el brillante porvenir que se le ofrecía como ingeniero industrial, para dedicarse a la investigación. En 1840 creyó que había dado con el secreto de la fabricación del diamante partiendo del carbón mineral. Basándose en una teoría que él llamaba «la duplicación de los cristales», consiguió cristalizar por enfriamiento una solución saturada de carbono. La Academia de Ciencias, a la que presentó sus resultados, declaró que su experimento era interesante, pero poco concluyente, pues los diamantes que había obtenido resultaban muy poco brillantes, quebradizos, fácilmente rayables con la uña y a veces hasta friables. Esta refutación no le impidió patentar su método y publicar, entre 1840 y el año de su muerte, 34 memorias originales e informes técnicos sobre el mismo tema. Ernest Renan evoca su caso en una de sus crónicas (
Miscelánea, 47, passim
):
«Si Dinteville hubiera fabricado realmente diamantes, sin duda habría contentado en cierta medida ese materialismo grosero con el que cada vez habrá de contar más quien pretenda tomar parte en los asuntos humanos; pero no habría dado a las almas ansiosas de ideales aquel elemento de espiritualidad exquisita con el que seguimos viviendo aún después de tanto tiempo
».

Laurelle de Dinteville (1842-1861) fue una de las infelices víctimas, y seguramente la causante, de un suceso de los más horribles ocurridos durante el segundo imperio. En una recepción que daba el duque de Crécy-Couvé, con el que debía casarse unas semanas después, la joven quiso brindar a la salud de su familia política bebiéndose de un trago una copa de champán y lanzándola después al aire. Quiso la fatalidad que se hallase debajo de una gigantesca araña procedente del famoso taller Baucis de Murano. Se rompió ésta, causando la muerte de ocho personas, entre las que figuraron la propia Laurelle y el viejo mariscal de Crécy-Couvé, padre del duque, que había visto morir tres caballos montados por él en la campaña de Rusia. François de Dinteville, tío de Laurelle, que asistía a la recepción, formuló la hipótesis de una «amplificación pendular inducida por las fases vibratorias antagonistas de la copa de cristal y la araña», pero nadie quiso tomar en serio esta explicación.

Capítulo XV
Habitaciones de servicio, 5
Smautf

La habitación de Mortimer Smautf, el viejo mayordomo de Bartlebooth, debajo del tejado, entre el estudio de Hutting y el cuarto de Jane Sutton.

La habitación está vacía. Un gato de pelo blanco, con los ojos entornados y las patas de delante juntas en una actitud de esfinge, dormita sobre el cubrecama naranja. Al lado de la cama, en una mesilla de noche, están puestos un cenicero de vidrio tallado de forma triangular que llevaba grabada la palabra «Guinness», una colección de crucigramas y una novela policiaca titulada
Los siete crímenes de Azincourt
.

Hace más de cincuenta años que Smautf está al servicio de Bartlebooth. Aunque él mismo se llama mayordomo, sus funciones han sido más bien las de un ayuda de cámara o las de un secretario; o, más exactamente todavía, las de ambos a la vez: en realidad fue sobre todo su compañero de viaje, su factótum y, si no su Sancho Panza, sí que fue por lo menos su Passepartout (pues la verdad es que había en Bartlebooth algo de Phileas Fogg), sucesivamente maletero, cepillador, barbero, chófer, guía, tesorero, agente de viajes y portaparaguas.

Los viajes de Bartlebooth, y por consiguiente los de Smautf, duraron veinte años, de mil novecientos treinta y cinco a mil novecientos cincuenta y cuatro, y los llevaron, de modo caprichoso a veces, por toda la circunferencia del globo terrestre. A partir de mil novecientos treinta empezó Smautf a prepararlos, reuniendo los papeles necesarios para la obtención de visados, documentándose sobre las formalidades vigentes en los distintos países visitados, abriendo en diferentes lugares idóneos cuentas corrientes bien aprovisionadas, reuniendo guías, mapas, horarios y tarifas y reservando habitaciones de hotel y pasajes de barco. La intención de Bartlebooth era ir a pintar quinientas marinas en quinientos puertos diferentes. Eligió él los puertos más o menos al azar, hojeando atlas, libros de geografía, relatos de viajes y prospectos turísticos y marcando al mismo tiempo los sitios que le gustaban. Smautf estudiaba después los medios de transporte y las posibilidades de alojamiento.

El primer puerto, en la primera quincena de enero de mil novecientos treinta y cinco, fue Gijón en el mar Cantábrico, no lejos del lugar donde el desventurado Beaumont se empeñó en buscar los vestigios de una improbable capital árabe de España. El último fue Brouwershaven, en Zelanda, en la desembocadura del Escalda, durante la segunda quincena de diciembre de mil novecientos cincuenta y cuatro. Entre ambos hubo el puertecito de Muckanaghederdauhaulia, no lejos de Costello, en la bahía de Camus en Irlanda, y el puerto más pequeño aún de U en las islas Carolinas; hubo puertos bálticos y puertos letones, puertos chinos y puertos malgaches, puertos chilenos y puertos tejanos; puertos minúsculos con dos barcas de pesca y tres redes y puertos inmensos con escolleras de varios kilómetros, tinglados y muelles, centenares de grúas y de puentes-grúa; puertos hundidos en la niebla, puertos tórridos, puertos helados; puertos abandonados, puertos cegados por la arena, puertos de deporte con playas artificiales, palmeras trasplantadas y fachadas de grandes hoteles y casinos; astilleros infernales que construían liberty ships por millares; puertos devastados por las bombas; puertos tranquilos donde al lado de los sampanes se salpicaban chiquillas desnudas; puertos de piraguas, puertos de góndolas; puertos de guerra, ensenadas, diques de carena, radas, dársenas, canales, muelles; montones de barriles, de cabos y de esponjas; pilas de árboles rojos, montañas de abonos, de fosfatos, de minerales; cajones pululantes de langostas y cangrejos; puestos de pescado: rubios, barbadas, cotos, doradas, pescadillas, caballas, rayas, bonitos, sepias y lampreas; puertos que apestaban a jabón o a cloro; puertos azotados por las tormentas; puertos desiertos aplastados por el calor; barcos de guerra, despanzurrados, reparados de noche por miles de sopletes; trasatlánticos empavesados rodeados de buques cisterna que lanzaban sus grandes surtidores entre aullidos de sirenas y repicar de campanas.

Bartlebooth dedicaba dos semanas a cada puerto, incluido el viaje, con lo que solían quedarle entre cinco y seis días de permanencia en cada sitio. Los dos primeros días paseaba por la orilla del mar, miraba las embarcaciones, charlaba con los pescadores siempre que hablasen uno de los cinco idiomas —inglés, francés, español, árabe y portugués— que conocía y a veces salía con ellos al mar. El tercer día elegía el sitio y dibujaba algunos bocetos que rompía en el acto. El penúltimo día pintaba su marina por regla general al final de la mañana, a no ser que buscara o esperara algún efecto especial: salida o puesta de sol, amago de tormenta, vendaval, llovizna, marea alta o baja, paso de aves, salida de las barcas, llegada de un navío, mujeres lavando ropa, etc. Pintaba con mucha rapidez y nunca repetía nada. Apenas estaba la acuarela seca, cuando arrancaba del bloc la hoja de papel Whatman y se la entregaba a Smautf. (Smautf podía hacer lo que quisiera el resto del tiempo: visitar los zocos, los templos, los burdeles y los tabernuchos de mala fama, pero tenía que estar presente cuando Bartlebooth pintaba, poniéndose a su espalda y aguantando sólidamente el gran paraguas que protegía al pintor y su frágil caballete de la lluvia, el sol o el viento.) Smautf envolvía la marina en papel de seda, la metía en un sobre semirrígido y lo recubría con papel de embalar atado y lacrado. Por la noche o, lo más tarde, a la mañana siguiente, cuando no había estafeta de correos en el lugar en que se hallaban, salía el paquete destinado al

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