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Authors: Edgar Allan Poe

Tags: #Fantástico, Terror

Las aventuras de Arthur Gordon Pym (21 page)

Las cabañas eran del aspecto más miserable que imaginarse pueda y, diferenciándose en esto incluso de las razas salvajes más inferiores que la humanidad haya conocido, no estaban construidas siguiendo un plan uniforme. Algunas de ellas (las pertenecientes a los Wampoos o Yampoos, grandes personajes de la isla) consistían en un árbol cortado a un metro de la raíz, aproximadamente, con una gran piel negra echada por encima, que colgaba en pliegues sueltos sobre el suelo. Allí debajo se acurrucaba el salvaje. Otras estaban hechas con toscas ramas de árboles, llenas de hojarasca seca, dispuestas de modo que se reclinaban, formando un ángulo de cuarenta y cinco grados, contra un banco de barro amontonado, sin forma regular, hasta una altura de metro y medio a dos metros. Otras incluso eran simples agujeros excavados perpendicularmente en la tierra y cubiertos con ramas semejantes, que el habitante de la morada tenía que apartar al entrar y que debía colocar de nuevo cuando había entrado. Algunas estaban construidas entre las ramas ahorquilladas de los árboles, tal como crecían, cortando a medias las ramas superiores, de modo que cayesen sobre las inferiores, formando así un cobijo más denso contra el mal tiempo. Pero la mayoría consistía en pequeñas cavernas, poco profundas, raspadas al parecer en la cara de un escarpado arrecife de piedra negra, cortada a pico, y muy parecida a la tierra de batanero, muro que rodeaban tres lados de la aldea. A la entrada de cada una de aquellas cavernas primitivas había una roca pequeña, que el morador colocaba cuidadosamente ante la abertura cuando abandonaba su residencia, ignoro con qué propósito, pues la piedra no era nunca más que del tamaño suficiente para cerrar una tercera parte de abertura.

Esta aldea, si merece semejante nombre, estaba situada en un valle de cierta profundidad, al cual sólo se podía llegar por el sur, pues el escabroso arrecife del que ya he hablado cortaba todo acceso en otras direcciones. Por el centro del valle corría un arroyo susurrante, de la misma agua de apariencia mágica que ya he descrito. Alrededor de las viviendas vimos varios animales extraños, todos al parecer perfectamente domesticados. Los más grandes recordaban a nuestro cerdo común, tanto en la estructura del cuerpo como en el hocico; pero el rabo era peludo, y las patas, delgadas como las del antílope. Su marcha era muy torpe e indecisa, y nunca le vimos intentando correr. Encontramos también otros animales de aspecto muy similar, pero más largos de cuerpo y cubiertos de lana negra. Había una gran variedad de aves domésticas merodeando por los alrededores, y que parecían constituir el alimento principal de los nativos. Con gran asombro nuestro, vimos albatros negros entre aquellas aves en completo estado de domesticación, que iban periódicamente al mar en busca de alimento, pero regresando siempre a la aldea como a su hogar, y utilizando la orilla sur de las cercanías como lugar de incubación. Allí se juntaban con sus amigos los pelícanos, según costumbre; pero éstos no les seguían nunca hasta las viviendas de los salvajes. Entre las otras clases de aves domésticas había patos que diferían muy poco del pato marino de nuestro país, bubias negras y un gran pájaro bastante parecido al buharro, pero que no era carnívoro. Parecía haber allí una gran abundancia de pescado. Durante nuestra visita vimos una gran cantidad de salmones secos, bacalaos, delfines azules, caballas, rayas, congrios, elefantes marinos, múgiles, lenguados, escaros, cueras, triglas, merluzas, rodaballos y otras variedades innumerables. También observamos que en su mayor parte se parecían a los peces que se encuentran en los parajes del grupo de las islas de Lord Auckland, a una latitud tan baja como a los 51º sur. La tortuga de los Galápagos abundaba también mucho. Vimos pocos animales salvajes, y ninguno de gran tamaño o de una especie que nos fuera familiar. Una o dos serpientes de terrible aspecto cruzaron nuestra senda; pero los nativos le prestaron poca atención, de lo que dedujimos que no eran venenosas.

Cuando nos acercábamos a la aldea con Too-wit y su partida, una gran multitud del pueblo se lanzó a nuestro encuentro, dando fuertes gritos, entre los cuales sólo distinguíamos los eternos «¡Anamoo-moo!» y «¡Lama-Lama!». Nos sorprendió mucho ver que, a excepción de uno o dos, los recién llegados iban completamente desnudos, pues las pieles sólo las usaban los hombres de las canoas. Todas las armas del país parecían estar en posesión de estos últimos, pues no había ninguna entre los de la aldea. Había muchas mujeres y niños, no careciendo las primeras de lo que puede llamarse belleza personal. Eran altas, erguidas, bien constituidas y dotadas de una gracia y desenvoltura como no se encuentran en la sociedad civilizada. Sin embargo, sus labios, al igual que los de los hombres, eran gruesos y bastos, hasta el punto de que ni al reír dejaban ver nunca los dientes. Su cabello era más fino que el de los hombres. Entre todos aquellos salvajes desnudos podría haber diez o doce que estaban vestidos, como los de la partida de Too-wit, con pieles negras y armados con lanzas y pesados garrotes. Parecían tener gran influencia entre los demás, quienes al hablarles les dirigían siempre el título de Wampoo. También ellos eran los que moraban en los palacios de las pieles negras. El de Too-wit estaba situado en el centro de la aldea, y era mucho mayor y algo mejor construido que los otros de la misma especie. El árbol que constituía su soporte había sido cortado a una distancia aproximada de tres metros y medio de la raíz, y justamente debajo del corte habían dejado varias ramas que servían para extender el techo e impedir de este modo su aleteo contra el tronco. Además, el techo, que consistía en cuatro pieles muy grandes unidas entre sí por pinchos de madera, estaba asegurado en su base con estaquillas que atravesaban la piel y se hundían en tierra. El suelo estaba sembrado de buena cantidad de hojas secas a modo de alfombra.

A esta cabaña fuimos conducidos con gran solemnidad, metiéndose en ella todos los indígenas que cupieron. Too-wit se sentó sobre las hojas, y nos hizo señas de que imitáramos su ejemplo. Lo hicimos así, y nos sentimos entonces en una situación especialmente incómoda, si no crítica. Nos hallábamos en el suelo doce en total, en unión de los salvajes, en número de cuarenta, sentados sobre sus corvas y tan apretados a nuestro alrededor, que, si hubiese surgido algún disturbio, nos habría sido imposible hacer uso de nuestras armas o incluso ponernos de pie. Las aperturas no eran tan sólo dentro de la tienda, sino también fuera, donde probablemente se hallaban todos los habitantes de la isla, y únicamente los continuos esfuerzos y vociferaciones de Too-wit impedían que la multitud nos atropellase hasta matarnos. Sin embargo, nuestra seguridad dependía de la presencia de Too-wit entre nosotros, por lo que decidimos apretarnos a él como la única oportunidad de salvarnos, resueltos a sacrificarle inmediatamente a la primera manifestación de hostilidad.

Después de algunas molestias, se consiguió cierta tranquilidad cuando el jefe nos dirigió un discurso muy extenso, y que se parecía mucho al que nos dedicó en las canoas, con la excepción de que los «¡Anamoo-moo!» eran ahora más vigorosamente pronunciados que los «¡Lama-Lama!». Escuchamos en profundo silencio hasta que terminó su arenga; entonces el capitán Guy le respondió asegurándole al jefe su eterna amistad y buena voluntad, concluyendo su réplica con el regalo de unos collares de abalorios azules y un cuchillo. Al coger los primeros, el reyezuelo, con gran sorpresa nuestra, levantó la nariz con expresión de desprecio; pero el cuchillo le causó la satisfacción más ilimitada, e inmediatamente ordenó que sirvieran la comida. Ésta fue servida en la tienda por encima de la cabeza de los asistentes, y consistía en las entrañas palpitantes de un extraordinario animal desconocido, probablemente uno de aquellos cerdos de patas delgadas que habíamos observado al acercamos a la aldea. Viendo que no sabíamos cómo arreglárnoslas, comenzó, como para darnos ejemplo, a devorar a grandes bocados el suculento alimento, hasta que no pudimos soportar por más tiempo aquel espectáculo, y dimos muestras tan evidentes de náuseas, que inspiraron a su majestad un asombro sólo inferior al que le habían causado los espejos. Sin embargo, declinamos compartir las exquisiteces que nos ponían delante, y nos esforzamos por hacerle comprender que no teníamos apetito alguno, pues acabábamos de tomar un sustancioso déjeuner. Cuando el monarca dio fin a su comida, comenzamos a hacerle una serie de preguntas de la manera más ingeniosa que pudimos imaginar, con el propósito de descubrir cuáles eran las principales producciones del país, por si pudiéramos sacar provecho de algunas de ellas. Por fin, pareció comprender lo que queríamos decirle, y se ofreció a acompañarnos hasta una parte de la costa donde nos aseguró (señalando a un ejemplar de aquel animal) que encontraríamos la biche de mer en gran abundancia. Estábamos encantados de aprovechar esta primera oportunidad de librarnos de las apreturas de la multitud y manifestamos nuestra impaciencia por ponernos en marcha. Luego salimos de la tienda y, acompañados por toda la población de la aldea, seguimos al jefe hasta la extremidad sudeste de la isla, no lejos de la bahía donde estaba anclado nuestro barco. Esperamos allí durante cerca de una hora, hasta que las cuatro canoas fueron traídas por algunos de los salvajes a donde estábamos nosotros. Todo nuestro grupo embarcó en una de ellas, y fuimos conducidos a lo largo del arrecife antes mencionado, y luego hacia otro más apartado, donde vimos tan gran cantidad de biches de mer como jamás los marineros más viejos de entre nosotros habían visto en aquellos archipiélagos de latitudes inferiores, tan renombrados por este artículo de comercio.

Permanecimos junto a aquellos arrecifes tan sólo el tiempo suficiente para convencernos de que hubiéramos podido cargar fácilmente una docena de barcos con aquel animal en caso de necesidad, mientras íbamos a lo largo de la goleta y nos despedimos de Too-wit, después de hacerle prometer que nos traería, en el plazo de veinticuatro horas, tantos patos marinos y tortugas de los Galápagos como pudieran cargar sus canoas. En toda esta aventura no vimos nada en la conducta de los nativos para suscitar sospechas, con la sola excepción de la sistemática manera como habían reforzado su banda durante nuestro trayecto desde la goleta a la aldea.

Capítulo XX

El jefe era un hombre de palabra, e inmediatamente fuimos abastecidos con abundancia de provisiones frescas. Encontramos las tortugas exquisitas, y los ánades sobrepujaban a las mejores especies de aves silvestres, pues eran sumamente tiernos, jugosos y de un sabor excelente. Aparte de esto, los salvajes nos trajeron, una vez que les hicimos comprender nuestros deseos, una gran cantidad de apio moreno y codearía (hierba contra el escorbuto), además de una canoa cargada de pescado fresco y algún salazón. El apio fue realmente un deleite, y la coclearia resultó ser un beneficio incalculable para restablecer a aquellos de nuestros hombres que presentaban síntomas de escorbuto. En muy poco tiempo no había ni una sola persona en la lista de enfermos. Nos dieron también otras muchas provisiones frescas, entre las cuales pueden mencionarse una especie de mariscos parecidos por su forma a los mejillones, pero con el sabor de las ostras. También tuvimos en abundancia camarones y quisquillas, y huevos de albatros y de otras aves, de cascarón oscuro. Asimismo embarcamos una buena carga de carne del cerdo que he mencionado antes. La mayoría de nuestros hombres la encontraron muy sabrosa, pero a mí me pareció que tenía un olor a pescado, por lo demás desagradable. A cambio de aquellas buenas cosas, ofrecimos a los nativos abalorios azules, chucherías de latón, clavos, cuchillos y retales de tela roja, sintiéndose muy complacidos con el cambio. Establecimos un mercado regular en la costa, justamente bajo los cañones de la goleta, donde nuestros trueques se efectuaban con toda apariencia de buena fe, y con un orden que su conducta en la aldea de Klock-klock no nos hacía esperar de los salvajes.

Los asuntos marcharon así muy amistosamente varios días, durante los cuales las partidas de nativos acudían con frecuencia a bordo de la goleta, y las partidas de nuestros hombres que se hallaban frecuentemente en la costa hacían largas excursiones por el interior sin ser molestados. Viendo la facilidad con que el barco podía cargarse de biche de mer, gracias a la amistosa disposición de los isleños y a la prontitud con que nos prestaban su ayuda para recogerla, el capitán Guy decidió entrar en negociaciones con Too-wit para la construcción de casas adecuadas para curar aquel artículo, dada la utilidad que tanto él como la tribu obtendrían al recoger la mayor cantidad posible, mientras él aprovecharía el buen tiempo para proseguir su viaje hacia el sur. Cuando participó su proyecto al jefe, éste pareció muy bien dispuesto a concertar un acuerdo. Se estipuló, pues, un pacto, perfectamente, satisfactorio para ambas partes, por el cual se decidió que, después de realizados los preparativos necesarios, tales como el señalamiento de los terrenos apropiados, la construcción de una parte de los albergues y algunas otras obras para las cuales sería utilizada toda nuestra tripulación, la goleta reanudaría su ruta, dejando tres de sus hombres en la isla para vigilar el cumplimiento del proyecto e instruir a los nativos en la salazón de la biche de mer. En cuanto a las cláusulas del compromiso, dependerían de la actividad de los salvajes en nuestra ausencia. Ellos debían recibir una cantidad estipulada de abalorios azules, cuchillos, tela roja, etc., a cambio de un determinado número de piculs de biche de mer que debía estar preparado a nuestro regreso.

Una descripción de la naturaleza de este importante artículo de comercio y del modo de prepararlo, puede resultar de algún interés para mis lectores, y no encuentro mejor ocasión para ocuparme del asunto. La siguiente y amplia noticia de esta materia está tomada de una moderna historia de un viaje a los mares del Sur.

«
Se trata de aquel molusco de los mares de la India que se conocen en el comercio con el nombre francés de bouche de mer (un delicioso bocado de mar). Si no me equivoco mucho, el famoso Cuvier lo llama gasteropeda pulmonifera. Se coge en abundancia en las costas de las islas del Pacífico, y especialmente para el mercado chino, donde se cotiza a un alto precio, quizá tanto como esos nidos de pájaros comestibles tan renombrados, que están hechos de una materia gelatinosa recogida por una especie de golondrina del cuerpo de estos moluscos. No tienen concha, patas ni ninguna parte prominente, excepto dos órganos opuestos, uno absorbente y otro excretorio; pero, gracias a sus flancos elásticos, como las orugas o gusanos, se arrastran hacia las aguas poco profundas, en las que, cuando baja la marea, pueden ser vistos por una clase de golondrinas, cuyo pico agudo, clavándose en el blando animal, extrae una sustancia gomosa y filamentosa que, al secarse, se convierte en las sólidas paredes de su nido. De aquí el nombre de gasteropeda pulmonifera
.

Este molusco es oblongo y de diferentes tamaños, desde siete a veinte centímetros de largo; y he visto algunos que no tenían menos de sesenta centímetros. Son casi redondos, un poco aplastados por el lado más próximo al fondo del mar, y su grosor es de dos a veinticinco centímetros. Se arrastran hacia las aguas poco profundas en determinadas estaciones del año, probablemente para reproducirse, pues se los ve entonces a menudo en parejas. Cuando el sol cae con más fuerza sobre el agua, templándola, es cuando se acercan a la orilla, y suelen ir a sitios tan pocos profundos que, al retirarse la marea, se quedan en seco, expuestos al calor del sol. Pero no engendran sus crías en aguas poco profundas, pues no hemos visto allí nunca ninguna de su progenie, y siempre que se les ha observado remontando de las aguas profundas habían alcanzado ya su pleno desarrollo. Se alimentan principalmente de esa clase de zoófitos que producen el coral
.

La biche de mer se coge generalmente a metro o metro y pico de profundidad; después son llevadas a la orilla y se abren por un lado con un cuchillo, siendo la incisión de una pulgada o más, según el tamaño del molusco. A través de esa abertura se sacan las entrañas mediante presión, que se parecen mucho a las de los pequeños habitantes del mar. Luego se lava el animal y después se cuece a cierta temperatura, que no debe ser ni muy elevada ni muy baja. Se les sepulta entonces bajo tierra durante cuatro horas, luego se les hace cocer de nuevo un rato, y después se ponen a secar, ya sea al fuego o al sol. Los curados al sol son los mejores; pero mientras de este modo puedo curar un picul, puedo secar treinta piculs por medio del fuego. Una vez que están convenientemente curados, se pueden conservar en un sitio seco durante dos o tres años sin peligro alguno; pero hay que examinarlos una vez cada pocos meses, es decir, cuatro veces al año, para ver si la humedad los ha atacado. Los chinos, como antes se ha dicho, consideran a la biche de mer como una exquisita golosina, creyendo que es un alimento asombrosamente fortificante y nutritivo, y que reanima los organismos agotados por las voluptuosidades desmedidas. Los de primera calidad alcanzan un precio elevado en Cantón, vendiéndose a noventa dólares el picul; los de segunda calidad, a setenta y cinco dólares; los de tercera, a cincuenta dólares; los de cuarta, a treinta dólares; los de quinta, a veinte dólares; los de sexta, a doce dólares; los de séptima, a ocho dólares, y los de octava, a cuatro dólares; pero, pequeños cargamentos producen con frecuencia más en Manila, Singapur y Batavia
».

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