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Authors: Edgar Allan Poe

Tags: #Fantástico, Terror

Las aventuras de Arthur Gordon Pym (12 page)

Teníamos pocas esperanzas de que Augustus se recobrase, pues no daba señales de vida; pero, al acercarnos a él, vimos que simplemente estaba desmayado por la pérdida de sangre, pues las vendas que le habíamos puesto en el brazo herido habían sido arrancadas por las olas; ninguna de las cuerdas que le sujetaban al cabrestante estaba suficientemente apretada para ocasionarle la muerte. Después de haberle quitado las ligaduras, conseguimos apartarle del trozo de madera que estaba cerca del cabrestante, lo pusimos a buen resguardo en un sitio a barlovento, con la cabeza un poco más baja que el cuerpo, dedicándonos los tres a darle fricciones en los miembros. Al cabo de media hora volvió en sí, aunque hasta la mañana siguiente no dio muestras de conocernos, ni tuvo suficientes fuerzas para hablar. Cuando acabamos de quitarnos las ligaduras ya era completamente de noche, y comenzaba a nublarse, lo cual nos angustió profundamente, pues temíamos que volviese a soplar viento fuerte, en cuyo caso nada nos salvaría de perecer, dada nuestra extenuación. Por fortuna, el viento continuó muy moderado durante la noche y el mar se iba calmando a cada minuto, haciéndonos concebir grandes esperanzas de salvación. Soplaba una ligera brisa del noroeste, pero no hacía nada de frío. Augustus fue atado cuidadosamente del lado de barlovento, de manera que no pudiera escurrirse con los balanceos del barco, pues estaba demasiado débil para sostenerse solo. Nosotros no teníamos ya necesidad de atarnos. Permanecimos sentados muy juntos, amparándonos unos a otros con la ayuda de las cuerdas rotas en tomo al cabrestante, mientras trazábamos planes para librarnos de nuestra espantosa situación. Sentimos mucho alivio al quitarnos la ropa y retorcerla para que soltase el agua. Cuando nos la pusimos de nuevo sentimos un agradable calor que nos vigorizó en no escaso grado. Le ayudamos a Augustus a quitarse la ropa, se la retorcimos y también experimentó la misma agradable sensación.

Ahora nuestros principales sufrimientos eran el hambre y la sed, y cuando comenzamos a pensar en el medio de buscar algún alivio a este respecto se nos encogió el corazón, y casi deploramos haber escapado de los peligros menos temibles del mar. Sin embargo, procuramos consolarnos con la esperanza de que nos recogiese en breve algún barco, y nos dimos ánimos mutuamente para soportar con entereza los infortunios que pudieran acaecernos.

Al fin alboreó la mañana del día catorce, y el tiempo seguía siendo despejado y tranquilo, con brisa firme pero ligera del noroeste. El mar estaba en completa calma y como, por alguna causa que no podía determinar, el bergantín no se inclinaba tanto sobre la banda como antes, la cubierta estaba relativamente seca y podíamos movernos con libertad. Llevábamos ya más de tres días con sus noches sin comer ni beber, por lo que se nos hizo absolutamente necesario intentar subir algo de abajo. Como el bergantín estaba lleno de agua por completo, nos dispusimos a esta tarea desalentadora, y con muy pocas esperanzas de llegar a conseguir algo. Nos hicimos una especie de draga valiéndonos de unos clavos que arrancamos de los restos de la cubierta de escotilla y los clavamos en dos trozos de madera. Amarrándolos en forma de cruz, los atamos al extremo de una cuerda y los arrojamos a la cámara, arrastrándolos de un lado para otro, con la débil esperanza de enganchar así algún artículo que nos sirviese de alimento, o que al menos nos proporcionase el medio de obtenerlo. Pasamos la mayor parte de la mañana dedicados a esta tarea, sin pescar nada más que unas ropas de cama que se engancharon enseguida en los clavos. En verdad, nuestro invento era tan tosco, que apenas podía esperarse mayor éxito.

Luego probamos en el castillo de proa, pero igualmente en vano, y ya estábamos al borde de la desesperación, cuando Peter propuso que le atásemos una cuerda al cuerpo y le dejásemos intentar subir algo, buceando en la cámara. La proposición fue acogida con todo el entusiasmo que, al reavivar la esperanza, podía inspirar. Inmediatamente se despojó de sus ropas, con excepción de los pantalones, y le atamos cuidadosamente una gruesa cuerda a la cintura, haciéndosela pasar por encima de sus hombros, de modo que no hubiese ninguna posibilidad de que se deslizase. La tarea era de gran dificultad y peligro, pues, como esperábamos encontrar poca cosa, si encontrábamos alguna provisión en la cámara, era necesario que el buceador, tras de permanecer él mismo abajo, tenía que dar una vuelta a la derecha y seguir bajo el agua a una distancia de tres o tres metros y medio, por un pasillo estrecho, hasta el almacén, y volver sin haber respirado.

Una vez preparado todo, Peter descendió a la cámara, bajando por la escala de toldilla, hasta que el agua le llegó a la barbilla. Entonces se zambulló de cabeza, torciendo a la derecha mientras fondeaba, y tratando de llegar al almacén. Pero esta primera tentativa fue totalmente infructuosa. Antes de medio minuto, sentimos tirar violentamente de la cuerda (era la señal convenida para cuando desease que lo subiéramos). Por tanto, lo subimos inmediatamente, pero con tan poca precaución, que le dimos un fuerte golpe contra la escalera. No traía nada, pues no había podido penetrar más que muy poco en el pasillo, debido a los constantes esfuerzos que tuvo que hacer para no subir flotando hasta el techo. Al salir estaba muy cansado y tuvo que descansar un cuarto de hora largo antes de aventurarse a descender de nuevo.

La segunda tentativa dio peores resultados aún; pues permaneció tanto tiempo debajo del agua sin dar la señal para izarlo, que, alarmados por su seguridad, lo sacamos y vimos que estaba casi asfixiado, pues, según nos dijo, había tirado repetidas veces de la cuerda sin que lo notáramos. Probablemente, esto se debió a que una parte de la cuerda se había enredado en la balaustrada, al pie de la escalera. La balaustrada era un estorbo tan grande, que decidimos quitarla, si era posible, antes de proseguir nuestros propósitos. Como no teníamos más medio de quitarla que por fuerza mayor, nos metimos los cuatro en el agua hasta donde nos fue posible, bajando por la escalera, y dando un fuerte tirón con todas nuestras fuerzas unidas, logramos echarla abajo.

La tercera tentativa fue tan infructuosa como las dos anteriores, y nos convencimos de que no podría hacerse nada sin la ayuda de algún peso que asegurase al buceador y le mantuviese en el fondo de la cámara mientras verificaba sus pesquisas. Durante un buen rato estuvimos buscando en vano algo que pudiera servirnos para nuestros fines; al fin, con gran alegría nuestra, descubrimos que una de las cadenas del barco estaba tan suelta, que se podía arrancar con facilidad. Atada a uno de los tobillos de Peter, éste hizo su cuarto descenso a la cámara, y esta vez consiguió llegar a la despensa. Mas, con gran pesar suyo, la encontró cerrada, y tuvo que volverse sin haber entrado, pues ni con los mayores esfuerzos podía permanecer bajo el agua más de un minuto, a lo sumo. Realmente la cosa tomaba un cariz siniestro, y ni Augustus ni yo nos pudimos contener y nos deshicimos en lágrimas al pensar en el cúmulo de dificultades que nos surgían y las pocas posibilidades que teníamos de salvarnos. Pero esta debilidad no duró mucho. Postrándonos de rodillas, rezamos a Dios implorando su ayuda en los infinitos peligros que nos amenazaban, y nos alzamos con esperanza y ánimo renovados para pensar en lo que aún podía hacerse con medios humanos para conseguirnos nuestra salvación.

Capítulo X

Poco después ocurrió un incidente que me inclino a considerarlo como el más emocionante, como el más repleto primero de extremos de placer y luego de terror, hasta puntos que jamás he experimentado en nueve años largos, llenos de los acontecimientos más sorprendentes y, en muchos casos, de la índole más extraña e inconcebible. Estábamos tendidos sobre cubierta, cerca de la escalera de la cámara, discutiendo la posibilidad de llegar hasta la despensa, cuando, al mirar a Augustus, que estaba echado enfrente de mí, noté que se ponía de pronto intensamente pálido y que le temblaban los labios del modo más singular e inexplicable. Muy alarmado, le pregunté qué le sucedía, pero no me contestó, y ya empezaba a creer que se había puesto malo de repente, cuando advertí que sus ojos se clavaban aparentemente como en un objeto que hubiese detrás de mí. Volví la cabeza, y jamás olvidaré el éxtasis de alegría que estremeció todas las fibras de mi ser, al ver un gran bergantín que se dirigía hacia nosotros y que no estaba más que a unas dos millas. Me puse de pie de un brinco, como si de repente me hubiesen dado un tiro en el corazón, y extendiendo los brazos en dirección al barco, permanecí de este modo, inmóvil e incapaz de articular una sola palabra. Peter y Parker estaban igualmente emocionados, aunque con reacciones distintas. El primero bailaba por la cubierta como un loco, lanzando las más extravagantes baladronadas, mezcladas con aullidos e imprecaciones, mientras que el último estalló en lágrimas y estuvo durante varios minutos llorando como un niño.

El barco que teníamos a la vista era un gran bergantín goleta, de construcción holandesa, pintado de negro y con un reluciente y dorado mascarón de proa. Evidentemente había corrido muchísimos temporales y supusimos que había sufrido mucho con la tempestad que tan desastrosa había resultado para nosotros, pues había perdido el mastelero de proa y parte de los antepechos de estribor. Cuando le vimos por primera vez, estaba, como he dicho ya, a unas dos millas y a barlovento, dirigiéndose hacia nosotros. La brisa era muy suave, y lo que más nos sorprendió fue que no trajera más velas desplegadas que la vela mayor y el trinquete, con un petifoque, por lo que, naturalmente, navegaba con gran lentitud, exaltando nuestra impaciencia hasta el frenesí. También observamos, a pesar de lo excitados que estábamos, su rara manera de navegar. Guiñaba de tal modo, que en una o dos ocasiones pensamos que era imposible que pudiese vernos, o supusimos que, habiéndonos visto, pero no descubriendo a nadie a bordo del sumergido bergantín, viraba a bordo para tomar otra dirección. En cada una de estas ocasiones nos desgañitábamos y gritábamos con toda la fuerza de nuestros pulmones, cuando parecía que el buque desconocido iba a cambiar por un momento de intención y que de nuevo se dirigía hacia nosotros, repitiendo esta singular conducta dos o tres veces, por lo que al fin pensamos que no había ningún otro modo de explicarnos el caso sino suponiendo que el timonel estaba borracho.

No vimos ninguna persona sobre los puentes hasta que llegó a un cuarto de milla de nosotros. Entonces vimos a tres marineros, a quienes por sus trajes tomamos por holandeses. Dos de ellos estaban tumbados sobre unas velas viejas, cerca del castillo de proa, y el tercero, que parecía contemplarnos con gran curiosidad, se inclinaba sobre la borda de estribor, cerca del bauprés. Este último era un hombre alto y fornido, muy moreno de piel. Por su actitud, parecía estar animándonos a tener paciencia, inclinándose hacia nosotros de un modo alegre, aunque más bien extraño y sonriendo constantemente, dejando al descubierto una blanca y reluciente dentadura. Mientras el buque se acercaba más, vimos que el gorro de franela rojo que tenía puesto se le caía de la cabeza al agua: pero él prestó poca o ninguna atención a esto, continuando con sus extrañas sonrisas y gesticulaciones. Relato estas cosas y circunstancias minuciosamente, y ha de tenerse en cuenta que las relato precisamente tal como nos parecían a nosotros.

El bergantín se acercaba lentamente, y ahora más uniformemente que antes, y —no puedo hablar con calma de este acontecimiento— nuestros corazones saltaron locamente dentro de nuestros pechos, arrancándonos gritos del alma y expresiones de agradecimiento a Dios por la definitiva, inesperada y afortunada salvación, que ya dábamos por descontada. Repentinamente, y de golpe, llegó flotando sobre el océano desde el misterioso barco (que ahora estaba muy cerca de nosotros) un olor, una pestilencia tal, que no hay palabras en el mundo con que expresarla, ni es posible formarse idea alguna del infernal, asfixiante, insufrible e inconcebible hedor.

Abrí la boca para respirar y, volviéndome hacia mis compañeros, advertí que estaban más pálidos que el mármol. Pero no teníamos tiempo para preguntas ni conjeturas; el bergantín estaba a unos quince metros de nosotros, y parecía tener intención de abordarnos por la proa, para que pudiéramos pasar a él sin necesidad de lanzar ningún bote al agua. Echamos a correr a popa, cuando de repente una gran guiñada lo apartó cinco o seis puntos del derrotero que llevaba y, cuando pasaba a unos cinco metros de nuestra popa, vimos perfectamente sus cubiertas. ¿Olvidaré algún día el triple horror de aquel espectáculo? Veinticinco o treinta cuerpos humanos, entre los cuales había varias mujeres, yacían esparcidos entre la popa y la cocina, en el último y más repugnante estado de putrefacción.

¡Y vimos claramente que no había ni un ser vivo a bordo de aquel barco fatídico! ¡Y, sin embargo, no dejábamos de gritar pidiendo auxilio! ¡Sí; prolongada y estentóreamente rogábamos, en la angustia del momento, a aquellas figuras silenciosas y desagradables que permaneciesen con nosotros, que no nos abandonasen hasta llegar a ser como ellas, que nos acogiesen en su grata compañía! Estábamos locos de horror y desesperación; completamente locos de angustia por la decepción sufrida.

Nuestro primer alarido de terror fue contestado por algo, cerca del bauprés del extraño barco, tan parecido al grito de una voz humana que el oído más fino se hubiera engañado y sorprendido.

En este instante otra súbita guiñada descubrió a nuestros ojos la parte del castillo de proa, y comprendimos al instante el origen del sonido. Vimos la alta y robusta figura que aún seguía inclinada sobre la borda, con la cabeza caída y moviéndose de un lado a otro; pero ahora tenía la cara vuelta y no podíamos contemplar su rostro. Tenía los brazos extendidos sobre el pasamanos, con las palmas de las manos colgando hacia fuera. Sus rodillas se apoyaban sobre una recia cuerda, tendida muy tirante desde el pie del bauprés hasta una serviola. Sobre su espalda, de la que le había sido arrancada parte de su camisa, dejándosela al desnudo, se posaba una gaviota enorme, que se alimentaba ávidamente de la horrible carne, con su pico y sus garras profundamente hundidos en ella, y su blanco plumaje todo manchado de sangre. Mientras el bergantín viraba como para vernos mejor, el ave alzó con dificultad su enrojecida cabeza y, después de mirarnos un momento como estupefacta, se alzó perezosamente del cuerpo sobre el que estaba comiendo y, echándose a volar en línea recta hacia nuestra cubierta, se cernió sobre nosotros con un trozo de carne, semejante al hígado, en el pico. El horrible trozo cayó al fin, produciendo un tétrico ruido, junto a los pies de Parker. Que Dios me perdone, pero entonces pasó por mi mente, por primera vez, un pensamiento que no mencionaré, y me vi dando un paso hacia el sanguinolento despojo. Levanté los ojos, y las miradas de Augustus se cruzaron con la mía con tan enérgico e intenso acento de censura, que en el acto recobré mis sentidos. Me lancé adelante rápidamente y, estremeciéndome hasta la médula, arrojé al mar aquel espantoso pedazo de carne.

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