La vida instrucciones de uso (4 page)

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Authors: Georges Perec

Tags: #Otros

El cuadro de Forbes, obra de juventud influida aún por Bonnat, se inspira muy libremente en el suceso. Nos muestra el aposento con las paredes cubiertas de relojes. El viejo cochero, vestido con un uniforme de cuero blanco, está encaramado en una silla china lacada de rojo oscuro, de formas contorneadas. Ata un pañuelo de seda a una viga del techo. La vieja lady Forthright permanece en el umbral de la puerta; mira a su criado con expresión de cólera; alarga la mano derecha, en la que tiende la cadena de plata de la que cuelga un fragmento del huevo de alabastro.

En esta casa viven varios coleccionistas, más maniáticos a menudo que los personajes del cuadro. El mismo Valène guardó mucho tiempo las postales que le enviaba Smautf siempre que hacían una escala. Tenía una de Newcastle-upon-Tyne precisamente y otra del Newcastle australiano, en Nueva Gales del Sur.

Capítulo V
Foulerot, 1

Quinto derecha al fondo. Encima mismo tenía su taller Gaspard Winckler. Valène se acordaba de los paquetes que, durante veinte años, había recibido cada quince días; habían llegado con regularidad hasta en lo peor de la guerra, idénticos, absolutamente idénticos; lo único que variaba eran los sellos; eso le permitía a la portera, que todavía no era la señora Nochère, sino la señora Claveau, pedírselos para su hijo Michel; pero, aparte de los sellos, nada distinguía un paquete de otro: el mismo papel Kraft
4
, la misma cuerda, el mismo sello de lacre, la misma etiqueta. ¡Como si antes de marcharse, Bartlebooth le hubiera pedido a Smautf que calculara qué cantidad de papel de seda, de papel de envolver, de cuerda y de lacre necesitarían para los quinientos paquetes! Ni siquiera debió tener que pedírselo. Seguro que Smautf lo había entendido solo. Y no les importaba llevar un baúl más o menos.

Aquí, en el quinto derecha, la habitación está vacía. Es un cuarto de baño pintado de color naranja mate. En el borde de la bañera, una gran concha nacarada, procedente de una ostra perlífera, contiene una pastilla de jabón y una piedra pómez. Encima del lavabo hay un espejo octogonal con marco de mármol jaspeado. Entre la bañera y el lavabo, tirados sobre una silla plegable, hay un cárdigan de cachemira y una falda con tirantes.

La puerta del fondo está abierta y da a un largo pasillo. Hacia el cuarto de baño avanza una chica de dieciocho años apenas. Va desnuda. En la mano derecha lleva un huevo que usará para lavarse el cabello y en la mano izquierda el n.º 40 de la revista
Les Lettres Nouvelles
(julio-agosto 1956), en el que, además de una nota de Jacques Lederer sobre
El diario de un cura
de Paul Jury (Gallimard), hay una narración corta de Luigi Pirandello, fechada en 1913, titulada
En el abismo
, que cuenta cómo Romeo Daddi se volvió loco.

Capítulo VI
Habitaciones de servicio, 1

Una habitación de servicio, en el séptimo, a la derecha de la que, al fondo del pasillo, ocupa el viejo pintor Valène. Pertenece al gran piso del segundo derecha, en el que vive la señora de Beaumont, la viuda del arqueólogo, con sus dos nietas, Anne y Béatrice Breidel. Béatrice, la menor, tiene diecisiete años. Es una alumna trabajadora y hasta brillante que se prepara para ingresar en la Escuela Normal Superior de Sèvres. Ha conseguido que su abuela, tan rígida, la deje, si no vivir, al menos estudiar en este cuarto independiente.

En el suelo hay baldosines rojos y en las paredes un papel pintado que representa diferentes arbustos. A pesar de la exigüedad del cuarto, Béatrice ha invitado a cinco compañeras de clase. Ella está sentada cerca de su mesa de trabajo en una silla de respaldo alto cuyas patas esculpidas figuran tabas; viste falda con tirantes y blusa roja de mangas ligeramente ablusadas; en la muñeca izquierda lleva una pulsera de plata; contempla un largo cigarrillo que se va consumiendo entre el pulgar y el índice de su mano izquierda.

Una de sus compañeras, con un largo abrigo de lino blanco, permanece de pie junto a la puerta y parece examinar atentamente un plano del metro de París. Las otras cuatro, uniformemente vestidas con vaqueros y camisas a rayas, están sentadas en el suelo, rodeando un juego de té, puesto sobre una bandeja, al lado de una lámpara cuyo pie está hecho con un barrilito como los que se supone que llevaban los perros San Bernardo. Una chica sirve el té. Otra abre una caja de quesitos. La tercera lee una novela de Thomas Hardy en cuya portada se ve un personaje barbudo, sentado en una barca en medio de un río y pescando con caña, mientras desde la orilla parece llamarlo un caballero con armadura. La cuarta mira con aire de perfecta indiferencia un grabado que representa un obispo inclinado sobre una mesa en la que está puesto uno de esos juegos llamados
solitario
. Consta de un tablero, cuya forma trapezoidal recuerda bastante la de una prensa de raqueta; en él están dispuestos veinticinco agujeros, que forman rombos, capaces de recibir otras tantas bolitas, que en este caso son perlas de buen tamaño, colocadas a la derecha del tablero, sobre un pequeño cojín de seda negra. El grabado es una imitación evidente del célebre cuadro del Bosco titulado
El ilusionista
, que se conserva en el museo municipal de Saint-Germain-en-Laye; lleva un título gracioso —aunque aparentemente poco aclaratorio—, caligrafiado con letra gótica:

El suicidio de Fernand de Beaumont dejó a su viuda, Véra, sola con una hijita de seis años, Elizabeth, que nunca había visto a su padre, alejado de París por sus excavaciones cántabras, y muy poco a su madre, que proseguía por el viejo y el nuevo mundo una carrera de cantante, interrumpida apenas por su breve matrimonio con el arqueólogo.

Véra Orlova —aún la conocen por este nombre algunos melómanos— nació en Rusia a comienzos de siglo; en la primavera del dieciocho huyó de aquel país, instalándose primero en Viena, donde fue alumna de Schönberg en el
Verein für musikalische Privataufführung
. Siguió a Schönberg a Ámsterdam, se separó de él al regresar el músico a Berlín, vino a París y dio una serie de recitales en la Salle Erard. A pesar de la hostilidad sarcástica o tumultuosa de un público manifiestamente poco acostumbrado a la técnica del
Sprechgesang
y con el apoyo exclusivo de un reducido puñado de fanáticos, consiguió introducir en sus programas, integrados principalmente por arias de ópera, lieder de Schumann y Hugo Wolf y melodías de Mussorgsky, algunas de las obras vocales de la Escuela de Viena, que dio a conocer así a los parisienses. Durante una recepción ofrecida por el conde Orfanik, a petición del cual había ido a cantar el aria final de Angélica del
Orlando
de Arconati

Innamorata, mio cuore tremante
voglio morire…

conoció al que había de ser su marido. Pero, reclamada desde todas partes cada vez con mayor insistencia, arrastrada a giras triunfales que duraban a veces un año entero, apenas vivió con Fernand de Beaumont, quien, por su parte, sólo abandonaba su gabinete de trabajo para ir a comprobar sobre el terreno sus aventuradas hipótesis.

Así pues, Elizabeth, nacida en 1929, fue criada por su abuela paterna, la vieja condesa de Beaumont, y no vio a su madre más que unas semanas al año, cuando la cantante consentía en sustraerse a las exigencias crecientes de su empresario, para ir a descansar una temporada en la mansión que los Beaumont poseían en Lédignan. Ya casi al final de la guerra, cuando Elizabeth acababa de cumplir quince años, se la llevó su madre a París a vivir con ella, tras renunciar a los conciertos y a las giras, para dedicarse a la enseñanza del canto. Pero poco tardó la muchacha en rechazar la tutela de una mujer que, privada del brillo de los camerinos, las funciones de gala y las cascadas de rosas con que concluían sus recitales, se volvía malhumorada y autoritaria. Al cabo de un año huyó de su casa. Su madre no volvería a verla, resultando vanas todas las pesquisas que llevó a cabo para dar con su paradero. En septiembre de 1959, Véra Orlova se enteró al mismo tiempo de lo que habían sido la vida y la muerte de su hija. Elizabeth, dos años antes, se había casado con un albañil belga, François Breidel. Vivían en las Ardenas, en Chaumont-Porcien. Tenían dos niñas, Anne, de un año, y Béatrice, recién nacida. El lunes 14 de septiembre, una vecina oyó llantos en la casa. No consiguiendo entrar, fue en busca del guarda rural. Llamaron, sin obtener otra respuesta que los gritos cada vez más estridentes de las niñas. Ayudados por otros vecinos del pueblo, hundieron la puerta de la cocina, corrieron a la habitación de los padres y los encontraron degollados en la cama, desnudos y cubiertos de sangre.

Véra de Beaumont recibió la noticia aquella misma noche. Lanzó un alarido que resonó en toda la casa. A la mañana siguiente, conducida por Kléber, el chófer de Bartlebooth que, avisado por la portera, se había ofrecido espontáneamente, llegó a Chaumont-Porcien para volver a marchar casi en seguida con las dos niñas.

Capítulo VII
Habitaciones de servicio, 2
Morellet

Morellet tenía una habitación debajo del tejado en el octavo. Aún se veía en su puerta el número 17 pintado en verde.

Después de ejercer diversas profesiones, cuya lista le divertía recitar con un ritmo progresivamente acelerado: ajustador, chansonnier, carbonero de barco, marino, profesor de equitación, artista de variedades, director de orquesta, limpiador de jamones, santo, payaso, soldado durante cinco minutos, pertiguero en una iglesia espiritualista y hasta extra en uno de los primeros cortometrajes de Laurel y Hardy, se había colocado, a los veintinueve años, de auxiliar de laboratorio en la Escuela Politécnica, donde probablemente se habría quedado hasta la jubilación, de no haberse cruzado un día Bartlebooth en su camino como en el de tantos otros.

De regreso de sus viajes, en diciembre de mil novecientos cincuenta y cuatro, Bartlebooth trató de encontrar un procedimiento que, una vez reconstruidos los puzzles, le permitiera recuperar las marinas iniciales; primero había que pegar los trozos de madera, encontrar el modo de hacer desaparecer las señales de la sierra y devolver su textura primitiva al papel. Después, separando con una hoja cortante las dos partes pegadas, se sacaría la acuarela intacta, tal como era el día en que la había pintado Bartlebooth veinte años atrás. El problema no era fácil, pues, si bien existían ya entonces en el comercio diversas resinas y barnices sintéticos usados por los comerciantes de juguetes para exponer en sus escaparates puzzles modelos, siempre resultaba demasiado visible la marca del cortado.

Bartlebooth, como tenía por costumbre, quería que la persona que lo ayudara en sus experimentos viviera en la casa misma o lo más cerca de ella posible. Así, por mediación de su fiel Smautf, que tenía su cuarto en la misma planta que el auxiliar de laboratorio, conoció a Morellet. Este no poseía ninguno de los conocimientos teóricos requeridos para la solución del problema, pero puso a Bartlebooth en relación con su jefe, un químico de origen alemán, llamado Kusser, que se decía descendiente remoto del compositor.

KUSSER o COUSSER (Johann Sigismond), compositor alemán de origen húngaro (Pozsony, 1660-Dublín, 1727). Trabajó con Lully durante su estancia en Francia (1674-1682). Ocupó el cargo de maestro de capilla en la corte de varios príncipes alemanes. Fue director de orquesta en Hamburgo, donde se representaron varias óperas suyas:
Erindo
(1693),
Porus
(1694),
Píramo y Tisbe
(1694),
Escipión el Africano
(1695),
Jasón
(1697). En 1710 fue nombrado maestro de capilla de la catedral de Dublín, cargo que ocupó hasta su muerte. Fue uno de los creadores de la ópera hamburguesa, en la que introdujo «la obertura a la francesa», y uno de los precursores de Haendel en el campo del oratorio. Se han conservado de este artista seis oberturas y otras varias composiciones.

Tras varios intentos infructuosos realizados con todo tipo de colas animales o vegetales, Kusser atacó el problema de un modo completamente distinto. Comprendiendo que le era preciso encontrar una sustancia capaz de coagular íntimamente las fibras del papel sin afectar a los pigmentos coloreados de los que era soporte, se acordó oportunamente de una técnica que, en su juventud, había visto aplicar a ciertos medallistas italianos: tapizaban el interior de sus cuños con una capa finísima de polvo de alabastro, obteniendo gracias a ello unas piezas que salían del molde casi perfectamente lisas, con lo que resultaba prácticamente inútil toda labor de desbarbado y pulimentado. Prosiguiendo sus investigaciones en este sentido, Kusser descubrió una variedad de yeso que dio resultados muy satisfactorios. Reducido a polvo casi impalpable, mezclado con un coloide gelatinoso e inyectado a una temperatura dada y bajo una fuerte presión, con la ayuda de una microjeringuilla que se podía manejar de modo que siguiera perfectamente la forma compleja del cortado realizado inicialmente por Winckler, el yeso reaglomeraba los filamentos del papel, devolviéndole su primitiva estructura. El polvillo se hacía perfectamente translúcido a medida que se enfriaba, sin provocar ningún efecto aparente en los colores de la acuarela.

El proceso era sencillo y sólo exigía paciencia y meticulosidad. Se construyeron especialmente los aparatos adecuados y se instalaron en la habitación de Morellet, el cual, retribuido con generosidad por Bartlebooth, fue descuidando cada vez más sus funciones en la Escuela Politécnica, para dedicarse por entero al rico diletante.

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