Las aventuras de Arthur Gordon Pym (3 page)

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Authors: Edgar Allan Poe

Tags: #Fantástico, Terror

Capítulo II

En cuestiones de mero prejuicio, en pro o en contra nuestra, no solemos sacar deducciones con entera certeza, aunque se parta de los datos más sencillos. Podría imaginarse que la catástrofe que acabo de relatar enfriaría mi incipiente pasión por el mar. Por el contrario, nunca experimenté un deseo más vivo por las arriesgadas aventuras de la vida del navegante que una semana después de nuestra milagrosa salvación. Este breve período fue suficiente para borrar de mi memoria la parte sombría y para iluminar vívidamente todos los aspectos agradables y pintorescos del peligroso accidente. Mis conversaciones con Augustus se hacían diariamente más frecuentes y más interesantes. Tenía una manera de referir las historias del océano (más de la mitad de las cuales sospecho ahora que eran inventadas) que impresionaba mi temperamento entusiasta y fascinaba mi sombría pero ardiente imaginación. Y lo extraño era que cuando más me entusiasmaba en favor de la vida marinera era cuando describía los momentos más terribles de sufrimiento y desesperación. Yo me interesaba escasamente por el lado alegre del cuadro. Mis visiones predilectas eran las de los naufragios y las del hambre, las de la muerte o cautividad entre hordas bárbaras; las de una vida arrastrada entre penas y lágrimas, sobre una gris y desolada roca, en pleno océano inaccesible y desconocido. Estas visiones o deseos, pues tal era el carácter que asumían, son comunes, según me han asegurado después, entre la clase harto numerosa de los melancólicos, y en la época de que hablo las consideraba tan sólo como visiones proféticas de un destino que yo sentía que se iba a cumplir. Augustus estaba totalmente identificado con mi modo de pensar, y es probable que nuestra intimidad hubiese producido, en parte, un recíproco intercambio en nuestros caracteres.

Unos dieciocho meses después del desastre del Ariel, la casa armadora Lloyd y Vredenburgh (que, según tengo entendido, estaba relacionada en cierto modo con los señores Enberby, de Liverpool) estaba reparando y equipando para ir a la caza de la ballena al bergantín Grampus. Era un barco viejo y en malas condiciones para echarse a la mar, aun después de todas las reparaciones que se le hicieron. No llego a explicarme cómo fue elegido con preferencia a otros barcos buenos, pertenecientes a los mismos dueños; pero el caso es que lo eligieron. Mr. Barnard fue encargado del mando y Augustus iba a acompañarle. Mientras se equipaba al bergantín me apremiaba constantemente sobre la excelente ocasión que se me ofrecía para satisfacer mis deseos de viajar. Yo le escuchaba con anhelo; pero el asunto no tenía tan fácil arreglo. Mi padre no se oponía resueltamente; pero a mi madre le daban ataques de nervios en cuanto se mencionaba el proyecto. Y sobre todo mi abuelo, de quién yo tanto esperaba, juró que no me dejaría ni un chelín sí volvía a hablarle del asunto. Pero lejos de desanimarme, estas dificultades no hacían más que avivar mi deseo. Resolví partir a toda costa, y en cuanto comuniqué mi resolución a Augustus, nos pusimos a urdir un plan para lograrlo. Mientras tanto, me abstuve de hablar con ninguno de mis parientes acerca del viaje, y como me dedicaba ostensiblemente a mis estudios habituales, se imaginaron que había abandonado el proyecto. Posteriormente, he examinado mi conducta en aquella ocasión con sentimientos de desagrado, así como de sorpresa. La gran hipocresía que empleé para la consecución de mi proyecto —hipocresía que presidió todas mis palabras y actos de mi vida durante tan largo espacio de tiempo— sólo pudo ser admitida por mí a causa del ansia ardiente y loca de realizar mis tan queridas visiones de viaje.

En la prosecución de mi estratagema, me vi necesariamente obligado a confiar a Augustus muchos de los preparativos, pues se pasaba gran parte del día a bordo del Grampus, atendiendo por su padre a los trabajos que se llevaban a cabo en la cámara y en la bodega. Mas por la noche nos reuníamos para hablar de nuestras esperanzas. Después de pasar casi un mes de este modo, sin dar con plan alguno que nos pareciese de probable realización, mi amigo me dijo al fin que ya había dispuesto todas las cosas necesarias. Yo tenía un pariente que vivía en New Bedford, un tal Mr. Ross, en cuya casa solía pasar de vez en cuando dos o tres semanas. El bergantín debía hacerse a la mar hacia mediados de junio (junio, 1827), y convinimos que un par de días antes de la salida del barco, mi padre recibiría, como de costumbre, una carta de Mr. Ross rogándole que me enviase a pasar quince días con Robert y Emmet (sus hijos). Augustus se encargó de escribir la carta y de hacerla llegar a su destino. Y mientras mi familia me suponía camino de New Bedford, me iría a reunir con mi compañero, quien me tendría preparado un escondite en el Grampus. Me aseguró que este escondite sería suficientemente cómodo para permanecer en él muchos días, durante los cuales no me dejaría ver de nadie. Cuando el bergantín ya estuviera tan lejos de tierra que le fuese imposible volver atrás, entonces, me dijo, me instalarían en el camarote con toda comodidad; y en cuanto a su padre, lo más seguro es que se reiría de la broma. En el camino íbamos a encontrar barcos de sobra para enviar una carta a mi casa explicándoles la aventura a mis padres.

Al fin, llegó mediados de junio y el plan estaba perfectamente madurado. Se escribió y se entregó la carta, y un lunes por la mañana salí de mi casa fingiendo que iba a embarcarme en el vapor para New Bedford; pero fui al encuentro de Augustus, que me estaba aguardando en la esquina de una calle.

Nuestro plan primitivo era que yo debía esconderme hasta que anocheciera, y luego deslizarme en el bergantín subrepticiamente; pero como fuimos favorecidos por una densa niebla, estuvimos de acuerdo en no perder tiempo escondiéndome. Augustus tomó el camino del muelle y yo le seguí a corta distancia, envuelto en un grueso chaquetón de marinero, que me había traído para que no pudiese ser reconocido. Pero al doblar la segunda esquina, después de pasar el pozo de Mr. Edmund, con quien me tropecé fue con mi abuelo, el viejo Mr. Peterson.

—¡Válgame Dios, Gordon! —exclamó, mirándome fijamente y después de un prolongado silencio—. ¿Pero de quién es ese chaquetón tan sucio que llevas puesto?

—Señor —respondí, fingiendo tan perfectamente como requerían las circunstancias un aire de sorpresa, y expresándome en los tonos más rudos que imaginarse pueda—, señor, está usted en un error. En primer lugar, no me llamo Gordon ni Gordin, ni cosa que se le parezca, y, usted, pillo, tendría que tener más confianza conmigo para llamar sucio chaquetón a mi abrigo nuevo.

No sé cómo pude contener la risa al ver la sorpresa con que el anciano acogió mi destemplada respuesta. Retrocedió dos o tres pasos, se puso muy pálido primero y luego excesivamente colorado, se levantó las gafas, se las quitó al instante y echó a correr cojeando tras de mí, amenazándome con el paraguas en alto. Pero se detuvo en seguida, como si se le hubiese ocurrido repentinamente otra idea, y, dando media vuelta, se fue tranqueando calle abajo, trémulo de ira y murmurando entre dientes:

—¡Malditas gafas! ¡Necesito unas nuevas! Hubiera jurado que este marinero era Gordon.

Después de librarme de este tropiezo, proseguimos nuestra marcha con mayor prudencia y llegamos a nuestro punto de destino sin novedad.

A bordo no había más que un par de marineros, y estaban muy atareados haciendo algo en el castillo de proa. Sabíamos muy bien que el capitán Barnard se hallaba en casa de Lloyd y Vredenburgh y que permanecería allí hasta el anochecer, de modo que no teníamos nada que temer por esta parte. Augustus se acercó al costado del barco, y un ratito después le seguí yo, sin que los atareados marineros advirtieran mi llegada. Nos dirigimos en seguida a la cámara, donde no encontramos a nadie. Estaba muy confortablemente arreglada, cosa rara en un ballenero. Había cuatro excelentes camarotes, con anchas y cómodas literas. Observé que también había una gran estufa, y una mullida y amplia alfombra de buena calidad cubría el suelo de la cámara y de los camarotes. El techo tenía unos tres metros de alto. En una palabra, todo parecía mucho más agradable y espacioso de lo que me había imaginado. Pero Augustus me dejó poco tiempo para observar, insistiendo en la necesidad de que me ocultara lo más rápidamente posible. Se dirigió a su camarote, que se hallaba a estribor del bergantín, junto a los baluartes. Al entrar, cerró la puerta y echó el cerrojo. Pensé que nunca en mi vida había visto un cuarto tan bonito como aquél. Tenía unos nueve metros de largo, y no había más que una litera, espaciosa y cómoda, como ya dije. En la parte más cercana a los baluartes quedaba un espacio de algo menos de medio metro cuadrado con una mesa, una silla y una estantería llena de libros, principalmente libros de viajes. Había también otras pequeñas comodidades, entre las que no debo olvidar una especie de aparador o refrigerador, en el que Augustus me tenía preparada una selecta provisión de conservas y bebidas.

Augustus presionó con los nudillos cierto lugar de la alfombra, en un rincón del espacio que acabo de mencionar, haciéndome comprender que una porción del piso, de unos cuarenta centímetros cuadrados, había sido cortada cuidadosamente y ajustada de nuevo. Mientras presionaba, esta porción se alzó por un extremo lo suficiente para permitir introducir los dedos por debajo. De este modo, levantó la boca de la trampa (a la que la alfombra estaba asegurada por medio de clavos), y vi que conducía a la bodega de popa. Luego encendió una pequeña bujía con una cerilla, la colocó en una linterna sorda y descendió por la abertura, invitándome a que le siguiera. Así lo hice, y luego cerró la tapa del agujero, valiéndose de un clavo que tenía en su parte de abajo. De esta forma, la alfombra recobraba su posición primitiva en el piso del camarote, ocultando todos los rastros de la abertura.

La bujía daba una luz tan débil, que apenas podía seguir a tientas mi camino por entre la confusa masa de maderas en que me encontraba ahora. Mas, poco a poco, me fui acostumbrando a la oscuridad y seguí adelante con menos dificultad, cogido a la chaqueta de mi amigo. Después de serpentear por numerosos pasillos, estrechos y tortuosos, se detuvo al fin junto a una caja reforzada con hierro, como las que suelen utilizarse para embalar porcelana fina. Tenía cerca de un metro de alto por casi dos de largo, pero era muy estrecha. Encima de ella había dos grandes barriles de aceite vacíos, y sobre éstos se apilaba hasta el techo una gran cantidad de esteras de paja. Y todo alrededor se apiñaba, lo más apretado posible, hasta encajar en el techo, un verdadero caos de toda clase de provisiones para barcos, junto con una mezcla heterogénea de cajones, cestas, barriles y bultos, de modo que me parecía imposible que hubiésemos encontrado un paso cualquiera para llegar hasta la caja. Luego me enteré de que Augustus había dirigido expresamente la estiba de esta bodega con el propósito de procurarme un escondite, teniendo como único ayudante en su trabajo a un hombre que no pertenecía a la tripulación del bergantín.

Mi compañero me explicó que uno de los lados de la caja podía quitarse a voluntad. Lo apartó y quedó al descubierto el interior, cosa que me divirtió mucho. Una colchoneta de las de las literas de la cámara cubría todo el fondo, y contenía casi todos los artículos de confort del barco que podían caber en tan reducido espacio, permitiéndome, al mismo tiempo, el sitio suficiente para acomodarme allí, sentado o completamente tumbado. Había, entre otras cosas, libros, pluma, tinta y papel, tres mantas, una gran vasija con agua, un barril de galletas, tres o cuatro salchichones de Bologna, un jamón enorme, una pierna de cordero asado en fiambre y media docena de botellas de licores y cordiales.

Inmediatamente procedí a tomar posesión de mi reducido aposento, y esto con más satisfacción que un monarca al entrar en un palacio nuevo. Luego, Augustus me enseñó el método de cerrar el lado abierto de la caja, y, sosteniendo la bujía junto al techo, me mostró una gruesa cuerda negra que corría a lo largo de él. Me explicó que iba desde mi escondite, a través de todos los recovecos necesarios entre los trastos viejos, hasta un clavo del techo de la bodega, inmediatamente debajo de la puerta de la trampa que daba a su camarote. Por medio de esta cuerda yo podía encontrar fácilmente la salida sin su guía, en caso de que un accidente imprevisto me obligara a dar este paso. Luego se despidió, dejándome la linterna, con una abundante provisión de velas y fósforos, y prometiendo venir a verme siempre que pudiera hacerlo sin llamar la atención. Esto sucedía el diecisiete de junio.

Permanecí allí tres días con sus noches (según mis cálculos), sin salir de mi escondite más que dos veces con el propósito de estirar mis piernas, manteniéndome de pie entre dos cajones que había exactamente frente a la abertura. Durante aquel tiempo no supe nada de Augustus; pero esto me preocupaba poco, pues sabía que el bergantín estaba a punto de zarpar y en la agitación de esos momentos no era fácil que encontrase ocasión de bajar a verme. Por último, oí que la trampa se abría y se cerraba, y en seguida me llamó en voz baja preguntándome si seguía bien y si necesitaba algo.

—Nada —contesté—. Estoy todo lo bien que se puede estar. ¿Cuándo zarpa el bergantín?

—Levaremos anclas antes de media hora —respondió—. He venido a decírtelo, pues temía que te alarmase mi ausencia. No tendré ocasión de bajar de nuevo hasta pasado algún tiempo, tal vez durante tres o cuatro días. A bordo todo marcha bien. Una vez que yo suba y cierre la trampa, sigue la cuerda hasta el clavo. Allí encontrarás mi reloj; puede serte útil, pues no ves la luz del día para darte cuenta del tiempo. Te apuesto a que no eres capaz de decirme cuánto tiempo llevas escondido: sólo tres días; hoy estamos a veinte. De buena gana te traería yo mismo el reloj, pero tengo miedo de que me echen de menos.

Y sin decir más, se retiró.

Al cabo de una hora percibí claramente que el bergantín se ponía en movimiento, y me felicité a mí mismo por haber comenzado felizmente el viaje. Contento con esta idea, resolví tranquilizar mi espíritu en la medida de lo posible y esperar el curso de los acontecimientos hasta que pudiese cambiar mi caja por los más espaciosos, si bien apenas más confortables, alojamientos de la cámara. Mi primer cuidado fue recoger el reloj. Dejando la bujía encendida, fui serpenteando en la oscuridad, siguiendo los innumerables rodeos de la cuerda, en algunos de los cuales descubría que después de afanarme largo trecho, volvía a estar a dos pasos de mi primera posición. Por fin, llegué al clavo y, apoderándome del objeto de mi viaje, regresé sin novedad. Me puse a buscar entre los libros de que había sido provisto tan abundantemente y elegí uno que trataba de la expedición de Lewis y Clark a la desembocadura del Columbia. Con esta lectura me distraje un buen rato, y cuando sentí que me dominaba el sueño, apagué la luz y en seguida caí en un sueño profundo.

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