El cuerpo de donde había sido arrancado, apoyándose como lo estaba sobre la cuerda, era balanceado con facilidad de un lado para otro bajo los picotazos del ave carnívora, y éste era el movimiento que nos había hecho creer al principio que se trataba de un ser vivo. Pero al librarlo la gaviota de su peso, giró sobre sí mismo y cayó parcialmente hacia arriba, de modo que la cara quedó por completo al descubierto. ¡Jamás vi cosa más horriblemente pavorosa! Los ojos habían desaparecido, así como toda la carne de alrededor de la boca, dejando la dentadura totalmente al aire. ¡Y ésta era la sonrisa que nos había colmado de esperanza! ¡Aquélla era…, pero no, me contengo! El bergantín, como ya dije, pasó por nuestra popa y siguió lenta, pero invariablemente hacia sotavento. Con él y con su terrible tripulación se fueron todas nuestras alegres visiones de salvación y contento. Tan pausadamente como pasó cerca de nosotros, nos hubiera sido fácil encontrar medios de abordarlo; pero nuestra repentina decepción y la pavorosa naturaleza del descubrimiento que la acompañó, dejaron postradas por completo todas nuestras facultades mentales y corporales. Habíamos visto y sentido, pero no pudimos pensar ni obrar, hasta que, ¡ay!, era ya demasiado tarde. ¡Hasta qué grado este incidente había debilitado nuestros cerebros, puede juzgarse por el hecho de que, cuando el bergantín estaba tan lejos que ya no veíamos más que la mitad de su casco, discutimos seriamente la proposición de alcanzarlo a nado!
Posteriormente he intentado en vano obtener alguna pista que aclarara la horrible incertidumbre que envolvía el destino del barco desconocido. Su construcción y su aspecto general, como ya he afirmado, nos inclinaban a creer que era un mercante holandés, y la ropa de la tripulación confirmaba esta suposición. Podíamos haber visto fácilmente el nombre del buque en la popa, así como hacer otras observaciones, que nos hubieran orientado para aclararnos su naturaleza; pero la intensa agitación del momento nos cegó para todas las indagaciones de esta índole. Por el color azafranado de los cadáveres que no estaban totalmente descompuestos dedujimos que toda la tripulación había perecido de fiebre amarilla, o de alguna otra enfermedad contagiosa de la misma terrible especie. Si éste era el caso (y no sé qué otra cosa imaginar), la muerte, a juzgar por las posiciones de los cadáveres, debía de haberles sobrevenido de una manera tremendamente repentina y abrumadora, de un modo totalmente distinto del que suele caracterizar incluso a las pestes más mortíferas conocidas por la humanidad.
Es posible, también, que un veneno, accidentalmente introducido en algunos de sus almacenes, hubiese originado aquel desastre; o que hubieran comido alguna especie de pescado desconocido y venenoso, o de algún otro animal marino o ave oceánica. Pero es inútil de todo punto hacer conjeturas donde todo está envuelto, y lo seguirá estando seguramente para siempre, por el más pavoroso e insondable misterio.
Pasamos el resto del día en un estado de necio estupor, contemplando el barco que se alejaba, hasta que la oscuridad, al ocultarlo de nuestra vista, nos devolvió en cierta medida los sentidos. Retornaron entonces las punzadas del hambre y de la sed, absorbiendo todos los demás cuidados y preocupaciones. Pero no se podía hacer nada hasta por la mañana y, afianzándonos como nos pareció mejor, procuramos descansar un poco. En esto yo fui más allá de mis esperanzas, pues dormí hasta que mis compañeros, menos afortunados que yo, me despertaron al romper el día para reanudar nuestras tentativas de sacar provisiones del barco.
Reinaba ahora una calma chicha, con un mar tan terso como jamás lo he visto, y hacía un tiempo cálido y agradable. El bergantín había desaparecido de nuestra vista. Comenzamos nuestras operaciones arrancando, con algún trabajo, otra cadena, y atando ambas a los pies de Peter, éste intentó de nuevo llegar a la puerta de la despensa, creyendo que podría forzarla, siempre que tuviese tiempo suficiente para ello, cosa que esperaba conseguir, porque el barco se mantenía más quieto que antes.
Logró llegar muy rápidamente a la puerta y, quitándose una de las cadenas de su tobillo, se esforzó por abrir un paso con ellas; pero fue en vano, pues el armazón del cuarto era más sólido de lo previsto. Estaba tan completamente exhausto por su larga permanencia bajo el agua, que fue absolutamente necesario que otro de nosotros cumpliese su cometido. Para este servicio se ofreció inmediatamente Parker; pero después de tres ineficaces tentativas, no consiguió ni siquiera acercarse a la puerta. El estado del brazo herido de Augustus le inutilizaba para que él intentase la empresa, pues hubiera sido incapaz de forzar la puerta aunque hubiese llegado hasta ella, y, por lo tanto, recayó sobre mí trabajar por nuestra salvación común.
Peter había dejado una de las cadenas en el pasillo, y noté, al sumergirme, que no tenía suficiente contrapeso para mantenerme en el fondo, por lo que decidí que, en mi primera tentativa, no haría más que recoger la otra cadena. Al andar a tientas a lo largo del suelo del pasillo sentí una cosa dura, que cogí inmediatamente y, no teniendo tiempo de comprobar qué era, me volví y subí al instante a la superficie. La presa resultó ser una botella de vino, y es de imaginar nuestra alegría cuando diga que estaba llena de vino de Oporto. Dando gracias a Dios por esta ayuda oportuna y animadora, la descorchamos inmediatamente con mi cortaplumas y, echando cada uno un trago moderado, sentimos el más indescriptible alivio con el calor, fuerza y ánimos que nos dio la bebida. Luego volvimos a tapar la botella cuidadosamente y, por medio de un pañuelo, la colgamos de tal modo que no había posibilidad alguna de que se rompiese.
Después de haber descansado un rato tras este feliz descubrimiento, descendí de nuevo y recuperé la cadena, con la que volví a subir al instante. Me la até entonces y bajé por tercera vez, quedando completamente convencido de que por muchos esfuerzos que hiciese, en tales condiciones, no sería capaz de forzar la puerta de la despensa. Así es que regresé a la superficie lleno de desesperación. Parecía que ya no había lugar a esperanza alguna, y pude notar en los semblantes de mis compañeros que se habían resignado a perecer. El vino les había producido, evidentemente, una especie de delirio, del que yo me había librado tal vez por las inmersiones que había realizado después de beberlo. Hablaban incoherentemente de cuestiones que no tenían relación alguna con nuestra situación, haciéndome Peter repetidas preguntas acerca de Nantucket. Recuerdo que también Augustus se me acercó con un aire muy serio y me pidió que le prestase un peine de bolsillo, pues tenía el pelo lleno de escamas de pescado y deseaba quitárselas antes de desembarcar. Parker parecía algo menos afectado por la bebida, pero me apremiaba a que me dirigiese a tientas a la cámara para subir el primer artículo que se me viniese a la mano. Accedí a ello y, a la primera tentativa, después de estar bajo el agua un minuto largo, subí con un pequeño baúl de cuero, que pertenecía al capitán Barnard. Lo abrimos inmediatamente con la débil esperanza de que contuviese algo de comer o de beber, pero sólo encontramos una caja de navajas de afeitar y dos camisas de lienzo. Bajé de nuevo y regresé sin éxito alguno. Al sacar la cabeza fuera del agua oí un chasquido sobre cubierta y, al asomarme, vi que mis compañeros se habían aprovechado desagradecidamente de mi ausencia para beberse el resto del vino, habiendo dejado caer la botella al tratar de volver a colocarla antes de que yo los viese. Al censurarles por la falta de corazón de su conducta, Augustus se echó a llorar. Los otros dos procuraron tomarlo a broma; pero deseo no volver a contemplar jamás una risa como la suya: la distorsión de su semblante era horriblemente espantosa. Era evidente que el estímulo del vino, en sus estómagos vacíos, había operado un rápido y violento efecto, y que estaban completamente ebrios. Con grandes dificultades, logré convencerlos para que se echasen, cayendo inmediatamente en un profundo sopor, acompañado de estrepitosos ronquidos.
En aquellos momentos me encontraba realmente solo en el bergantín, y mis reflexiones eran, pueden estar seguros, de la índole más siniestra y espantosa. Ninguna perspectiva se ofrecía a mi vista, a no ser la de una muerte lenta por hambre o, en el mejor de los casos, ser tragados por la primera tempestad que se levantase, pues, en el estado tan exhausto en que nos encontrábamos, no había esperanza alguna de que resistiéramos otro temporal.
Las dentelladas del hambre que sufría ahora eran casi insoportables, por lo que me sentí capaz de todo para aplacarla. Corté con mi cortaplumas un pequeño trozo de cuero del baúl e intenté comerlo, pero me fue totalmente imposible tragar un solo bocado, aunque sentí que mis sufrimientos se aliviaban un poco mascando trocitos de cuero y escupiéndolos después. Al anochecer mis compañeros se despertaron, uno tras otro, en un indescriptible estado de debilidad y horror, producido por el vino, cuyos vapores ya se habían disipado. Temblaban como si tuviesen una fiebre violenta, y lanzaban los gritos más desgarradores pidiendo agua. Su estado me afectó muchísimo, causándome alegría al mismo tiempo que una serie de afortunadas circunstancias me hubiesen impedido beber más vino, y consiguientemente participar de su melancolía y de sus angustiosas sensaciones. Pero su conducta me alarmaba y me inquietaba mucho, pues era obvio que de no ocurrir algún cambio favorable, ninguna ayuda podían proporcionarme en vistas a nuestra salvación común. Yo no había renunciado aún por completo a la idea de ser capaz de sacar algo de la despensa, pero no podía hacer otra tentativa hasta que uno de ellos fuese lo suficientemente dueño de sí mismo para ayudarme a sostener el extremo de la cuerda mientras yo descendía. Parker parecía estar algo más despejado que los otros, por lo que traté por todos los medios de despabilarlo. Creyendo que una zambullida en el agua del mar le produciría efectos beneficiosos, conseguí atarle alrededor de su cuerpo el extremo de una cuerda, y luego, llevándolo a la escalera de la cámara (permanecía completamente pasivo mientras tanto), lo empujé e inmediatamente lo saqué. Tenía buenas razones para congratularme por haber llevado a cabo el experimento, pues parecía estar más animado y sentirse con más fuerzas. Al sacarlo del agua me preguntó, muy juiciosamente, por qué le había dado aquel baño. Cuando le expliqué el motivo, me expresó su gratitud, y me dijo que se sentía mucho mejor después de la inmersión, conversando luego muy razonablemente acerca de nuestra situación. Resolvimos después tratar a Peter y a Augustus del mismo modo, cosa que hicimos inmediatamente, experimentando ambos muy beneficiosos resultados por el remojón. Esta idea de la inmersión repentina me la sugirió el recuerdo de la lectura de algún libro de medicina en el que se hablaba del buen resultado de la ducha en los casos en que el paciente sufre de manía a potu.
Al ver que ahora podía confiar en que mis compañeros sujetasen el extremo de la cuerda, me volví a sumergir tres o cuatro veces hasta la cámara, aunque ya era completamente de noche y un suave pero largo oleaje moviese algo al bergantín. En el curso de esta tentativa conseguí sacar dos navajas, un cántaro vacío y una manta, pero nada que pudiera servirnos de alimento. Después de recoger estas cosas, continué mis esfuerzos, hasta que me hallé completamente exhausto; pero no di con nada más. Durante la noche, Peter y Parker se ocuparon por turno en la misma faena, pero tampoco dieron con nada, y dejamos de buscar desesperados, convencidos de que nos habíamos molestado en balde.
Pasamos el resto de la noche en un estado tal de angustia mental y física, como es fácil imaginar. Al fin amaneció el día dieciséis, y escudriñamos ansiosamente el horizonte, pero sin ver indicio alguno de salvación. El mar seguía tranquilo, con sólo un largo oleaje hacia el norte, como el día anterior. Éste era el sexto día que no habíamos probado bocado ni bebido más que la botella de vino de Oporto, y era evidente que podíamos sostenernos por muy poco tiempo, a menos que encontrásemos algo. Jamás he visto, ni deseo ver de nuevo, a seres humanos tan demacrados como a Peter y Augustus. Si me los hubiese encontrado en tierra en aquel estado, no hubiera tenido la más leve sospecha de que fueran ellos. Sus rostros habían cambiado por completo de aspecto, de modo que no podía creer que fuesen realmente los mismos individuos que me acompañaban pocos días antes. Parker, aunque en un triste estado y tan débil que no podía levantar la cabeza del pecho, no estaba tan mal como los otros dos. Sufría con gran paciencia, sin quejarse y tratando de inspirarnos confianza por todos los medios que le era dable imaginar. En cuanto a mí, aunque al comienzo del viaje hubiese gozado de poca salud, y siempre había sido de constitución delicada, sufría menos que ellos, estaba mucho menos delgado y conservaba mis facultades mentales en un grado sorprendente, mientras que el resto de mis compañeros las tenían completamente agotadas y parecían haber vuelto a una especie de segunda infancia, acompañando sus expresiones de sonrisas imbéciles y diciendo las estupideces más absurdas. Pero a intervalos parecían reanimarse de pronto, como impulsados por la conciencia de su situación, poniéndose entonces de pie de un salto, con una brusca y vigorosa sacudida, y hablando, durante un breve rato, de sus esperanzas, de un modo completamente racional, aunque embargados por la desesperación más intensa. Es posible, sin embargo, que mis compañeros creyesen que se hallaban en buenas condiciones, y que viesen en mí las mismas extravagancias e imbecilidades que yo observaba en ellos. Aunque éste es asunto que no se puede determinar.
Hacia el mediodía, Parker declaró que veía tierra por el costado de babor, y me costó gran esfuerzo impedir que se arrojase al mar para alcanzarla a nado. Peter y Augustus apenas hicieron caso de lo que él decía, entregados aparentemente a una sombría contemplación. Al mirar en la dirección indicada, yo no podía advertir la más leve apariencia de tierra, y además me daba perfecta cuenta de que nos hallábamos muy lejos de tierra para abrigar una esperanza de tal índole. Sin embargo, me costó mucho tiempo convencer a Parker de su error. Entonces se deshizo en un torrente de lágrimas, llorando como un niño, dando grandes gritos y sollozos durante dos o tres horas, y cuando se sintió agotado, cayó dormido.
Peter y Augustus hicieron varias tentativas infructuosas para tragar trocitos de cuero. Yo les aconsejé que lo mascasen y lo escupiesen después, pero estaban excesivamente debilitados para seguir mi consejo. Yo seguía masticando trozos de vez en cuando, y sentía cierto alivio; mi principal sufrimiento era la falta de agua y si logré dominarme para no beber un sorbo de la del mar fue recordando las terribles consecuencias que esto le había acarreado a otros náufragos en situación similar a la nuestra.