La vida instrucciones de uso (5 page)

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Authors: Georges Perec

Tags: #Otros

A decir verdad, Morellet tenía poco que hacer. Cada quince días le subía Smautf el puzzle cuya difícil reconstrucción acababa de realizar, una vez más, Bartlebooth. Morellet lo metía en un marco de metal y lo introducía en una prensa especial, obteniendo una copia del cortado. A partir de esta copia, fabricaba por electrolisis un bastidor calado, un rígido y mágico encaje de metal, que reproducía fielmente todas las líneas del puzzle, sobre el que se hallaba entonces finamente ajustada aquella matriz. Tras preparar su suspensión de yeso, calentada a la temperatura exigida, Morellet llenaba la microjeringuilla y la fijaba a un brazo articulado de tal manera que la punta de la aguja, cuyo espesor no superaba unas pocas micras, se apoyaba exactamente en el calado de la plantilla. El resto de la operación era automático; la expulsión del yeso y el desplazamiento de la jeringuilla estaban dirigidos por un dispositivo electrónico a partir de una tabla X-Y, lo cual aseguraba un depósito lento pero regular de la substancia.

La última parte del trabajo no era de la incumbencia del auxiliar de laboratorio: el puzzle vuelto a juntar, transformado de nuevo en acuarela pegada a una delgada placa de madera de chopo, se mandaba al restaurador Guyomard, quien despegaba con un instrumento cortante la hoja de papel Whatman y eliminaba cualquier rastro de cola en el dorso, operaciones delicadas, pero rutinarias para aquel experto que se había hecho famoso extrayendo unos frescos cubiertos con varias capas de yeso y pintura y partiendo en dos, en el sentido del grosor, una hoja de papel en la que Hans Bellmer había dibujado por las dos caras.

Morellet, en definitiva, debía simplemente, una vez cada quince días, preparar y vigilar una serie de operaciones que duraban en total, incluyendo la limpieza y la ordenación del taller, algo más de un día.

Esta inactividad forzosa acarreó consecuencias lamentables. Morellet, libre de toda preocupación económica, pero poseído por el demonio de la investigación, aprovechó aquel ocio para entregarse, en su domicilio, a una serie de experimentos de física y química, de los que parecía haber quedado particularmente frustrado tras sus largos años de auxiliar de laboratorio. Repartiendo por todos los cafés del barrio unas tarjetas de visita en las que se autodenominaba pomposamente «Director de Prácticas de la Escuela de Pirotecnia», ofrecía generosamente sus servicios y recibió un sinfín de encargos para champús superactivos aplicables al cabello o a las moquetas, quitamanchas, ahorradores de energía, boquillas para fumar cigarrillos, métodos infalibles para ganar en el juego de dados del 4-2-1, tisanas contra la tos y otros productos milagrosos.

Una noche de febrero de mil novecientos sesenta, cuando calentaba en una olla a presión una mezcla de colofana y carburo diterpénico destinada a la obtención de un jabón dentífrico con sabor a limón, le estalló el recipiente. La mano le quedó destrozada y perdió tres dedos.

Este accidente le costó el empleo —la preparación del enrejado metálico exigía un mínimo de destreza—, y, desde entonces, sólo contó para vivir con una jubilación incompleta, pagada avariciosamente por la Escuela Politécnica, y una pequeña pensión que le pasó Bartlebooth. Pero su vocación de investigador no desfalleció, antes al contrario, se exacerbó. Aunque severamente amonestado por Smautf, Winckler y Valène, perseveró en sus experimentos, la mayor parte de los cuales resultaron ineficaces, pero también inofensivos, excepto para cierta señora Schwann, que perdió todos sus cabellos después de lavárselos con el tinte especial que le había preparado Morellet para su uso exclusivo; dos o tres veces, sin embargo, aquellas manipulaciones acabaron con explosiones más espectaculares que peligrosas y con conatos de incendios sofocados muy pronto.

Tales incidentes hacían felices a dos personas, sus vecinos de la derecha, el matrimonio Plassaert, jóvenes comerciantes de objetos indios, que ya se habían acondicionado un ingenioso
apeadero
(si se puede llamar así a una vivienda situada precisamente debajo del tejado), tres antiguas habitaciones de servicio, y que contaban con la de Morellet para ensancharse un poco más. A cada explosión presentaban una denuncia y andaban pidiendo firmas por toda la casa para exigir el desahucio del antiguo auxiliar de laboratorio. La habitación pertenecía al administrador de la finca que, al pasar ésta al régimen de copropiedad, había adquirido personalmente casi la totalidad de las dos plantas de buhardillas. Durante varios años el gerente vaciló en expulsar al anciano, que tenía muchos amigos en la casa, empezando por la propia señora Nochère, para quien el señor Morellet era un verdadero sabio, una lumbrera, un conocedor de secretos y se aprovechaba personalmente de las pequeñas catástrofes que sacudían de vez en cuando el último piso de la casa, menos por las propinas que podía recibir en tales ocasiones que por los relatos épicos, llenos de emoción y misterio, que podía contar por el vecindario.

Finalmente, hace unos meses, hubo un par de accidentes en la misma semana. El primero dejó la finca a oscuras durante unos minutos; el segundo rompió seis cristales. Pero los Plassaert consiguieron salirse con la suya y Morellet fue internado en un manicomio.

En el cuadro figura la habitación en su estado actual; el comerciante de objetos indios se la ha comprado al gerente y ha iniciado las obras. Las paredes están cubiertas de una pintura marrón claro, sin brillo y envejecida, y en el suelo hay una alfombra tipo felpudo que no tiene ni un trozo sano. El vecino ha colocado ya dos muebles: una mesa baja, hecha con una placa de vidrio ahumado que descansa sobre un poliedro de sección hexagonal. Encima de la mesa hay una caja de queso munster en cuya tapa está representado un unicornio, una bolsita de comino casi vacía y un cuchillo.

Tres obreros salen del cuarto. Ya han empezado las obras para juntar ambas viviendas. En la pared del fondo, al lado de la puerta, han clavado un gran plano en papel de calcar en el que se indica la futura colocación del radiador, el paso de las tuberías y los hilos eléctricos, y la porción de tabique que se va a derribar.

Uno de los obreros lleva guantes muy gruesos parecidos a los de los electricistas encargados del tendido de la línea. El segundo lleva un chaleco de ante con bordados y flecos. El tercero lee una carta.

Capítulo VIII
Winckler, 1

Ahora estamos en el cuarto que Gaspard Winckler llamaba el salón. De las tres habitaciones de su vivienda es la más próxima a la escalera, la que, para nosotros, queda más a la izquierda.

Es una habitación más bien pequeña, casi cuadrada, cuya puerta da directamente al rellano. Las paredes están tapizadas con una tela de yute, que fue azul y se ha vuelto casi incolora, menos en los pocos sitios en que los muebles y los cuadros la protegieron de la luz.

En el salón había pocos muebles. Era una habitación en la que Winckler no solía estar mucho. Trabajaba todo el día en la tercera habitación, donde se había instalado su taller. Nunca comía en casa; nunca aprendió a cocinar y le horrorizaba tener que hacerlo. Desde mil novecientos cuarenta y tres prefería tomar hasta el desayuno en el Café Riri, que estaba en la esquina de las calles Jadin y Chazelles. Sólo cuando tenía visitas poco conocidas las recibía en el salón. Había una mesa redonda extensible que debió de extender muy pocas veces, seis sillas de paja y un aparador que había esculpido él mismo con motivos que ilustraban las escenas capitales de
La isla misteriosa
: la caída del globo escapado de Richmond, el encuentro milagroso de Cirus Smith, el último fósforo descubierto en un bolsillo del chaleco de Gédéon Spilett, el descubrimiento del baúl y hasta las desgarradoras confesiones de Ayrton y Nemo que dan remate a aquellas aventuras enlazándolas de modo magnífico con
Los hijos del capitán Grant
y
Veinte mil leguas de viaje submarino
. Se necesitaba mucho tiempo para ver aquel aparador, para mirarlo de veras. De lejos era parecido a cualquier aparador bretón-rústico-plateresco. Sólo acercándose a él, tocando casi con el dedo sus incrustaciones, descubría uno lo que representaban aquellas diminutas escenas y se daba cuenta de la paciencia, la minuciosidad y hasta el genio que habían sido precisos para tallarlas. Valène conocía a Winckler desde mil novecientos treinta y dos, pero hasta principios de los sesenta no había advertido que no se trataba de un aparador vulgar y corriente y que merecía la pena observarlo de cerca. Era la época en que Winckler le había dado por fabricar sortijas y Valène le había presentado a la dueña de la pequeña perfumería de la calle Logelbach, que deseaba instalar una sección de bisutería en su comercio, al acercarse las fiestas de Navidad. Los tres se habían sentado alrededor de la mesa y Winckler había extendido todas sus sortijas; serían escasamente unas treinta por aquel entonces y estaban todas bien alineadas en estuches forrados de raso negro. Winckler se había disculpado por la poca luz de la lámpara; luego había abierto el aparador y había sacado tres copitas y un licorero con coñac, cosecha 1938; bebía rara vez, pero Bartlebooth le hacía subir todos los años varias botellas de vinos y licores con la añada, que él repartía generosamente por la escalera y el barrio guardando sólo una o dos. Valène estaba sentado cerca del aparador y, mientras la dueña de la perfumería cogía tímidamente las sortijas una tras otra, saboreaba su copita de coñac, mirando las tallas del aparador; lo que le extrañó, incluso antes de percatarse de ello, fue que esperaba ver cabezas de ciervos, guirnaldas, follajes o angelotes, y estaba viendo personajes humanos, el mar, el horizonte y toda la isla, que aún no se llamaba Lincoln, tal como la descubrieron los náufragos del espacio, con una consternación mezclada de reto, tras alcanzar la cima más alta. Le preguntó a Winckler si había tallado él aquel aparador y Winckler le respondió que sí, de joven, precisó, pero sin añadir más detalles.

No queda nada, evidentemente: ni el aparador, ni las sillas, ni la mesa, ni la lámpara, ni las tres reproducciones enmarcadas. Valène sólo se acuerda con precisión de una de ellas: representaba
El gran desfile de la fiesta del Carrousel
. Winckler la había encontrado en un número navideño de
L’Illustration
; años más tarde, de hecho hace tan sólo unos meses, hojeando
Le Petit Robert
, Valène descubrió que era de Israël Silvestre.

Todo desapareció sin más ni más, de la noche a la mañana; vinieron los de las mudanzas; el primo lejano lo metió todo en las salas de subasta, pero no en la Salle Drouot, sino en Levallois; cuando se enteraron, ya era tarde, si no, quizás hubieran intentado ir Smautf, Morellet o Valène, y comprar a lo mejor un objeto al que Winckler tuviera mucho cariño; no el aparador, que no hubieran sabido dónde meter, sino aquel grabado precisamente, o el que estaba colgado en la habitación y representaba los tres hombres con levita, o alguna herramienta o alguno de sus libros de imágenes. Lo hablaron entre sí y dijeron que, al fin y al cabo, quizá valió más no haber ido, y que la única persona que debió hacerlo fue Bartlebooth, pero ni Valène, ni Smautf, ni Morellet se hubieran permitido advertírselo.

Ahora en el pequeño saloncito queda lo que queda cuando no queda nada: por ejemplo, moscas, o prospectos que han echado los estudiantes por debajo de todas las puertas y que son propaganda de un nuevo dentífrico o prometen un descuento de veinticinco céntimos a quien compre tres paquetes de un detergente, o números atrasados de
Le Jouet français
, la revista que recibió toda su vida y cuya suscripción siguió funcionando hasta unos meses después de su muerte, o esas cosas insignificantes que andan tiradas por el suelo o por los rincones de los armarios, sin que se sepa cómo llegaron y cómo están aún allí: tres flores silvestres mustias, unos tallos fláccidos en cuyas extremidades se marchitan unos filamentos que se dirían calcinados, una botella de coca-cola vacía, una caja de pasteles, abierta, que todavía conserva su cinta de rafia falsa y en la que las palabras «Las delicias de Luis XV. Pastelería, Confitería fundada en 1742» dibujan un hermoso oval rodeado de una guirnalda con cuatro angelitos mofletudos a los lados, o, detrás de la puerta de la escalera, una especie de percha de hierro con un espejo rajado en tres porciones de superficies desiguales que esbozan vagamente la forma de una Y, en cuyo marco está aún metida una postal que representa una joven atleta, al parecer japonesa, que enarbola una antorcha encendida.

Hace veinte años, en mil novecientos cincuenta y cinco, acabó Winckler, tal como estaba previsto, el último puzzle que le había encargado Bartlebooth. Todo hace suponer que el contrato que había firmado con el multimillonario incluía una cláusula explícita que estipulaba que nunca más volvería a fabricar ningún puzzle, aunque, de todos modos, se puede pensar que no le habían quedado ganas de hacerlos.

Entonces empezó a hacer pequeños juguetes de madera: cubos para niños, muy sencillos, con dibujos que copiaba de sus álbumes de estampas de Epinal
5
y que pintaba con tintas de color.

Comenzó a hacer los anillos un poco más tarde: cogía piedras pequeñas: ágatas, coralinas, piedras de Ptyx, chinas del Rin, venturinas, y las montaba sobre delicadas sortijas hechas con hilos de plata minuciosamente trenzados. Un día le explicó a Valène que también eran como puzzles y de los más difíciles que había: los turcos las llaman «anillos del diablo»; constan de siete, once o diecisiete aros de oro o de plata encadenados unos a otros, cuya compleja imbricación llega a constituir un trenzado cerrado, compacto y de una regularidad perfecta: en los cafés de Ankara los vendedores se acercan a los extranjeros, les enseñan la sortija cerrada y luego con los aros desatados de un solo golpe; las más de las veces se trata de un modelo simplificado, con sólo cinco aros, que entrelazan ellos en un par de gestos impalpables; después los vuelven a abrir, dejando que el turista se esfuerce en vano unos largos minutos, hasta que un comparsa, que muy a menudo es un mozo del café, consiente en recomponer la sortija con pocos movimientos y casi sin tocarla, algo así como media vuelta para arriba, otra media para abajo y una vuelta completa cuando sólo queda un aro libre.

Lo admirable en las sortijas de Winckler era que, una vez enlazados los aros, sin perder nada de su estricta regularidad, dejaban un minúsculo espacio circular en el que encajaba la piedra semipreciosa; engastada ésta y apretada mediante dos minúsculas vueltas de pinzas, cerraba los aros para siempre. «Sólo son diabólicas conmigo —le dijo un día a Valène—. Ni el mismo Bartlebooth les podría poner ninguna pega». Fue la única vez en que Valène oyó pronunciar a Winckler el apellido del inglés.

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