Las aventuras de Arthur Gordon Pym (7 page)

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Authors: Edgar Allan Poe

Tags: #Fantástico, Terror

El bergantín largó todas sus velas y siguió el derrotero primitivo hacia el sudoeste. Los amotinados habían resuelto emprender una expedición de piratería, en la que, según pude deducir, se proponían interceptar el paso de un barco que iba de las islas de Cabo Verde a Puerto Rico. Augustus fue desatado, sin que nadie le prestase atención alguna, y quedó en libertad de acercarse a la escalera de la cámara. Dick Peter le trataba con cierta amabilidad, y en una ocasión le salvó de la brutalidad del cocinero. Pero su situación seguía siendo de lo más precario, pues los marineros se emborrachaban continuamente, y no podía fiarse de su buen humor ni de su despreocupación respecto a él. Sin embargo, la ansiedad que sentía por mí, me dijo, era lo más triste de su situación, y ciertamente jamás he tenido motivos para dudar de la sinceridad de su afecto. Más de una vez había decidido revelar a los amotinados el secreto de mi estancia a bordo, pero no se atrevió a hacerlo, en parte por el recuerdo de las atrocidades que ya había visto, y en parte por la esperanza de poder acudir pronto en mi auxilio. Para la realización de este último propósito estaba constantemente en acecho; pero, a pesar de su permanente vigilancia, transcurrieron tres días desde que el bote había sido dejado a merced de las olas, sin que se presentase ninguna ocasión. Por fin, en la noche del tercer día, empezó a soplar un fuerte viento del este, y todos los marineros estuvieron ocupados en recoger velas. Durante la confusión que siguió, bajó sin que le viesen y entró en el camarote. ¡Cuál no sería su horror y su pesar al descubrir que lo habían convertido en almacén de provisiones y material de a bordo, y que varias brazas de cadena vieja, que habían sido metidas debajo de la escala de toldilla, habían sido arrastradas de allí para dejar sitio a un arca, y estaban colocadas precisamente encima de la trampa! Apartarlas sin que lo notasen era imposible, y regresó a cubierta lo más rápidamente que pudo. Al llegar arriba, el piloto le cogió por la garganta y, preguntándole qué había estado haciendo en la cámara, se disponía a arrojarlo al mar por la banda de babor, cuando su vida fue salvada una vez más por la intervención de Dick Peter. A Augustus le pusieron las esposas (de las que había varios pares a bordo) y le ataron fuertemente por los pies.

Luego lo llevaron a la cámara de proa y lo arrojaron en una de las literas bajas, cerca de los baluartes del castillo de proa, asegurándole que no volvería a poner los pies en la cubierta «hasta que el bergantín dejase de serlo». Ésta fue la expresión del cocinero, que lo arrojó a la hamaca, y es difícil precisar lo que quería decir con esta frase. Sin embargo, todo el asunto resultó, en fin de cuentas, favorable para mi salvación, como se verá enseguida.

Capítulo V

Durante unos minutos después de que el cocinero hubiese abandonado el castillo de proa, Augustus se entregó a la desesperación, pensando que jamás saldría vivo de aquella litera. Entonces tomó la resolución de revelar mi situación al primer hombre que se le acercase, creyendo que era preferible dejarme correr mi suerte con los amotinados que perecer de sed en la bodega, pues hacía diez días que yo estaba aprisionado y mi cántaro de agua sólo contenía una provisión para cuatro días. Mientras pensaba en esto, se le ocurrió la idea de si sería posible comunicarse conmigo por el camino de la cala mayor. En cualquier otra circunstancia, la dificultad y el azar de la empresa le hubieran impedido intentarlo; pero ahora le quedaban muy pocas esperanzas de vida y, por consiguiente, poco que perder; por tanto, puso toda su alma en la tarea.

Sus esposas eran la primera preocupación. Al principio no vio medio alguno de quitárselas, y temió fracasar nada más intentarlo; pero un examen detenido le descubrió que los hierros entraban y salían a placer, con muy poco esfuerzo o inconveniente, simplemente con encoger las manos; pues aquella clase de esposas eran ineficaces para sujetar a personas jóvenes, cuyos huesos, más pequeños, ceden fácilmente a la presión. Luego se desató los pies y, dejando la cuerda de modo que pudiera ajustarse de nuevo fácilmente en caso de que bajase alguien, se puso a examinar el baluarte en el sitio donde se unía con la litera. La separación era aquí de tablas de pino blando, de una pulgada de grueso, y vio que le costaría muy poco trabajo abrirse camino a través de ellas. En aquel momento se oyó una voz en la escalera del castillo de proa, y tuvo el tiempo justo para ponerse la esposa de la mano derecha (pues no se había quitado la de la izquierda) y ajustarse el nudo corredizo de la cuerda a los tobillos, cuando bajó Dick Peter, seguido de Tigre, que inmediatamente saltó a la litera y se tumbó en ella. El perro había sido traído a bordo por Augustus, quien sabía el cariño que yo le tenía al animal y pensó que me agradaría tenerlo conmigo durante el viaje. Había ido a buscarlo a mi casa inmediatamente después de dejarme en la bodega, pero no se había acordado de decírmelo al traerme el reloj. Desde que estalló el motín, Augustus no había vuelto a verlo y lo daba por perdido, suponiendo que lo habría echado por la borda alguno de los miserables villanos de la pandilla del piloto. Al parecer se había escondido en un agujero debajo de un bote, de donde no podía salir por falta de espacio para dar la vuelta. Por fin, Peter lo había sacado y por una especie de sentimiento bondadoso que mi amigo supo apreciar muy bien, se lo llevó al castillo de proa para que le acompañase, dejando al mismo tiempo un trozo de cecina salada y patatas cocidas, con una lata de agua. Luego subió a cubierta, y prometió volver al día siguiente con más comida.

Cuando se fue, Augustus se liberó de las esposas de ambas manos y se desató los pies. Luego levantó la cabecera de la colchoneta en la que había estado echado y, con su cortaplumas (pues los rufianes no lo habían juzgado digno de registrarle) comenzó a cortar vigorosamente una de las tablas de la separación lo más cerca posible al fondo de la litera. Escogió este sitio porque, si tenía que interrumpirlo bruscamente, podía ocultar lo que estaba haciendo dejando caer la cabecera de la colchoneta en su posición adecuada. Pero durante el resto del día no le molestó nadie, y por la noche había cortado la tabla del todo. Hay que observar aquí que ninguno de los marineros de la tripulación ocupaba el castillo de proa como dormitorio, pues desde el motín vivían todos juntos en la cámara, bebiendo y comiendo los víveres del almacén del capitán Barnard, y sin preocuparse más que de lo absolutamente necesario para la navegación del bergantín. Estas circunstancias nos favorecieron tanto a mí como a Augustus: pues; si las cosas hubiesen sucedido de otro modo, le hubiera sido imposible llegar hasta mí, mientras que así pudo realizar con confianza su propósito. Pero amanecía ya antes de que completase el segundo corte de la tabla (que estaba aproximadamente a unos treinta centímetros por encima del primero), dejando así una abertura suficientemente ancha para pasar con facilidad a la cubierta principal del entrepuente. Una vez aquí, se dirigió sin mucha dificultad a la escotilla principal inferior, aunque para ello tenía que trepar a lo alto de las pilas de barricadas de aceite, que llegaban casi hasta debajo de la cubierta, donde apenas quedaba espacio suficiente para su cuerpo. Al llegar a la escotilla se encontró con que Tigre le había seguido, deslizándose entre dos filas de barricas. Pero ya era demasiado tarde para intentar llegar hasta mí antes del amanecer, pues la mayor dificultad estribaba en atravesar la apretada estiba de la bodega inferior. Por eso, resolvió volverse y esperar a la noche siguiente. Con este fin, se puso a desapretar la tapa de la escotilla, de modo que se detuviese lo menos posible cuando volviese de nuevo. No bien acabó de aflojarla cuando Tigre saltó con ansia a la pequeña abertura que formaba, olfateó un momento, y lanzó un prolongado gemido, al tiempo que se ponía a escarbar como si quisiera apartar la tapa con sus patas. Su comportamiento no ofrecía duda alguna: se daba cuenta de que yo estaba en la bodega y Augustus pensó que era posible que me encontrase si lo dejaba bajar. Al mismo tiempo ideó un recurso para enviarme una nota, porque era muy de desear que yo no hiciese ningún intento por mi parte para salir de mi escondite, al menos mientras durasen aquellas circunstancias, pues no había ninguna certeza de que llegase hasta mí al día siguiente, como se proponía. Los acontecimientos posteriores demostraron lo afortunado de esta decisión; pues, si no hubiera sido porque recibí la nota, habría dado indudablemente con algún plan, por desesperado que fuese, para llamar la atención de la tripulación y, en ese caso, hubiera sido más que probable que nos hubiesen matado a los dos.

Una vez que decidió escribir, la dificultad estaba en procurarse materiales para hacerlo. Un mondadientes viejo fue convertido rápidamente en pluma, y esto a tientas, pues las entrecubiertas estaban más negras que el betún. El papel lo obtuvo arrancando la hoja posterior de una carta —del duplicado de la carta falsificada para Mr. Ross—. Éste había sido el borrador original; pero no pareciéndole bastante bien imitada la letra, Augustus había escrito otra, guardándose, por fortuna, la primera en el bolsillo de su chaqueta, donde acababa de encontrarla con tanta oportunidad. Sólo faltaba la tinta, pero el sustituto fue encontrado enseguida por medio de una ligera incisión con el cortaplumas en la yema de un dedo, justamente por encima de la uña, de donde salió un copioso chorro de sangre, como suele suceder en las heridas de este lugar.

La nota fue escrita lo mejor posible, dada la oscuridad y las circunstancias. En ella explicaba brevemente que había habido un motín, que el capitán Barnard había sido abandonado en un bote y que yo podía esperar inmediato auxilio en lo que a las provisiones concernía, pero que no debía aventurarme a ningún movimiento. La carta concluía con estas palabras: «He garrapateado esto con sangre. Tu vida depende de permanecer oculto».

Después de atar la tira de papel al perro, Augustus lo echó por la escotilla y él regresó enseguida al castillo de proa, donde no encontró ningún indicio de que hubiera bajado nadie de la tripulación durante su ausencia. Para ocultar el hueco de la partición, clavó la navaja por encima y colgó un chaquetón de marinero que encontró en la litera. Luego volvió a ponerse las esposas y a atarse la cuerda alrededor de los tobillos.

Apenas acababa de terminar sus preparativos cuando bajó Dick Peter, muy borracho, pero de un humor excelente, trayendo a mi amigo las provisiones para el día. Éstas consistían en una docena de grandes patatas irlandesas asadas y un jarro de agua. Se sentó un rato en un arca, junto a la litera, charlando libremente del piloto y de los asuntos generales del bergantín. Su comportamiento era excesivamente caprichoso, y hasta grotesco. Hubo un momento en que Augustus se alarmó mucho por su extraña conducta. Pero, al fin, subió a cubierta murmurando la promesa de traer a su compañero una buena comida a la mañana siguiente. Durante el día bajaron dos marineros de la tripulación (arponeros), acompañados del cocinero, los tres casi en el último grado de la embriaguez. Lo mismo que Peter, no se abstuvieron de hablar sin reservas de sus planes. Al parecer estaban muy divididos entre sí en lo referente al derrotero definitivo, no estando de acuerdo en ningún punto, excepto en el ataque al barco que venía de las islas de Cabo Verde, y al que esperaban encontrar de un momento a otro. Por lo que podía deducirse de sus palabras, el motín no había estallado por cuestión de piratería: una disensión personal del primer piloto contra el capitán Barnard había sido la causa principal. Ahora parecía haber dos bandos principales entre la tripulación: uno capitaneado por el piloto, y otro por el cocinero.

El primer bando quería apoderarse del primer barco que pasase y equiparlo en alguna de las islas de las Antillas para dedicarlo a la piratería. Pero el último bando, que era el más fuerte y entre cuyos partidarios se encontraba Dick Peter, quería proseguir el derrotero primitivo del bergantín en el Pacífico del Sur, para dedicarse a la pesca de la ballena o a lo que aconsejasen las circunstancias. Las manifestaciones de Peter, que había visitado con frecuencia aquellas regiones, tenían gran peso, aparentemente, entre los amotinados, vacilantes, como estaban, entre sus confusas nociones de provecho y de placer. Peter les hablaba de un mundo de novedades y diversiones en las innumerables islas del Pacífico; de la perfecta seguridad y de la libertad sin trabas que podían disfrutar allí, y más particularmente de lo delicioso del clima, de los abundantes medios para darse buena vida y de la voluptuosa belleza de sus mujeres. Sin embargo, no se había resuelto nada aún; pero las escenas que pintaba el marinero mestizo se iban quedando grabadas en las ardientes imaginaciones de los marineros, y era muy probable que sus intenciones fueran las que finalmente surtieran su efecto.

Los tres hombres se marcharon al cabo de una hora, y nadie más entró en el castillo de proa en el resto del día. Augustus no se movió hasta que se acercó la noche. Luego se desembarazó de los hierros y de la cuerda, y se preparó para su tentativa. Encontró una botella en una de las literas, y la llenó de agua del cántaro que le había dejado Peter, al tiempo que se llenaba los bolsillos de patatas frías. Para alegría suya, se encontró una linterna con un pequeño cabo de vela, que podía encender cuando quisiera, pues tenía en su poder una caja de fósforos.

Cuando fue completamente de noche se deslizó por el agujero del mamparo, teniendo la precaución de arreglar las mantas de la litera de modo que simularan el bulto de una persona acostada. Cuando pasó por el agujero colgó de nuevo el chaquetón como antes, para ocultar la abertura, maniobra ésta que era fácil de ejecutar, pues no reajustó la tabla que había sacado hacia fuera. Se halló luego en el entre puente, continuando su camino, como antes, entre las barricas de aceite y la parte inferior de la cubierta, hasta la escotilla principal. Al llegar a ésta encendió la vela y bajó con gran dificultad entre la compacta estiba de la caja. Por unos momentos llegó a alarmarse, al advertir el hedor insoportable y denso de la atmósfera. Creyó que no era posible que yo hubiese sobrevivido a tan largo encierro, respirando un aire tan malsano.

Me llamó varias veces por mi nombre sin obtener respuesta alguna, y sus temores parecían confirmarse así. El bergantín se balanceaba violentamente, con tal estrépito, que era inútil aplicar el oído para escuchar un ruido tan débil como el de mi respiración o el de mi ronquido. Abrió la linterna y la levantaba tan alto como podía cada vez que encontraba espacio suficiente, a fin de que, al observar yo la luz, pudiera comprender, si estaba vivo, que se acercaba el socorro. Sin embargo, no percibía reacción alguna mía, y la suposición de que yo había muerto comenzó a tener carácter de certeza para Augustus. No obstante, resolvió abrirse camino, si le era posible, hasta la caja, para salir de dudas respecto a la verdad de sus temores. Caminó algún tiempo en el estado de ansiedad más lastimoso, hasta que encontró, por fin, el paso completamente obstruido y no había ninguna posibilidad de seguir adelante. Vencido por la desesperación, se dejó caer sobre un montón de tablas y empezó a llorar como un niño. Fue en aquel momento cuando oyó el ruido de la botella que yo había tirado. Afortunado, en verdad, fue aquel incidente, pues, por trivial que parezca, de él depende el destino de mi vida. Han transcurrido muchos años hasta que me enteré de este hecho, una vergüenza natural y el remordimiento de su debilidad e indecisión le impidieron a Augustus manifestarme enseguida lo que, con una intimidad más profunda y sincera, se decidió a contarme después. Al encontrar obstruido su camino por multitud de obstáculos, que no podía vencer, decidió abandonar su empresa y regresar al castillo de proa. Antes de condenarle por esta decisión, deben tenerse en cuenta las terribles circunstancias que le rodearon. La noche avanzaba de prisa y su ausencia podía ser descubierta; esto sucedería inevitablemente si no se hallaba en su litera al romper el día. La vela se estaba agotando y le sería muy difícil encontrar en la oscuridad el camino hacia la escotilla. También debe recordarse que tenía sus buenas razones para creerme muerto, en cuyo caso no resultaría ningún beneficio para mí llegando hasta la caja, y, en cambio, tropezaría con un mundo de peligros sin utilidad alguna. Me había llamado repetidas veces y no le había contestado, yo llevaba once días con sus noches sin más agua que la que contenía el jarro que él me había dejado, provisión que no era muy probable que yo hubiese economizado al comienzo de mi encierro, pues esperaba una pronta liberación. La atmósfera de la cala, por otra parte, debía de haberle parecido, al llegar desde el aire comparativamente puro del castillo de proa, de naturaleza totalmente tóxica y muchísimo más intolerable de lo que me había parecido a mí al tomar posesión de mi alojamiento en la caja, pues entonces la escotilla llevaba muchos meses abierta. Añádase a estas consideraciones las escenas de sangre y terror que había presenciado últimamente mi amigo; su encierro, sus privaciones y sus milagrosas escapadas de la muerte, junto con la frágil y equívoca situación en que se hallaba su vida —circunstancias todas ellas capaces de quitar las energías al más fuerte— y el lector se explicará fácilmente, como yo me lo he explicado, esta aparente falta de amistad y de fidelidad, con sentimientos más bien de pena que de resentimiento.

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