Las aventuras de Arthur Gordon Pym (8 page)

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Authors: Edgar Allan Poe

Tags: #Fantástico, Terror

El chasquido de la botella se oyó claramente; pero Augustus no estaba seguro de si procedía de la cala. Sin embargo, la duda fue suficiente para hacerle perseverar. Trepó por los objetos amontonados casi hasta el techo y luego, esperando un momento de calma en los balanceos del barco, me llamó lo más fuerte que pudo, sin preocuparse por el momento de que pudiera oírle la tripulación. Se recordará que en esta ocasión oí su voz, pero estaba yo tan completamente dominado por una violenta agitación; que no fui capaz de contestarle. Convencido ahora de que sus peores aprensiones estaban bien fundadas, descendió con ánimo de volverse al castillo de proa sin pérdida de tiempo. En su precipitación derribó unas pequeñas cajas cuyo ruido oí por casualidad, como se recordará. Ya había avanzado mucho en su retirada, cuando el ruido del cuchillo le hizo vacilar de nuevo. Volvió sobre sus pasos inmediatamente y, trepando a lo alto de la estiba por segunda vez, me llamó por mi nombre, tan fuerte como antes, en un momento de calma del barco. Esta vez pude contestarle. Lleno de alegría al descubrir que estaba vivo, resolvió vencer todas las dificultades y peligros para llegar hasta mí. Sorteando lo más rápidamente posible el laberinto de la estiba por la que estaba rodeado, halló al fin un hueco que ofrecía mejor camino y, después de una serie de luchas, llegó a la caja completamente extenuado.

Capítulo VI

Los puntos principales de esta narración me los comunicó Augustus mientras permanecimos junto a la caja; hasta más tarde no me enteré por completo de todos los detalles. Tenía mucho miedo de que lo echasen de menos y yo ardía en deseos de salir de aquella detestable cárcel. Decidimos dirigirnos en seguida al agujero del mamparo, junto al cual yo había de permanecer por el momento, mientras Augustus salía a hacer un reconocimiento. Dejar a Tigre en la caja era cosa que ninguno de los dos podíamos soportar; mas, por otra parte, no sabíamos qué hacer. El animal parecía estar ahora completamente tranquilo, y ni siquiera percibíamos el ruido de su respiración al acercar el oído a la caja. Yo estaba convencido de que estaba muerto, y decidí abrir la puerta. Lo encontramos tendido cuan largo era, aparentemente sumido en un profundo sopor, pero vivo todavía. No había tiempo que perder, pero yo no me avenía a abandonar a un animal que por dos veces había sido el instrumento para salvar mi vida sin antes intentar algo para salvar la suya. Por eso, lo arrastramos lo mejor que pudimos, aunque con grandes dificultades y fatigas; Augustus, a veces, tenía que trepar con el enorme perro en brazos por encima de los obstáculos que aparecían en nuestro camino, cosa que a mí me era totalmente imposible realizar por la debilidad que me dominaba. Por fin, llegamos al agujero y cuando Augustus hubo salido, pasamos a Tigre. No había ocurrido ninguna novedad, y dimos gracias a Dios por habernos librado del inminente peligro que acabábamos de correr. Por el momento, se convino en que yo me quedase cerca del agujero, a través del cual mi compañero podría facilitarme parte de su provisión diaria, y porque allí tenía la ventaja de respirar una atmósfera relativamente pura.

Como explicación de algunos puntos de este relato, en el que he hablado tanto de la estiba o colocación del cargamento del bergantín, y que pueden parecer oscuros a aquellos de mis lectores que no hayan visto cargar un barco, debo decir aquí que el modo como se había hecho tan importante trabajo a bordo del Grampus era un vergonzoso ejemplo de negligencia por parte del capitán Barnard, quien no era ciertamente un marino tan cuidadoso y experimentado como lo exigía imperiosamente la arriesgada índole del servicio que se le había encomendado. Una estiba adecuada no puede realizarse de una manera descuidada, y muchos accidentes desastrosos, incluso dentro de los límites de mi propia experiencia, se deben a ignorancia o negligencia en este particular. Los barcos costeros, que suelen cargar y descargar de prisa y atropelladamente, son los más expuestos a desgracias por no prestar la debida atención a la estiba. Lo más importante es que no haya ninguna posibilidad de que ni el cargamento ni el lastre cambien de posición por violentos que puedan ser los balanceos del barco. Para esto, hay que prestar mucha atención no sólo al bulto que se carga, sino a su naturaleza, y si el cargamento es sólo parcial o total. En la mayoría de los casos la estiba se realiza por medio de un gato; de este modo, un cargamento de tabaco o de harina queda tan oprimido por la presión del gato en la cala del barco, que los barriles o toneles, al descargarlos, están completamente aplastados y tardan algún tiempo en recobrar su aspecto original. Sin embargo, se recurre al gato principalmente para obtener más espacio en la cala; pues un cargamento completo de cualquier clase de mercancías, tal como el tabaco o la harina, no hay peligro alguno de desplazamiento o, al menos, no ocasiona perjuicios. Se han dado casos, ciertamente, en que este sistema del gato ha acarreado lamentables consecuencias, por causas completamente distintas a las del peligro de desplazamiento de los fardos. Por ejemplo, un cargamento de algodón, fuertemente comprimido en determinadas condiciones, se ha dilatado luego hasta el punto de abrir el casco del buque. Y no hay duda alguna de que lo mismo sucedería en el caso de un cargamento de tabaco, cuando sufre su fase usual de fermentación, si no fuera por los intersticios que quedan entre la redondez de los toneles.

Cuando se trata de un cargamento parcial, el peligro reside principalmente en el desplazamiento de los bultos, y hay que tomar siempre precauciones para evitar semejante contratiempo. Sólo los que han capeado un violento temporal o, más bien, quienes han experimentado el balanceo del barco en una calma repentina después de una tempestad, pueden formarse idea de la tremenda fuerza de los embates del mar, y del consiguiente ímpetu terrible que se da a todas las mercancías sueltas que van a bordo. Por eso es obvia la necesidad de una estiba cuidadosa cuando el cargamento es parcial. Estando al pairo (especialmente con una pequeña vela de proa), un barco que no tenga bien modelados los costados se inclina a menudo sobre una banda u otra; esto suele suceder cada quince o veinte minutos por término medio, sin que se ocasionen serias consecuencias, siempre que la estiba esté bien hecha. Pero si ésta se ha amontonado descuidadamente, al primero de estos recios bandazos toda la carga cae del lado del barco que se inclina hacia el agua, impidiéndole recobrar el equilibrio como debiera recobrarlo necesariamente, se llena de agua en pocos instantes y se hunde. No es exageración decir que la mitad, por lo menos, de los naufragios que ocurren durante los recios temporales pueden atribuirse a desplazamiento de la carga o del lastre.

Cuando se embarca un cargamento parcial de cualquier clase, éste, después de haberlo apretado lo más compactamente posible, debe cubrirse con una capa de fuertes tablones extendidos de costado a costado del barco, fuertemente apuntalados con estacas que llegan hasta las tablas de arriba, asegurando así cada cosa en su lugar. Cuando el cargamento es de grano o de mercancías similares, se precisan, además, precauciones adicionales. Una cala completamente llena de grano al salir del puerto, sólo contiene tres cuartas partes al llegar a su destino, aunque al medirlo el consignatario, fanega por fanega, rebasen con mucho (a causa de la hinchazón del grano) la cantidad consignada. Este resultado se debe a que se asienta durante la travesía, y tanto más sensiblemente cuanto peor tiempo ha hecho. Aunque el grano embarcado a granel vaya bien asegurado con tablones y puntales, si el viaje es largo, puede desplazarse y acarrear las más terribles calamidades. Para impedir esto se recurre a muchos sistemas antes de salir del puerto para asentar lo más posible el cargamento; y para esto se conocen diversas invenciones, entre las que pueden mencionarse la que consiste en meter cuñas en el grano. Mas incluso después de hacer todo esto y de tomarse toda clase de molestias para asegurar los tablones, ningún marinero que conozca su oficio se sentirá totalmente seguro durante un temporal algo violento con cargamento de grano a bordo, y mucho menos si el cargamento es parcial. Sin embargo, hay centenares de barcos de cabotaje en nuestras costas y, al parecer, muchos más en los puertos de Europa, que navegan a diario con cargamentos parciales, incluso de las especies más peligrosas, sin tomar precaución alguna. Lo asombroso es que no sucedan más desastres de los que ocurren. Un ejemplo lamentable de descuido que yo conozco fue el caso del capitán Joel Rice, de la goleta Firefly, que se hizo a la mar en Richmond (Virginia), para Madeira, con cargamento de maíz, el año 1825. El citado capitán había hecho muchos viajes sin accidentes serios, aunque tenía la costumbre de no prestar atención a la estiba, más que para asegurarla de la manera corriente. Nunca había navegado con cargamento de grano, y en esta ocasión cargó el maíz a granel, llenando poco más de la mitad de la cala. Durante la primera parte del viaje no se encontró más que con brisas ligeras; pero cuando se hallaba a un día de Madeira se levantó un fuerte ventarrón del NE que le obligó oponerse al pairo. Dejó la goleta al viento sólo con el trinquete con dos rizos, y navegó como pudiera esperarse que lo hiciera cualquier barco, sin embarcar ni una gota de agua. Pero al anochecer amainó el viento y la goleta comenzó a balancearse con más inestabilidad que antes, marchando bien, sin embargo, hasta que un fuerte bandazo la tumbó sobre el costado de estribor. Entonces se oyó que el maíz se desplazó pesadamente y con la fuerza del embate rompió la escotilla principal. El barco se fue a pique como un rayo. Esto sucedió a la vista de un balandro de Madeira, que recogió a uno de los tripulantes (la única persona salvada), y que aguantaba la tempestad con tan perfecta seguridad como lo hubiera hecho el chinchorro mejor gobernado.

La estiba a bordo del Grampus se había hecho desmañadamente, si se puede llamar estiba a lo que era poco más que un confuso amontonamiento de barricas de aceite y aparejos de barco. Ya he hablado de la clase de artículos que había en la cala. En el entre puente quedaba espacio suficiente para mi cuerpo (como ya dije) entre las barricas y el techo; alrededor de la escotilla principal quedaba un espacio vacío, y otros varios espacios de bastante consideración quedaban en la estiba. Cerca del agujero que Augustus había abierto a través del mamparo había espacio suficiente para toda una barrica, y en este espacio me vi cómodamente situado por el pronto.

En el momento en que mi amigo llegó a la litera y se volvió a poner las esposas y la cuerda, era ya completamente de día. Verdaderamente nos salvamos por un pelo; pues apenas acababa de arreglar todas las cosas, cuando bajó el piloto con Dick Peter y el cocinero. Estuvieron hablando durante un rato acerca del barco de Cabo Verde, y parecían estar muy impacientes por su aparición. Luego el cocinero se acercó a la litera en que estaba Augustus, y se sentó cerca de la cabecera. Desde mi escondite podía verlo y oírlo todo, porque el trozo de madera cortado no había sido puesto en su lugar, y yo me temía a cada momento que el negro se apoyase contra el chaquetón, que estaba colgado para ocultar la abertura, en cuyo caso se habría descubierto todo y seguramente nos hubieran matado inmediatamente. Pero prevaleció nuestra buena estrella y, aunque la rozó con frecuencia cuando el barco se balanceaba, nunca se apoyó lo suficiente para llegar a un descubrimiento. La parte inferior del chaquetón había sido cuidadosamente ajustada al amparo, de modo que el agujero no podía verse por su balanceo a uno y otro lado. Durante todo este tiempo, Tigre permanecía a los pies de la litera, y parecía haber recobrado en cierta medida sus facultades, pues yo le vi abrir de cuando en cuando los ojos y lanzar un largo resoplido.

Después de unos minutos, el piloto y el cocinero subieron al puente, dejando solo a Dick Peter, quien, tan pronto como se marcharon, fue a sentarse en el mismo sitio que había ocupado el piloto. Comenzó a hablar muy amablemente con Augustus, y pudimos ver que su borrachera, cuando se hallaba delante de los otros dos, era fingida. Respondió a todas las preguntas de mi amigo con entera libertad; le dijo que no tenía ninguna duda de que su padre había sido recogido, porque había lo menos cinco velas a la vista antes de ponerse el sol el día que lo habían abandonado en el bote; y empleaba otro lenguaje de naturaleza consoladora que me produjo tanta sorpresa como satisfacción. Realmente, comenzaba a abrigar esperanzas de que por intermedio de Peter llegaríamos a hacernos de nuevo dueños del bergantín, y esta idea se la manifesté a Augustus tan pronto como tuve una oportunidad. Creía que era, posible, pero insistía en la necesidad de obrar con la mayor cautela al intentarlo, pues la conducta del mestizo parecía inspirada tan sólo por el capricho más arbitrario, y realmente era muy difícil saber si en algún momento estaba en su juicio cabal. Peter subió a cubierta al cabo de una hora, y no volvió hasta mediodía, para traerle a Augustus una buena ración de carne salada y budín. De todo esto, cuando nos dejó solos, comí ávidamente, sin volver a meterme en el agujero. No bajó nadie más al castillo de proa durante el resto del día, y por la noche me metí en la litera de Augustus, donde dormí dulce y profundamente hasta ser casi de día, en que me despertaron unos ruidos que se sentían en la cubierta y me volví a mi escondrijo más que aprisa. Cuando fue plenamente de día, vimos que Tigre había recobrado sus fuerzas casi por completo, y no dio ningún síntoma de hidrofobia, pues bebió con gran avidez un poco de agua que Augustus le ofreció. Durante el día recuperó todo su vigor y apetito. Su extraña conducta había sido debida, sin duda, a la naturaleza deletérea de la atmósfera de la cala, pues no tenía relación con la rabia canina. No dejaba de felicitarme por haber insistido en traerle conmigo de la caja. Estábamos entonces a 30 de junio, y hacía trece días que el Grampus había salido de Nantucket.

El 2 de julio bajó el piloto, borracho como de costumbre, pero de un humor excelente. Se dirigió a la litera de Augustus, y dándole una palmada en la espalda, le preguntó si pensaba portarse bien si le dejaba suelto, en cuyo caso le prometía que no tendría que volver más a la cámara. Naturalmente, mi amigo le contestó de una manera afirmativa, y entonces el rufián le puso en libertad, después de hacerle beber un trago de ron de un frasco que sacó del bolsillo de su chaqueta. Luego subieron los dos a la cubierta y no volví a ver a Augustus durante unas tres horas, en que bajó con la buena noticia de que había obtenido permiso para merodear por el bergantín a su gusto, desde el palo mayor a la proa, y que le habían ordenado que durmiese, como de costumbre, en el castillo de proa. También me trajo una buena comida y abundante provisión de agua. El bergantín seguía aún navegando hacia el barco que venía de Cabo Verde, y se encontraba a la vista una vela que creían ser la que andaban buscando.

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