Las aventuras de Arthur Gordon Pym

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Authors: Edgar Allan Poe

Tags: #Fantástico, Terror

 

La única novela de Poe, que tantos y tan intensos cuentos escribió, es un verdadero friso de atrocidades: a un ritmo vertiginoso, en una atmósfera agobiante, se suceden tempestades, naufragios, hambre y canibalismo, matanzas, gritos, silencios opresores… En estas páginas obsesivas, recargadas, barrocas, no hay un momento de respiro para el lector, que se ve literalmente asediado —y acaso fascinado— por la destrucción y muerte que rezuman. Y no menos sorprendente es su misterioso final, en el que aparece esa inesperada figura velada que tenía «la perfecta blancura de la nieve». Verne no se resignó a ignorar el destino de Pym y lo imaginó en La esfinge de los hielos.

Edgar Allan Poe

Las aventuras de Arthur Gordon Pym

ePUB v1.1

Mcphist
18.05.12

Título original:
Narrative of Arthur Gordon Pym of Nantucket

Edgar Allan Poe, 1838.

Editor original: Mcphist (v1.1)

ePub base v2.0

Prefacio

Cuando regresé hace algunos meses de los Estados Unidos, después de la extraordinaria serie de aventuras en los mares del Sur y otras partes, cuyo relato doy en las páginas siguientes, la casualidad me hizo conocer a varios caballeros de Richmond (Virginia), quienes, tomando un profundo interés en todo cuanto se relaciona con los parajes que había visitado, me apremiaban incesantemente a cumplir con lo que ya constituía en mí un deber —decían— de dar mi relato al público. Sin embargo, yo tenía varias razones para rehusarme: unas de naturaleza enteramente personal; las otras, es cierto, algo diferentes. Una de las consideraciones que particularmente me retraía era el hecho de que, no habiendo escrito un diario durante la mayor parte de mi ausencia, temía no poder redactar de memoria una relación lo bastante minuciosa, con suficiente ilación para obtener toda la fisonomía de la verdad —relato que sería, no obstante, la expresión real—, no conllevando más que aquella natural, inevitable exageración, hacia la cual estamos todos inclinados cuando describimos acontecimientos cuya influencia ha ejercido su poder activo sobre las facultades de la imaginación. Otra de las razones era que los incidentes dignos de ser mencionados resultaban de una naturaleza tan maravillosa que no podía esperar que se me diera crédito, ya que mis afirmaciones no tenían más base que ellas mismas (salvo el testimonio de un solo individuo, y éste mitad indio), aparte mi familia y mis amigos, quienes en el curso de mi vida tuvieron ocasión de alabar mi veracidad; pero, según todas las probabilidades, el gran público tomaría mis asertos como impudentes e ingeniosas mentiras. Debo también manifestar que mi desconfianza en mi talento como escritor era una de las causas principales que me impedían ceder a las sugestiones de mis consejeros.

Entre los caballeros de Virginia que se interesaban vivamente en mi relato, particularmente en la parte relativa al Océano Antártico, se encontraba M. Poe, escritor, editor en un tiempo del
Southern Literary Messenger
; revista mensual publicada en Richmond por M. Thomas W. White. Me comprometió fuertemente, él entre otros, a redactar desde luego un relato completo de todo lo que había visto y soportado, y que confiara a la sagacidad y al sentido común público, afirmando, no sin razón, que por informe que fuera mi obra desde el punto de vista literario, su misma singularidad, si es que la hubiera, sería para ella la mejor oportunidad de ser aceptada como cosa verdadera.

A pesar de esta observación, no pude resolverme a obedecer sus consejos. Me propuso en seguida, viendo mis negativas, que le permitiera redactar a su modo un relato de la primera parte de mis aventuras, según los hechos mencionados por mí, y publicarla
bajo el manto de la ficción
en el
Mensajero del Sur
. Nada pude objetarle; consentí en ello, y estipulé únicamente que mi verdadero nombre sería conservado. Dos partes de la pretendida ficción aparecieron consecuentemente en el
Messenger
(en los números de enero y febrero de 1837), y con el propósito de que quedara bien establecido que se trataba de una mera ficción, el nombre de M. Poe figuró enfrente de los artículos en el índice de materias del
Magazine
.

La manera en que esta superchería fue recibida, me indujo a emprender una compilación regular y la publicación de dichas aventuras; pues vi que a pesar de la apariencia de fábula de que tan ingeniosamente se había revestido, era parte de mi relato aparecido en el
Messenger
(en donde —además— ni uno solo de los acontecimientos había sido alterado o desfigurado), el público no estaba dispuesto de ninguna manera a aceptarlo como una mera fábula, y varias cartas fueron dirigidas a M. Poe, que atestiguaban convicciones del todo contrarias. Concluí que los sucesos de mi relación eran de tal naturaleza que llevaban en ellos mismos la prueba suficiente de su autenticidad, y que, por consiguiente, no tenía que temer gran cosa del lado de la incredulidad popular.

Después de esta exposición, se verá desde el principio lo que me pertenece, lo que es del todo de mi mano en el relato que sigue, y también se ha de comprender que nada ha sido disfrazado en algunas de las páginas escritas por M. Poe. Aún para los lectores que no han podido leer los números del
Messenger
, sería superfluo señalar en dónde termina su parte o en dónde empieza la mía, la diferencia de estilo hablará por sí sola.

A. G. Pym.

Nueva York, julio de 1838
[
1
]
.

Capítulo I

Me llamo Arthur Gordon Pym. Mi padre era un respetable comerciante de pertrechos para la marina, en Nantucket, donde yo nací. Mi abuelo materno era procurador con buena clientela. Hombre afortunado en todo, había ganado bastante dinero especulando con las acciones del Edgarton New Bank, como se llamaba antaño. Con estos y otros medios había logrado reunir un buen capital. Creo que me quería más que a nadie en el mundo, y yo esperaba heredar a su muerte la mayor parte de sus bienes. Al cumplir los seis años me envió a la escuela del viejo Mr. Ricketts, un señor manco y de costumbres excéntricas, muy conocido de casi todos los que han visitado New Bedford. Permanecí en su colegio hasta los dieciséis años, y de allí salí para la academia que Mr. E. Ronald tenía en la montaña. Aquí me hice amigo íntimo del hijo de Mr. Barnard, capitán de fragata, que solía navegar por cuenta de la casa Lloyd y Vredenburgh. Mr. Barnard también era muy conocido en New Bedford, y estoy seguro de que tiene muchos parientes en Edgarton. Su hijo se llamaba Augustus y tenía casi dos años más que yo. Había ido a pescar ballenas con su padre a bordo del John Donaldson, y siempre me estaba hablando de sus aventuras en el océano Pacífico del Sur.

Yo solía ir a su casa con frecuencia, donde permanecía todo el día, y a veces pasaba allí la noche. Dormíamos en la misma cama, y se las ingeniaba para mantenerme despierto casi hasta el alba, contándome historias de los indígenas de la isla de Tinian y de otros lugares que había visitado en sus viajes. Al fin, acabé interesándome por lo que me contaba, y gradualmente fui sintiendo el mayor deseo por hacerme a la mar. Yo poseía un barco de vela llamado Ariel, que valdría unos setenta y cinco dólares. Tenía media cubierta o tumbadillo, y estaba aparejado como un balandro; no recuerdo su tonelaje, pero cabían en él diez personas muy cómodamente. Con esta embarcación cometíamos las locuras más temerarias del mundo, y al recordarlas ahora me maravillo de contarme entre los vivos.

Voy a narrar una de estas aventuras, a modo de introducción de un relato más extenso y trascendental.

Una noche hubo una fiesta en casa de Mr. Barnard, y, al final de ella, Augustus y yo estábamos bastante mareados. Como de costumbre, en casos semejantes, preferí quedarme a dormir allí a regresar a mi casa. Augustus se acostó muy tranquilo, a mi parecer (era cerca de la una cuando se acabó la reunión), sin hablar ni una palabra de su tema favorito. Llevaríamos acostados media hora, y ya me iba a quedar dormido, cuando se levantó de repente y, lanzando un terrible juramento, dijo que no dormiría ni por todos los Arthur Pym de la cristiandad, cuando soplaba una brisa tan hermosa del sudoeste. Me quedé más asombrado que nunca en mi vida, pues no sabía lo que intentaba, y pensé que el vino y los licores le habían trastornado por completo. Mas siguió hablando muy serenamente, diciendo que yo me imaginaba que él estaba borracho, pero que jamás en su vida había tenido más despejada la cabeza. Y añadió que tan sólo estaba cansado de estar echado en la cama como un perro en una noche tan hermosa, y que había decidido levantarse, vestirse y salir a hacer una travesura en mi barca. No sé decir lo que pasó por mí; mas apenas había acabado de pronunciar sus palabras, cuando sentí el escalofrío de una inmensa alegría y de una gran excitación, y aquella idea loca me pareció la cosa más deliciosa y razonable del mundo. Soplaba un viento fresco y hacía frío, pues estábamos a últimos de octubre, pero salté de la cama en una especie de éxtasis, y le dije que yo era tan valiente como él y que estaba tan harto como él de estar en la cama como un perro, y que me hallaba tan dispuesto a divertirme o cometer cualquier locura como cualquier Augustus Barnard de Nantucket.

Nos vestimos sin pérdida de tiempo y corrimos a donde estaba amarrada la barca. Se hallaba en el viejo muelle, cerca del depósito de maderas de Pankey & Co., dando bandazos contra los toscos maderos. Augustus saltó dentro y se puso a achicar, pues la lancha estaba medio llena de agua. Una vez hecho esto, izamos el foque y la vela mayor, las mantuvimos desplegadas y nos metimos resueltamente mar adentro.

Como he dicho antes, soplaba un viento fresco del sudoeste. La noche estaba despejada y fría. Augustus se puso al timón y yo me situé junto al mástil, sobre la cubierta del camarote. Surcábamos las aguas a gran velocidad, sin decirnos palabra desde que habíamos soltado las amarras en el muelle. Al fin, le pregunté a mi compañero qué derrotero pensaba tomar y cuándo calculaba que estaríamos de vuelta. Se puso a silbar durante unos instantes, y luego me dijo secamente:

—Yo voy al mar; tú puedes irte a casa, si te parece bien.

Al volver la vista hacia él, me di cuenta en seguida de que, a pesar de su fingida monchalance, estaba muy agitado. Le veía claramente a la luz de la luna: tenía el rostro más pálido que el mármol, y le temblaban de tal modo las manos, que apenas podía sujetar la caña del timón. Comprendí que algo no marchaba bien y me alarmé seriamente. Por aquel entonces sabía yo muy poco del gobierno de una barca y, por tanto, dependía enteramente de la pericia náutica de mi amigo. Además, el viento había arreciado bruscamente y nos íbamos alejando rápidamente de tierra por sotavento; pero sentí vergüenza de mostrar miedo alguno, y durante casi media hora guardé un silencio absoluto. Sin embargo, no pude contenerme más y le hablé a Augustus de la conveniencia de regresar. Como antes, tardó casi un minuto en responderme o en dar muestras de haber oído mi indicación.

—Sí, en seguida —dijo al fin—. Ya es hora… enseguida regresamos.

Esperaba esta respuesta; pero había algo en el tono de estas palabras que me infundió una indescriptible sensación de miedo. Volví a mirar a mi amigo con atención. Tenía los labios completamente lívidos, y las rodillas se entrechocaban tan violentamente que apenas podía tenerse en pie.

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