Las aventuras de Arthur Gordon Pym (11 page)

Read Las aventuras de Arthur Gordon Pym Online

Authors: Edgar Allan Poe

Tags: #Fantástico, Terror

El único de nuestros enemigos que quedaba vivo era Richard Parker. A éste, como se recordará, yo lo había derribado de un golpe con el brazo de la bomba al comienzo de la refriega. Ahora yacía inmóvil junto a la puerta del camarote hecha astillas: pero al tocarle Peter con el pie, habló pidiéndole clemencia. Sólo tenía una ligera herida en la cabeza, y si había perdido el conocimiento era a causa de la contusión. Se puso en pie y, por el pronto, le atamos las manos a la espalda. El perro seguía gruñendo encima de Jones: pero, después de un examen, vimos que estaba muerto, y un chorro de sangre le manaba de una profunda herida en la garganta, infligida por los agudos colmillos del animal.

Era alrededor de la una de la madrugada, y el viento seguía soplando con furia tremenda. Evidentemente, el bergantín trabajaba más de lo corriente, y era absolutamente necesario hacer algo para aliviar su situación. A cada cabeceo a sotavento, embarcaba una ola, varias de las cuales llegaron parcialmente hasta la cámara durante nuestra refriega, pues al bajar yo había dejado abierta la escotilla. Toda la obra muerta de babor había sido arrastrada por el mar, así como el fogón, junto con el bote que estaba encima de la bovedilla. Los crujidos y las vibraciones del palo mayor también indicaban que estaba próximo a romperse. A fin de hacer más sitio para la estiba en la bodega de popa, el pie de este mástil se había fijado en el entre puente (práctica perniciosa a que a veces recurren por ignorancia los constructores de barcos), de modo que corría un peligro inminente de que fuera arrancado. Y para colmo de nuestras dificultades, sondamos la caja de bombas y vimos que no tenía menos de dos metros de agua.

Abandonando los cadáveres que yacían en la cámara, nos pusimos a trabajar inmediatamente con las bombas. A Parker, naturalmente, se le dejó en libertad para que nos ayudase en la tarea. Vendamos el brazo de Augustus lo mejor posible, y hacía lo que podía, que no era mucho. Pero descubrimos que podíamos impedir que el agua subiese de nivel manteniendo constantemente en funcionamiento una bomba. Como sólo éramos cuatro, el trabajo resultaba excesivo; pero tratamos de conservar los ánimos, y esperábamos con ansiedad el alba, pues teníamos el propósito de aligerar el bergantín cortando el palo mayor.

De este modo, pasamos una noche de terrible ansiedad y fatiga, y cuando al fin amaneció, la tempestad no había amainado ni daba muestras de querer amainar. Arrastramos los cadáveres a cubierta y los arrojamos por la borda; luego nos ocupamos del palo mayor. Una vez hechos los preparativos necesarios, Peter cortó el mástil (habíamos encontrado hachas en la cámara), mientras los demás manteníamos tensos los estays y los aparejos. Como el bergantín dio un tremendo bandazo a sotavento, se ordenó cortar los acolladeros de barlovento, con lo cual toda la masa de maderas y jarcias cayó al mar, desembarazada del bergantín y sin causarle ningún daño. Vimos que el barco no trabajaba tanto como antes, pero nuestra situación seguía siendo precaria, y, a pesar de nuestros desesperados esfuerzos, no conseguíamos achicar el agua sin el empleo de las dos bombas. La ayuda que podía prestarnos Augustus era realmente de poca importancia. Para aumentar nuestros apuros, una ola enorme descargó sobre el costado de barlovento, apartó al bergantín varios puntos del viento y, antes de que pudiera recobrar su posición, rompió otra ola sobre él y lo tumbó completamente de costado. El lastre se desplazó en masa sobre el costado de sotavento (la estiba llevaba ya un rato desplazándose a un lado y a otro) y por unos momentos creímos zozobrar irremisiblemente. Pero el barco se enderezó en parte, aunque el lastre seguía retenido a babor, por lo que era inútil pensar en hacer funcionar las bombas, las cuales hubieran hecho realmente poco, porque teníamos las manos en carne viva por el exceso de trabajo y nos sangraban de la manera más horrible.

Contra el consejo de Parker, nos pusimos a cortar el palo trinquete, y al fin lo conseguimos tras mucha dificultad, debido a la posición en que nos hallábamos. Al caer al mar, se llevó el bauprés y dejó al bergantín completamente convertido en un cascaron.

Por tanto, podíamos congratularnos aún de que nuestro bote no se lo hubiera llevado el mar, pues no había sufrido ninguna avería a pesar de las enormes olas que habían entrado a bordo. Pero esta alegría no nos duró mucho, pues faltos de trinquete y por tanto de su vela, que había mantenido firme al bergantín, el mar descargaba de lleno sobre nosotros y en cinco minutos nuestra cubierta fue barrida de popa a proa, el bote y su amuras destrozadas, e incluso el cabestrante pequeño hecho astillas. Realmente la situación no podía ser más deplorable para nosotros.

A mediodía pareció que la borrasca iba a amainar, pero nos llevamos un chasco desagradable, pues apenas calmada unos momentos, se reprodujo con redoblada violencia. Hacia las cuatro de la tarde era completamente imposible mantenerse de pie de cara al viento, y al cerrar la noche no nos quedaba ni una sombra de esperanza de que el barco resistiese hasta la mañana.

A medianoche nos habíamos hundido bastante en el agua, de forma que llegaba ahora hasta el entre puente. Poco después, un golpe de mar arrancó el timón y se llevó toda la parte de popa que estaba fuera del agua, con lo que sufrió tal golpe al caer, en su cabeceo, como si hubiese encallado. No habíamos previsto que el timón nos faltase tan pronto, pues era inusitadamente fuerte y estaba colocado de un modo como no había visto nunca antes ni he visto después. Debajo de su pieza de madera principal había una serie de recias abrazaderas de hierro, y otras abrazaderas del mismo metal sujetaban el codaste. A través de estas abrazaderas pasaba una espiga de hierro forjado, muy gruesa, quedando así el timón firmemente sujeto y girando libremente sobre la espiga. Puede calcularse la terrible fuerza de las olas por el hecho de que las abrazaderas del codaste, que corrían a lo largo de él, estaban clavadas y remachadas; fueron separadas por completo de la sólida madera.

Apenas habíamos tenido tiempo de respirar, después de la violencia de este choque, cuando una de las olas más tremendas que he visto en mi vida rompió a bordo directamente sobre nosotros, barriendo la escalera de la cámara, reventando en las escotillas e inundando de agua hasta el último rincón del bergantín.

Capítulo IX

Afortunadamente, poco antes de anochecer nos amarramos firmemente los cuatro a los restos del cabrestante, tumbándonos de este modo sobre la cubierta lo más aplastados posible. Esta precaución fue lo único que nos salvó de la muerte. De todas maneras, estábamos más o menos aturdidos por el inmenso peso de agua que nos cayó encima, y que no nos arrastró hasta que estuvimos casi exhaustos. Tan pronto como pude recobrar el aliento, llamé en voz alta a mis compañeros. Pero sólo contestó Augustus, diciendo: «¡Todo se ha acabado para nosotros! ¡Dios tenga misericordia de nuestras almas!».

Poco a poco, los otros dos fueron recobrando el habla y nos exhortaron a tener ánimos, pues aún había esperanzas, sabiendo que era imposible que el bergantín se hundiese, debido a la naturaleza del cargamento y porque, además, parecía probable que la tempestad amainase por la mañana. Estas palabras me reanimaron; por extraño que parezca, aunque era obvio que un barco cargado de barricas de aceite vacías no puede sumergirse, yo había tenido hasta este momento tan confusa la mente, que no había caído en la cuenta, y el peligro que había temido más durante aquellas horas era el de que nos hundiésemos. Al renacer la esperanza en mi corazón, aproveché todas las ocasiones para afianzar las ligaduras que me sujetaban a los restos del cabrestante, y en esta ocupación no tardé en descubrir que mis compañeros también estaban ocupados en lo mismo. La noche era muy oscura, y no intento describir el caos y el horrible y lúgubre estruendo que nos rodeaba. La cubierta se hallaba al nivel del agua, o más bien estábamos rodeados de altas crestas de espuma, parte de las cuales rompían a cada instante sobre nosotros. No sería exagerado decir que no teníamos la cabeza fuera del agua más que un segundo de cada tres. Aunque estábamos muy juntos, ninguno de nosotros podía ver a otro, ni siquiera nada de la parte del bergantín, sobre la cual éramos tan impetuosamente zarandeados. A intervalos, nos llamábamos unos a otros, intentando mantener viva la esperanza y dar consuelo y valor a quien más necesidad tenía de ello. La débil situación de Augustus le hacía objeto de la solicitud de todos nosotros; y como suponíamos que la herida en el brazo derecho había de imposibilitarle para sujetar sólidamente su amarra, nos figurábamos a cada instante que iba a ser arrastrado por las olas, y prestarle socorro era algo absolutamente imposible. Afortunadamente, se encontraba en el sitio más seguro, pues la parte superior de su cuerpo se cubría con un trozo de cabrestante roto, y las aguas, antes de caerle encima, perdían gran parte de su violencia. En cualquier otra posición que no fuese aquélla (en la que había quedado accidentalmente después de haberse atado él mismo en un sitio muy expuesto), hubiese perecido infaliblemente antes del amanecer. Debido a que el bergantín se hallaba muy echado hacia la banda, estábamos menos expuestos a ser arrebatados por las olas, como hubiese sucedido en otro caso. Como he dicho antes, el barco se inclinaba hacia babor, pero la mitad de la cubierta estaba constantemente bajo el agua. Por eso las olas, que entrechocaban por estribor, rompían contra el costado del barco, alcanzándonos solamente algunas rociadas de agua, mientras yacíamos tendidos boca abajo; por el contrario, las que venían por babor, las que se llaman olas de remanso, porque caen por la espalda, no podían cogernos con bastante ímpetu, a causa de nuestra posición, no tenían fuerza suficiente para soltarnos de nuestras amarras.

En tan espantosa situación permanecimos hasta que alumbró el día, mostrándonos con todo detalle los horrores que nos rodeaban. El bergantín era un simple tronco que rodaba a merced de las olas; la tempestad no había cedido sino para soplar con la fuerza de un huracán, y parecía que no podíamos esperar salvación alguna terrenal. Durante varias horas permanecimos en silencio, esperando a cada momento que se rompieran nuestras amarras, que los restos del cabrestante irían por la borda, o que algunas de las enormes olas que rugían en todas direcciones alrededor y por encima de nosotros sumergiese de tal modo el casco, que nos ahogásemos antes de volver a la superficie. Mas, por la clemencia de Dios, nos libramos de estos peligros inminentes, y hacia el mediodía nos reanimamos, recibiendo como una bendición los rayos del sol. Poco después notamos una sensible disminución de la fuerza del viento, y entonces, por primera vez desde la última parte de la noche anterior, Augustus habló, preguntándole a Peter, que era el que estaba más cerca de él, si creía que había alguna posibilidad de salvación. Como no dio ninguna respuesta al principio a esta pregunta, todos creímos que el mestizo se había ahogado; pero en seguida, con gran alegría nuestra, empezó a hablar, aunque muy débilmente, diciendo que sentía grandes dolores a consecuencia del corte que la presión de las ligaduras le habían hecho en el estómago, que debía encontrar el medio de aflojarlas o moriría, pues era imposible que pudiese soportar por más tiempo aquella situación. Esto nos causó gran disgusto, pues era inútil pensar en ayudarle mientras el mar siguiera azotándonos como hasta entonces. Le exhortamos a que soportase sus sufrimientos con paciencia, y le prometimos aprovechar la primera oportunidad que se presentase para aliviarle. El mestizo replicó que sería demasiado tarde, que todo se acabaría para él antes de que pudiéramos hacerlo, y luego, después de quejarse durante unos minutos, se quedó silencioso, de lo cual dedujimos que había perecido.

Al caer la tarde, el mar se calmó, hasta el punto de que apenas rompía una ola contra el casco del lado de barlovento cada cinco minutos, y el viento había amainado bastante, aunque todavía soplaba una fuerte galerna. Hacía unas horas que no había oído hablar a ninguno de mis compañeros, y llamé a Augustus; pero me contestó tan débilmente que no pude entender lo que me dijo. Luego llamé a Peter y a Parker, de ninguno de los cuales recibí contestación.

Poco después caí en un estado de insensibilidad parcial, durante el cual vagaban por mi espíritu las imágenes más placenteras, como árboles de verdísimo follaje, ondulantes prados de sazonada mies, procesiones de bailarinas, tropas de caballería, y otras fantasías. Recuerdo ahora que, en todas las visiones que pasaron ante los ojos de mi imaginación, el movimiento era la idea predominante. Por eso, nunca me imaginé ningún objeto estacionario, tal como una casa, una montaña, o algo por el estilo; sólo veía molinos de viento, barcos, grandes aves, globos, gentes a caballo o conduciendo carruajes a gran velocidad, y otros objetos móviles similares que se me aparecían en sucesión interminable. Cuando salí de este estado, hasta donde podía adivinar, hacía ya una hora que brillaba el sol. Me costaba grandes esfuerzos recordar las diversas circunstancias relacionadas con mi situación y durante cierto tiempo permanecí firmemente convencido de que aún me hallaba en la cala del bergantín, junto a la caja, y de que el cuerpo de Parker era el de Tigre.

Cuando recobré por completo mis sentidos, vi que el viento era sólo una brisa moderada, y que el mar se hallaba en relativa calma, de modo que el bergantín sólo embarcaba agua por el centro de la cubierta. Mi brazo izquierdo se había desprendido de sus ligaduras, y estaba muy lacerado hacia el codo; mi brazo derecho estaba completamente entumecido y la mano y la muñeca extraordinariamente hinchados por la presión de la cuerda, que se había corrido desde el hombro hacia abajo. También me dañaba mucho otra cuerda que me rodeaba el pecho y que se había puesto tirante hasta un grado insufrible de presión. Al mirar hacia mis compañeros observé que Peter vivía aún, aunque tenía atada a la cintura una cuerda gruesa, tan apretada, que parecía como si le hubiesen cortado en dos; al moverme yo me hizo una débil seña con la mano, indicándome la cuerda. Augustus no daba señales de vida, y estaba inclinado casi hasta doblarse sobre una astilla del cabrestante. Parker me habló cuando vio que me movía, y me preguntó si me restaban aún fuerzas suficientes para soltarle, asegurándome que si yo lo conseguía reuniendo las energías que me quedasen quizá pudiera salvarnos la vida, mientras que de otro modo pereceríamos todos. Le dije que se armara d valor, pues intentaría quitarle las ligaduras. Palpándome el bolsillo del pantalón, encontré el cortaplumas y, tras varios intentos infructuosos, conseguí abrirlo. Luego, con la mano izquierda logré soltar mi mano derecha y después corté las cuerdas que me sujetaban. Pero al intentar cambiar de postura sentí que se me doblaban las piernas y que no podía levantarme, ni mover mi brazo en dirección alguna. Al decirle a Parker lo que me sucedía, me aconsejó que me estuviese quieto durante unos momentos, agarrándome al cabrestante con la mano izquierda, para que de este modo se restableciese la circulación de la sangre. Al hacerlo así empezó a desaparecer el entumecimiento y pude mover primero una pierna y luego la otra, y poco después recobré parcialmente el uso del brazo derecho. Entonces, arrastrándome a gatas, con gran precaución, hasta Parker, sin conseguir sostenerme sobre mis piernas, le corté al instante las ligaduras y en poco tiempo también él recobró el uso parcial de las piernas. Sin pérdida de tiempo le soltamos la cuerda a Peter. A través de la pretina de su pantalón de lana y de dos camisetas, le había hecho una profunda herida que le llegaba hasta la ingle, de la que, al quitarle la cuerda, le manaba la sangre copiosamente. Pero tan pronto como se sintió libre, nos dijo que había experimentado un alivio instantáneo, siendo capaz de moverse con mayor facilidad que Parker y que yo; sin duda, esto era debido a la descarga de la sangre.

Other books

Starf*cker: a Meme-oir by Matthew Rettenmund
Last Safe Place, The by Hammon, Ninie
Rockoholic by Skuse, C. J.
Those Who Feel Nothing by Peter Guttridge
The Road of Bones by Anne Fine
Vampire Cowboy by Chastain, Juliet