La vida instrucciones de uso (6 page)

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Authors: Georges Perec

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Tardó unos diez años en fabricar un centenar de sortijas. Cada una le llevaba varias semanas de trabajo. Al principio intentó darles salida ofreciéndoselas a algún joyero del barrio. Luego se desinteresó del asunto; dejó algunas en depósito a la dueña de la perfumería, confió otras a la señora Marcia, la vendedora de antigüedades que tenía su almacén y su vivienda en los bajos de la casa, y muy pronto empezó a regalarlas. Las fue dando a la señora Riri y a sus hijas, a la señora Nochère, a Martine, a la señora Orlowska y a sus dos vecinas, a las dos pequeñas Breidel, a Caroline Echard, a Isabelle Gratiolet, a Véronique Altamont y, al final, hasta a gente que no vivía en la casa y a la que prácticamente no conocía.

Pasado un tiempo, encontró en los encantes de Saint-Ouen todo un lote de espejitos convexos y empezó a fabricar los llamados «espejos de bruja», incrustándolos en unas molduras de madera infinitamente talladas. Poseía unas manos de una habilidad prodigiosa y conservó intactas hasta su muerte una precisión, una seguridad y una vista absolutamente excepcionales, aunque parece que en aquella época empezó ya a perder las ganas de trabajar. Se pasaba días y más días perfilando cada marco, recortándolo, taladrándolo sin parar hasta convertirlo en un impalpable encaje de madera, en cuyo centro el terso espejito parecía una mirada metálica, un ojo frío, abierto del todo y cargado de ironía y maldad. El contraste entre aquella aureola irreal, trabajada como una vidriera flamígera, y el brillo gris y estricto del espejo, creaba una sensación de malestar, como si aquel marco desproporcionado, tanto en cantidad como en calidad, sólo hubiera estado allí para subrayar la virtud maléfica de la convexidad, que parecía querer concentrar en un solo punto todo el espacio disponible. A aquellos a quienes se los enseñaba no les gustaban sus espejos: cogían uno entre las manos, le daban dos o tres vueltas, admiraban la talla de la madera y volvían a dejarlo pronto casi confusos. Daban ganas de preguntarle por qué les dedicaba tanto tiempo. Nunca intentó venderlos ni regaló ninguno a nadie; ni siquiera los colgaba en su piso; tan pronto como terminaba uno, lo guardaba tendido en un armario y empezaba otro.

Prácticamente fue éste su último trabajo. Cuando se le acabaron las reservas de espejos, todavía hizo alguna cosilla, algún juguete que la señora Nochère iba a suplicarle que hiciera para uno u otro de sus innumerables sobrinitos o para algún niño de la casa o del barrio que acababa de coger la tosferina, el sarampión o las paperas. Siempre decía que no al principio, y luego, excepcionalmente, acababa haciendo un conejo de madera recortada con unas orejas que se movían, una marioneta de cartón, una muñeca de trapo o un pequeño paisaje con manivela en el que se veía aparecer sucesivamente una barca, un barco de vela y un bote en forma de cisne tirando de un hombre que hacía esquí acuático.

Después, hace cuatro años, dos antes de su muerte, abandonó definitivamente todas sus actividades; guardó muy cuidadosamente sus herramientas y desmontó su banco de carpintero.

Al principio aún le gustaba salir de casa. Iba a pasear por el Parc Monceau o bajaba por la calle de Courcelles y la avenida Franklin Roossevelt hasta los jardines de Marigny, al comienzo de los Campos Elíseos. Se sentaba en un banco, juntaba los pies, apoyaba la barbilla en el pomo del bastón que tenía asido con ambas manos y permanecía una hora o dos sin moverse, mirando enfrente a los niños que jugaban con la arena o el viejo tiovivo de toldo azul y naranja, con sus caballos de crines estilizadas y sus dos barquillas decoradas con un sol de color naranja o los columpios o el teatrito de guiñol.

Pronto disminuyeron sus paseos. Un día le preguntó a Valène si quería acompañarlo al cine. Fueron a la cinemateca del palais de Chaillot por la tarde a ver
Las verdes praderas
, un refrito cursi y malo de
La cabaña del tío Tom
. Al salir, le preguntó Valène por qué había querido ver aquella película; le contestó que había sido únicamente por el título, por la palabra «pradera», y que si hubiera pensado que sería lo que acababan de ver, no habría querido ir.

Después ya sólo bajó a comer al café Riri. Llegaba sobre las once de la mañana. Se sentaba a una mesita redonda, entre el mostrador y la terraza, y la señora Riri o una de sus dos hijas le traían un gran tazón de chocolate y un par de rebanadas de pan untadas con mantequilla. No era su desayuno, sino su almuerzo; era lo que más le gustaba comer, lo único que absorbía con verdadero gusto. Después leía los periódicos, todos los periódicos que recibía Riri —
Le Courrier Arverne, L’Echo des limonadiers
— y los que habían dejado los parroquianos de la mañana:
L’Aurore, Le Parisien libéré
o, menos a menudo,
Le Figaro, L’Humanité
o
Libération
. No los hojeaba, los leía concienzudamente, línea por línea, sin hacer comentarios sentimentales, perspicaces o indignados, sino pausada, sosegadamente, sin alzar los ojos, indiferente al estallido del mediodía que llenaba el café con su tumulto de máquinas tragaperras y juke-box, de vasos, platos, voces y sillas arrastradas. A las dos, cuando remitía toda la efervescencia del almuerzo, cuando la señora Riri subía al piso a echarse un rato, cuando fregaban los platos en el office diminuto del fondo del café y cuando el señor Riri daba cabezadas sobre su libro de cuentas, aún seguía él allí, entre la página deportiva y el mercado de coches de ocasión. A veces alargaba la sobremesa toda la tarde, pero lo más frecuente era que subiese a su casa hacia las tres y volviese a bajar a las seis: era el momento grande de su jornada, la hora de su partida de chaquete con Morellet. Ambos jugaban con una excitación rabiosa, ritmada con interjecciones, reniegos, insultos y peleas, que no eran extraños en Morellet, pero que parecían del todo incomprensibles en Winckler: él, que era de una tranquilidad rayana en la apatía, de una paciencia, de una calma a toda prueba; él, a quien nadie había visto encolerizarse nunca, era capaz, cuando, por ejemplo, empezaba Morellet y sacaba un doble cinco, lo que le permitía retirar a la primera jugada su
postillón
(al que, por cierto, se empeñaba en llamar
jockey
en nombre de un presunto rigor etimológico sacado de fuentes dudosas como el Almanaque Vermot o los «Enriquezca su vocabulario» del
Reader’s Digest
), era capaz, pues, de coger el tablero con las dos manos y mandarlo a la porra, tratando al pobre Morellet de tramposo y provocando una riña que los clientes del café tardaban a veces mucho tiempo en poder arreglar. Por lo general la calma volvía a reinar casi de inmediato y acababan la partida, antes de comer, como buenos amigos, la chuleta de ternera con fideos o el hígado con puré de patata que les preparaba especialmente la señora Riri. Pero más de una vez salió el uno o el otro dando un portazo y quedándose sin juego y sin cena al mismo tiempo.

El último año ya no salió de casa. Smautf se acostumbró a subirle las comidas dos veces al día y a encargarse de hacerle limpiar la habitación y lavar la ropa. Morellet, Valène o la señora Nochère le compraban las cuatro cosas que podía necesitar. Iba todo el día con el pantalón del pijama y una camiseta sin mangas de algodón rojo, encima de la cual, cuando tenía frío, se ponía una especie de batín y una bufanda con lunares. Valène le hizo varias visitas por la tarde. Lo encontraba sentado a la mesa mirando las etiquetas de hoteles que le había enviado Smautf con cada una de las acuarelas: Hotel Hilo Honolulú, Villa Carmona Granada, Hotel Theba Algeciras, Hotel Península Gibraltar, Hotel Nazaret Galilea, Hotel Cosmo Londres, Paquebot Ile-de-France, Hotel Regis, Hotel Canadá México DF, Hotel Astor New York, Town House Los Angeles, Paquebot Pensylvania, Hotel Mirador Acapulco, la Compañía Mexicana de Aviación, etc. Decía que tenía ganas de clasificar aquellas etiquetas, pero era muy difícil: claro que había el orden cronológico, pero le parecía pobre, más pobre aún que el alfabético. Había intentado hacerlo por continentes y luego por países, pero no acababa de satisfacerlo. Le habría gustado que cada etiqueta guardara relación con la siguiente, pero cada vez por un motivo distinto; por ejemplo, podrían tener un detalle común, una montaña o un volcán, una bahía iluminada, cierta flor particular, un mismo ribete rojo y dorado, la cara resplandeciente de un botones, o tener un mismo formato, una misma grafía, dos eslóganes parecidos («La Perla del Océano» y «El Diamante de la Costa»), o una relación fundada no en el parecido sino en una oposición, o en asociación frágil, casi arbitraria: un pueblecito minúsculo a la orilla de un lago italiano seguido de los rascacielos de Manhattan, unos esquiadores detrás de unos nadadores, unos fuegos artificiales detrás de una cena con velas, un ferrocarril detrás de un avión, una mesa de baccará detrás de un ferrocarril, etc. No es sólo difícil, añadía Winckler, sino sobre todo inútil: revolviendo las etiquetas y eligiendo dos al azar, podemos estar seguros de que tendrán siempre tres puntos comunes por lo menos.

Al cabo de pocas semanas metió las etiquetas en la caja de zapatos donde las conservaba y guardó ésta en el fondo de su armario. No empezó ya nada especial. Estaba todo el día en su cuarto, sentado en su sillón, cerca de la ventana, mirando a la calle o, quizá ni eso, mirando al vacío. En su mesilla de noche había un aparato de radio que tocaba sin parar, muy bajito; nadie sabía si lo escuchaba realmente, aunque un día impidió a la señora Nochère que lo apagara, diciéndole que todas las noches oía el pop-club.

Valène tenía su habitación encima mismo del taller de Winckler y durante casi cuarenta años lo habían acompañado todo el día el ruidito de las diminutas limas, el gruñido casi imperceptible de su sierra de calar, los crujidos de las tablas del suelo, el silbido de la pava cuando hervía agua, no para hacerse té, sino para la fabricación de tal o cual cola o barniz necesarios para sus puzzles. Ahora, desde que había desmontado su banco de carpintero y había guardado sus herramientas, no entraba nunca en aquel cuarto. No decía a nadie cómo pasaba los días y las noches. Sólo se sabía que no dormía casi nada. Cuando Valène iba a visitarlo, lo recibía en su habitación, le ofrecía el sillón cerca de la ventana y se sentaba a la orilla de la cama. No hablaban mucho. Una vez le dijo que había nacido en La Ferté-Milon, a orillas del canal del Ourcq. Otra vez, con un ardor repentino, le habló del hombre que le había enseñado a trabajar.

Se llamaba Gouttman y fabricaba objetos religiosos que vendía él mismo en iglesias y procuras: cruces, medallas y rosarios de todos los tamaños, candelabros para oratorios, altares portátiles, flores de fantasía, sagrados corazones de cartulina azul, San Josés de barba roja, calvarios de porcelana. Gouttman lo había tomado de aprendiz cuando acababa de cumplir doce años; se lo llevó a su casa —una especie de cabaña en las inmediaciones de Charny, en el departamento del Mosa—, lo instaló en un cuchitril que le servía de taller y, con una paciencia asombrosa, pues tenía muy mal genio, empezó a enseñarle lo que sabía hacer. El aprendizaje duró varios años, ya que lo sabía hacer todo. Pero, a pesar de sus muchas aptitudes, Gouttman no era hombre de negocios. Cuando había vendido todas sus existencias, se iba a la ciudad y dilapidaba todo el dinero en dos o tres días. Entonces regresaba a casa y empezaba de nuevo a esculpir, tejer, trenzar, enhebrar, bordar, coser, amasar, pintar, barnizar, recortar, ensamblar hasta recomponer sus existencias y salir otra vez a venderlas por los caminos. Un día no regresó. Winckler supo más tarde que había muerto de frío al borde de la carretera, en el bosque de Argonne, entre les Islettes y Clermont.

Aquel día le preguntó Valène cómo se había venido a París y cómo había conocido a Bartlebooth. Pero Winckler sólo le respondió que fue porque era joven.

Capítulo IX
Habitaciones de servicio, 3

Esta es la habitación en la que el pintor Hutting tiene alojados a sus dos servidores, Joseph y Ethel.

Joseph Nieto hace de chófer y de criado. Es un paraguayo de unos cuarenta años, antiguo cabo de la marina mercante.

Ethel Rogers, una holandesa de veintiséis años, sirve de cocinera y está al cuidado de la ropa blanca.

Llena casi por completo la habitación una gran cama de estilo imperio, cuyos montantes acaban en unas bolas de cobre primorosamente abrillantadas. Ethel Rogers se está lavando, medio disimulada por un biombo de papel de arroz decorado con motivos florales, sobre el que se ha echado un gran mantón con estampados cachemira. Nieto, que viste camisa blanca bordada y pantalón negro de cinturón ancho, está tendido en la cama; en la mano izquierda, levantada a la altura de los ojos, tiene una carta cuyo sello en forma de rombo representa la efigie de Simón Bolívar, y en la mano derecha, cuyo dedo cordial ostenta una abultada sortija de sello, un mechero encendido, como si se dispusiera a quemar esta carta que acaba de recibir.

Entre la cama y la puerta hay una cómoda pequeña de madera de frutal en la que se ve una botella de whisky Black and White, reconocible por su pareja de perros, y un plato que contiene un surtido de pastas saladas.

La habitación está pintada de color verde claro. Tiene el suelo cubierto con una alfombra a cuadros amarillos y rosa. Completan el mobiliario un tocador y una única silla de paja, en la que está puesto un libro bastante estropeado:
El francés por los textos. Curso medio. Segundo año
.

Sobre la cabecera de la cama está clavada una reproducción que lleva por título
Arminio y Sigimer
; representa un par de colosos de casaca gris, pescuezo de toro, bíceps hercúleos y caras coloradas entre una maleza de tupidos bigotes y enmarañadas patillas.

En la puerta de la escalera está clavada con chinchetas una postal; representa una escultura monumental de Hutting —
Los animales de la noche
— que decora el patio de honor de la prefectura de Pontarlier: es un amontonamiento confuso de bloques de escorias cuya masa evoca vagamente algún animal prehistórico.

La botella de whisky y las pastas saladas son un regalo o, mejor dicho, una gratificación anticipada que les ha mandado subir la señora Altamont. Hutting y los Altamont tienen mucha amistad y el pintor les ha prestado sus criados, que harán de extras esta noche en la recepción anual que celebran en su gran piso del segundo derecha, debajo del de Bartlebooth. Lo hace cada año y los Altamont corresponden de igual modo en las fiestas, a menudo suntuosas, que da el pintor en su estudio casi cada trimestre.

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