Los orígenes de Oviedo eran confusos. Para unos era un monasterio que habían construido dos monjes que huían de los moros; para otros una ciudadela visigoda; para unos terceros un antiguo castro hispanorromano, llamado unas veces Lucus Asturum y otras Ovetum; por último, se decía también que el fundador de la ciudad había sido el propio Pelayo, al que los españoles llaman Don Pelayo, identificándolo con el portalanza de Don Rodrigo en Jerez, mientras que los árabes lo llaman Bela-el-Rumi, por ser, según ellos, descendiente de romanos. Estas hipótesis contradictorias favorecían los argumentos de Beaumont: Oviedo, afirmaba, era aquella Lebtit fabulosa, la más septentrional de las plazas fuertes árabes en España y, por ello mismo, el símbolo de su dominación sobre toda la península. Su pérdida había puesto fin a la hegemonía islámica en Europa occidental, y para confirmar esta derrota se había instalado Pelayo, victorioso, en ella.
Las excavaciones empezaron en 1930 y duraron más de cinco años. El último año recibió Beaumont la visita de Bartlebooth, que había ido cerca de allí, a Gijón, también antigua capital del reino de Asturias
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, a pintar su primera marina.
Unos meses más tarde volvió Beaumont a Francia. Redactó un informe técnico de setenta y ocho folios sobre la organización de las excavaciones, proponiendo, en particular para la explotación de los resultados, un sistema de vaciado derivado de la clasificación decimal universal, que sigue siendo un modelo dentro del género. Y el 12 de noviembre de 1935 se suicidó.
Habrá un salón, una estancia casi desnuda, con parquet a la inglesa. Las paredes estarán revestidas con paneles de metal.
En el centro de la estancia cuatro hombres estarán agachados, sentados prácticamente sobre los talones, con las piernas muy abiertas, los codos apoyados en las rodillas, las manos juntas, los dedos mayores doblados y los otros extendidos. Tres de ellos estarán alineados de cara al cuarto. Todos llevarán el torso desnudo y los pies descalzos; irán vestidos sólo con un pantalón de seda negra, en el que se repetirá un mismo motivo estampado que representará un elefante. En el dedo meñique de la mano derecha tendrán puesta una sortija de metal en la que estará engastada una obsidiana de forma circular.
El único mueble de la estancia es un sillón Luis XIII de patas torneadas, brazos y respaldo forrados de cuero claveteado. Un largo calcetín negro cuelga de uno de los brazos.
El hombre que está de cara a los otros tres es japonés. Se llama Ashikage Yoshimitsu. Pertenece a una secta fundada en Manila en 1960 por un marinero pescador, un empleado de correos y un dependiente de carnicería. El nombre japonés de la secta es «Shira nami», «La ola blanca»; su nombre inglés «The Three Free Men», «Los tres hombres libres».
En los tres años siguientes a la fundación de la secta, cada uno de aquellos «tres hombres libres» consiguió convertir a otros tres. Los nueve hombres de la segunda generación iniciaron a veintisiete en el transcurso de los tres años siguientes. La sexta promoción contó, en 1975, setecientos veintinueve miembros, entre los cuales estaba Ashikage Yoshimitsu, quien recibió el encargo, junto con otros, de ir a difundir la nueva fe por Occidente. La iniciación a la secta de los «Tres Hombres Libres» es larga, difícil y extremadamente costosa, pero Yoshimitsu encontró, al parecer, sin mayor dificultad, tres prosélitos lo bastante ricos como para poder disponer del tiempo y el dinero imprescindibles para su cometido.
Los novicios están en los comienzos de su iniciación y han de triunfar en unas pruebas preliminares durante las cuales deben aprender a sumirse en la contemplación de un objeto —material o mental— perfectamente anodino, hasta llegar a olvidarse de cualquier sensación, aun de las más dolorosas; a tal efecto los talones de los neófitos agachados no descansan directamente en el suelo, sino en unos gruesos dados de metal de aristas particularmente aceradas, mantenidos en equilibrio sobre dos de sus caras opuestas, una que toca el suelo y la otra el talón; el menor intento de enderezar el pie trae consigo la caída del dado, lo cual provoca la eliminación inmediata y definitiva, no sólo del alumno culpable, sino también de sus dos compañeros; el menor relajamiento hace que la punta del dado penetre en la carne, desencadenando un dolor rápidamente insoportable. Los tres hombres deben permanecer en esta postura desagradable por espacio de seis horas; está permitido levantarse dos minutos cada tres cuartos de hora, aunque se ve con malos ojos que se recurra a este permiso más de tres veces por sesión.
El objeto de meditación varía para cada uno de los tres. El primero, que es el representante exclusivo para Francia de una fábrica sueca de archivadores colgados, ha de resolver un enigma que se le presenta bajo la forma de una cartulina blanca que lleva, caligrafiada en tinta violeta, la pregunta siguiente:
encima de la cual aparece la cifra 6 artísticamente dibujada.
El segundo alumno es un alemán, propietario de una fábrica de canastillas para recién nacidos de Stuttgart. Tiene delante, puesto sobre un cubo de acero, un trozo de madera de armadía cuya forma evoca con bastante precisión una raíz de ginsén.
El tercero, que es una vedette —francesa— de la canción, tiene delante un libro voluminoso que trata de arte culinario, uno de esos libros que se suelen vender al acercarse las fiestas de Navidad. Está puesto en un atril de música. La página por la que está abierto muestra una imagen de una recepción dada en 1890 por Lord Radnor en los salones de Longford Castle. En la página de la izquierda, enmarcada por florones modernistas y guirnaldas, se da una receta de
MOUSSELINE
A LA FRESA
Se preparan trescientos gramos de fresas silvestres o de fresones. Se pasan por un tamiz de Venecia. Se les mezclan doscientos gramos de azúcar glas. Se añade e incorpora a estos elementos medio litro de nata batida muy consistente. Se llenan con la mezcla pequeños recipientes redondos de papel y se ponen a enfriar dos horas en una cubeta con hielo. Al ir a servirlas, póngase en cada mousseline una fresa gruesa.
El propio Yoshimitsu está sentado sobre sus talones, sin que le incomoden los dados. Entre las palmas de las manos sujeta una botellita de zumo de naranja de la que salen varias pajas, empalmadas unas con otras, de forma que le llegan hasta la boca.
Smautf ha calculado que, en 1978, habrá dos mil ciento ochenta y siete nuevos adeptos de la secta de los «Tres Hombres Libres» y, suponiendo que no muera ninguno de los antiguos discípulos, un total de tres mil doscientos setenta y siete creyentes. Luego todo irá mucho más rápido: en el año 2017, la decimonona generación contará más de mil millones de individuos. En el año 2020 habrá recibido la iniciación la totalidad del planeta y hasta mucho más.
En el tercero derecha no hay nadie. El propietario es un tal Foureau; debe de vivir en Chavignolles, entre Caen y Falaise, en un caserón noble en medio de una finca de treinta y ocho hectáreas. Allí rodó hace algunos años la televisión una película titulada
La decimosexta carta de este cubo
; asistió al rodaje Rémi Rorschash, pero no llegó a conocer al propietario.
Nadie parece haberlo visto nunca. No hay ningún nombre en la puerta del piso ni en la lista que figura en la cristalera de la portería. Las persianas están siempre cerradas.
Un salón vacío en el cuarto derecha.
En el suelo hay una estera de cisal trenzado, cuyas fibras se entrecruzan para trazar motivos en forma de estrella. En la pared, un papel pintado imitación tela de Jouy
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representa grandes veleros portugueses de cuatro palos, armados con cañones y culebrinas, que se aprestan a atracar en un puerto; el foque y la cangreja se hinchan con el viento, mientras los marinos, encaramados a las jarcias, cargan las otras velas.
En las paredes hay cuatro cuadros.
El primero es un bodegón que, a pesar de su factura moderna, evoca bastante bien aquellas composiciones ordenadas en torno al tema de los cinco sentidos, tan difundidas por toda Europa desde el Renacimiento hasta las postrimerías del siglo XVIII: sobre una mesa están dispuestos un cenicero en el que se consume un habano, un libro del que se pueden leer el título y el subtítulo —
La sinfonía incompleta
, novela—, pero no el nombre del autor que queda escondido, una botella de ron, un bilboquet y un montón de frutos secos en un frutero: nueces, almendras, orejones de albaricoques, ciruelas pasas, etc.
El segundo representa una calle suburbana, de noche, entre solares vacíos. A la derecha hay una torre de alta tensión cuyas vigas llevan en cada una de sus intersecciones una potente lámpara que está encendida. A la izquierda, una constelación reproduce, invertida (la base en el cielo, la punta en el suelo), la forma exacta de la torre. El cielo aparece cubierto de fluorescencias (azul oscuro sobre fondo más claro) idénticas a las de la escarcha en un cristal.
El tercero representa un animal fabuloso, el tarando, cuya primera descripción se debe a Gélon el sármata:
«Es el tarando un animal grande como un joven toro, de cabeza como de ciervo, aunque algo mayor, adornada con astas largas y ricamente ramificadas, pata hendida, pelo largo como de oso grande, cuero algo menos duro que una coraza. Pocos se han visto en Escitia, pues muda de color según la variedad de sitios en que pace y mora, con lo que viene a representar el color de hierbas, árboles, arbustos, flores, lugares, pastos, peñas y, en general, de todo cuanto le es vecino; esta propiedad le es común con el pulpo marino, que es el pólipo, con los toes, con el licaón de la India y con el camaleón, que es como un lagarto tan admirable que sobre su figura, anatomía, virtudes y propiedad mágica escribió Demócrito un libro entero. Así lo vi yo mudar de color, no sólo por su vecindad con cosas coloreadas, sino por sí mismo, por efecto del miedo y otros sentimientos que tenía; como sobre una alfombra verde lo vi verdear, y, al poco tiempo, volverse amarillo, azul, pardo y violado, como vemos la cresta del gallo de Indias, que muda de color según sus pasiones. Lo que más admirable nos pareció en el tarando fue que no sólo su rostro y piel sino todo su pelo tomaba el color de las cosas a él vecinas».
El cuarto es una reproducción en blanco y negro de un cuadro de Forbes titulado
Una rata detrás del tapiz
. Este cuadro se inspira en una historia real que sucedió en Newcastle-upon-Tyne durante el invierno de 1858.
La vieja lady Forthright poseía una colección de relojes y autómatas de la que estaba muy orgullosa y cuya joya más preciada era un pequeñísimo reloj engastado en un frágil huevo de alabastro. Había encomendado la guarda de su colección a su criado más viejo. Era un cochero que llevaba más de sesenta años sirviéndola y estaba perdidamente enamorado de ella desde la primera vez en que había tenido el privilegio de llevarla en su coche. Había puesto su pasión muda en la colección de su señora y, como era extremadamente habilidoso, la cuidaba con arrebatado esmero, dedicando día y noche a conservar o a recomponer aquellos mecanismos delicados, algunos de los cuales tenían más de dos siglos.
Las piezas más bellas de la colección se guardaban en un pequeño aposento destinado a este único objeto. Se habían encerrado algunas en vitrinas, pero la mayor parte estaban colgadas en la pared y protegidas del polvo por un ligero tapiz de muselina. El cochero dormía en un cuchitril contiguo, pues, desde hacía algunos meses, se había instalado un sabio solitario no lejos del castillo, en un laboratorio donde, a imitación de Martin Magron y del turinés Vella, estudiaba los efectos contrarios de la estricnina y el curare en las ratas, pero la anciana y el cochero estaban persuadidos de que era un bandido, al que sólo la codicia había atraído a aquellos lugares, en los que estaba tramando alguna endemoniada artimaña para apoderarse de sus preciosas joyas.
Una noche despertaron al viejo unos débiles gritos que parecían salir del cuartito. Se imaginó que el diabólico sabio había amaestrado una de sus ratas y le había enseñado a ir a robar los relojes. Se levantó, cogió de su caja de herramientas, que nunca abandonaba, un martillito, entró en el aposento, se acercó al tapiz tan sigilosamente como pudo y dio unos violentos martillazos en el sitio de donde le pareció que procedía el ruido. Por desgracia no se trataba de una rata, sino tan sólo de aquel reloj magnífico engastado en su huevo de alabastro, cuyo mecanismo se había descompuesto ligeramente, produciendo un crujido casi imperceptible. Lady Forthright se despertó sobresaltada con el martillazo, acudió al punto y encontró al viejo criado pasmado, boquiabierto, con el martillo en una mano y la alhaja destrozada en la otra. Sin darle tiempo a explicar lo sucedido, llamó a los otros criados y mandó encerrar a su cochero, creyéndolo loco furioso. Murió la señora al cabo de dos años. Enterado el viejo cochero, logró fugarse de su lejano manicomio, regresó al castillo y se ahorcó en el mismo cuarto en que se había desarrollado el drama.