Las aventuras de Arthur Gordon Pym (20 page)

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Authors: Edgar Allan Poe

Tags: #Fantástico, Terror

Capítulo XVIII

18 de enero. Esta mañana continuamos hacia el sur, con el mismo tiempo agradable que antes. El mar está completamente en calma, el viento soportablemente templado y procedente del nordeste, y la temperatura del agua a 11' 6º C. Realizamos de nuevo nuestra operación de sondeo y, con un cable de ciento cincuenta brazas, encontramos la corriente en dirección hacia el polo con una velocidad de una milla por hora. Esta tendencia constante hacia el sur, tanto del viento como de la corriente, es motivo de reflexión, e incluso de alarma, entre las gentes de la goleta. Se ve claramente que al capitán Guy le ha impresionado bastante la circunstancia. Sin embargo, enemigo de caer en el ridículo, conseguí que se riese él mismo de sus aprensiones. La variación era ahora muy poca. En el curso del día vimos varias ballenas grandes de la especie franca, e innumerables bandadas de albatros pasaron sobre el barco. También recogimos un arbusto, lleno de bayas rojas, como las del espino blanco, y el cuerpo de un animal terrestre de extraña apariencia. Tenía metro y medio de largo y unos quince centímetros de alto, con cuatro patas muy cortas, y las pezuñas armadas de largas garras de un escarlata brillante, muy parecido al coral. El cuerpo estaba cubierto de un pelo sedoso y liso, completamente blanco. La cola era afilada como la de una rata, y de unos sesenta centímetros de largo. La cabeza se parecía a la de un gato, menos las orejas, que eran colgantes como las de un perro. Los dientes eran del mismo escarlata brillante que las uñas.

19 de enero. Hoy, estando a 83º 20' de latitud y a 43º 5' de longitud oeste (el mar tenía un color oscuro extraordinario), hemos vuelto a ver tierra desde el mastelero mayor, y después de un examen minucioso resultó ser una isla de un grupo de islas muy grandes. La costa era escarpada, y el interior parecía estar lleno de árboles, circunstancia que nos causó gran alegría. A las cuatro horas, aproximadamente, de nuestro primer descubrimiento de esta tierra, echábamos el anda, con diez brazas y fondo arenoso a una legua de distancia de la costa, pues una violenta resaca, con fuertes remolinos acá y allá, hacía peligrosa la aproximación. Se nos ordenó echar al agua los dos botes mayores, y un grupo bien armado (en el cual estábamos Peter y yo) se encargó de buscar una abertura en el arrecife que parecía circundar la isla.

Después de haber rebuscado por algún tiempo, descubrimos una ensenada, en la cual íbamos a entrar, cuando vimos cuatro grandes canoas que salían de la orilla, llenas de hombres que parecían estar bien armados. Esperamos a que se acercasen y, como maniobraban con gran rapidez, no tardaron nada en ponerse al alcance de la voz. El capitán Guy entonces alzó un pañuelo blanco en la punta de un remo, cuando los extranjeros se detuvieron de pronto y comenzaron en seguida a farfullar en voz alta, intercalando gritos aislados entre los cuales podíamos distinguir las palabras «¡Anamoo-moo!» y «¡Lama-Lama!». Continuaron así por lo menos media hora, durante la cual tuvimos ocasión de observar su aspecto a nuestras anchas. En las cuatro canoas, que podían tener unos quince metros de largo y uno y medio de ancho, habría ciento diez salvajes en total. Tenían la estatura media de los europeos, pero eran de constitución más musculosa y membruda. Su tez era de un negro azabache, con el pelo espeso, largo y lanoso. Iban vestidos con pieles negras de un animal desconocido, tupidas y sedosas, ajustadas al cuerpo con cierta habilidad, quedando el pelo hacia adentro, excepto alrededor del cuello, las muñecas y los tobillos. Sus armas consistían principalmente en cachiporras, de una madera oscura y al parecer muy pesada. También vimos en poder de algunos de ellos lanzas punta de piedra y algunas hondas. El fondo de las canoas estaba lleno de piedras negras de un tamaño aproximado al de un huevo grande.

Cuando concluyeron su arenga (pues era evidente que consideraban como tal aquella algarabía), uno de ellos, que parecía ser el jefe, se irguió en la proa de su canoa y nos hizo señas de que avanzásemos nuestros botes a lo largo del suyo. Simulamos no entender esta señal, pensando que el plan más sensato era mantener, dentro de lo posible, cierta distancia entre nosotros, pues su número era cuatro veces mayor que el nuestro. Adivinando este propósito, el jefe ordenó a las otras tres canoas que permaneciesen atrás, mientras él avanzaba hacia nosotros en la suya. Tan pronto como llegó, saltó a bordo de la mayor de nuestras canoas y se sentó al lado del capitán Guy, señalando al mismo tiempo hacia la goleta, y repitiendo las palabras «¡Anamoo-moo!» y «¡Lama-Lama!». Luego volvimos hacia el barco, siguiéndonos las cuatro canoas a poca distancia.

Al llegar al costado, el jefe dio claras muestras de una sorpresa y deleite sumos, palmoteando, golpeándose los muslos y el pecho, y riendo estrepitosamente. Sus seguidores se unieron a su contento, y durante unos minutos el alboroto fue tan excesivo, que nos ensordeció por completo. Tranquilo al fin por hallarse en el barco, el capitán Guy ordenó que fuesen izados los botes, como precaución necesaria, y dio a entender al jefe (cuyo nombre descubrimos pronto que era Too-wit) que no podía admitir más de veinte de sus hombres en el puente simultáneamente. Pareció completamente satisfecho con esto, y dio algunas órdenes a las canoas, cuando una de ellas se acercó, quedando las demás a unos cincuenta metros de distancia. Veinte de los salvajes subieron a bordo y se pusieron a dar vueltas por todas partes sobre cubierta, trepando por el aparejo, comportándose como si estuvieran en su casa y examinando cada objeto con gran curiosidad. Era totalmente evidente que no habían visto nunca a seres de la raza blanca, cuyo cutis parecía, en realidad, repugnarles. Creían que la Jane era un ser viviente, y parecían temer herirla con la punta de sus lanzas, que volvían cuidadosamente hacia arriba. Nuestra tripulación se divirtió mucho con la conducta de Too-wit en un principio. El cocinero estaba partiendo leña cerca de la cocina y, por casualidad, clavó su hacha en la cubierta, abriendo una hendidura de considerable profundidad. El jefe acudió en seguida, y echando al cocinero bruscamente a un lado, comenzó un semiquejido, un semiaullido, que denotaba de un modo enérgico la simpatía con que consideraba los sufrimientos de la goleta, acariciando y alisando la hendidura con sus manos, y lavándola con un cubo de agua de mar que estaba al lado. Esto revelaba un grado de ignorancia para el que no estábamos preparados, y por mi parte no pude menos de pensar que había en ello cierto fingimiento.

Cuando los visitantes satisficieron, en la medida de lo posible, su curiosidad con respecto a nuestra obra muerta, fueron conducidos abajo, donde su asombro superó todos los límites. Su estupefacción parecía ahora demasiado honda para ser expresada con palabras, pues vagaban en silencio, solamente roto con exclamaciones en voz baja. Las armas les proporcionaron mucho motivo de reflexión, y se les permitió que las manejasen y las examinasen a placer. Creo que no abrigaban la menor sospecha sobre su uso verdadero, sino que más bien las tomaban por ídolos, viendo el cuidado que teníamos de ellas y la atención con que vigilábamos sus movimientos mientras las manejaban. Ante los grandes cañones su asombro se redobló. Se acercaron a ellos con todos los síntomas del más profundo respeto y temor, pero se abstuvieron de examinarlos minuciosamente. Había dos grandes espejos en la cámara, que fueron para ellos una inmensa sorpresa. Too-wit fue el primero en acercarse a ellos, y había llegado al centro de la cámara, de cara a uno de ellos y de espaldas al otro, antes de haberlos visto realmente. Al levantar los ojos y verse reflejado en la luna, creí que el salvaje iba a volverse loco; pero, cuando se volvió rápidamente para retirarse y se contempló de nuevo en la dirección opuesta, temí que expirase allí mismo. No hubo manera de persuadirle para que se mirase otra vez; sino que, arrojándose al suelo, ocultó su cara entre las manos y permaneció así hasta que nos vimos obligados a arrastrarle sobre la cubierta.

Todos los salvajes fueron admitidos a bordo de este modo, en grupos de veinte, permitiéndosele a Too-wit permanecer allí durante todo el tiempo. No vimos en ellos ninguna inclinación al robo, ni desapareció un solo objeto después de su marcha. A lo largo de su visita, dieron muestras de la mayor cordialidad. Sin embargo, había algunos detalles en su comportamiento que nos fue imposible comprender; por ejemplo, no conseguimos que se acercasen a diversos objetos inofensivos, tales como las velas de la goleta, un huevo, un libro abierto o un cuenco de harina. Intentamos averiguar si poseían algunos artículos que pudieran ser objeto de tráfico, pero nos resultó muy difícil hacernos comprender. Sin embargo, descubrimos con gran asombro nuestro que en las islas abundaba la gran tortuga de los Galápagos, una de las cuales vimos en la canoa de Too-wit. Vimos también alguna biche de mer en manos de uno de los salvajes, que la devoraba con avidez en su estado natural. Estas anomalías —pues las considerábamos como tales en relación a la latitud— indujeron al capitán Guy a desear realizar una exploración por la comarca, con la esperanza de obtener una especulación provechosa.

Por mi parte, deseoso como estaba de conocer algo más de estas islas, me sentía aún más inclinado a proseguir el viaje hacia el sur sin demora. Gozábamos entonces de buen tiempo, pero nada podía garantizarnos cuánto nos iba a durar; y encontrándonos ya en el paralelo 84, con un mar abierto ante nosotros, una corriente que se dirigía impetuosamente hacia el sur y buen viento, no podía ya oír con paciencia ninguna proposición de detenernos más que lo estrictamente necesario para el bien de la salud de la tripulación y para avituallarnos a bordo de reserva de combustible y de provisiones frescas. Le hice ver al capitán que nos sería fácil atracar en aquel grupo de islas a nuestro regreso, y pasar el invierno allí en caso de ser bloqueados por los hielos. A la postre fue de mi opinión (pues no sé por qué había adquirido gran influencia sobre él) y por último se resolvió que, aun en el caso de que encontrásemos biche de mer, sólo permaneceríamos allí una semana para abastecernos, y luego nos dirigiríamos hacia el sur mientras pudiésemos.

Por consiguiente, hicimos los preparativos necesarios y, bajo la guía de Too-wit, condujimos la Jane por entre los arrecifes sin tropiezo, echando el anda a una milla de la costa, aproximadamente, en una bahía excelente, completamente rodeada de tierra, en la costa sudeste de la isla principal, y con diez brazas de agua y un fondo arenoso negro. En el extremo de esta bahía corrían tres arroyuelos (según nos dijeron) de agua buena, y vimos abundantes bosques en las cercanías. Las cuatro canoas nos seguían, manteniendo, sin embargo, una respetuosa distancia. Too-wit permanecía a bordo, y cuando echamos el anda, nos invitó a acompañarle a la orilla y a visitar su aldea en el interior. A esto accedió el capitán Guy, y habiendo dejado diez salvajes a bordo como rehenes, un grupo de nosotros, doce en total, se dispuso a seguir al jefe. Tuvimos cuidado de armarnos bien, aunque sin demostrar desconfianza. La goleta había puesto sus cañones en posición de tiro, izado las redes de abordaje y se habían tomado todas las precauciones apropiadas para defenderse de cualquier sorpresa. Se le dieron instrucciones al primer piloto para que no admitiese a nadie a bordo durante nuestra ausencia y, en el caso de que no apareciésemos al cabo de doce horas, enviase el cúter alrededor de la isla con una colisa, en busca nuestra.

A cada paso que dábamos por aquella tierra adquiríamos la forzosa convicción de que nos hallábamos en una comarca esencialmente diferente de todas las visitadas hasta entonces por hombres civilizados. Nada de lo que veíamos nos era familiar. Los árboles no se parecían a ninguno de los que crecían en la zona tórrida, templadas o frías del norte, y se diferenciaban por completo de los que habíamos encontrado en las latitudes meridionales más bajas que acabábamos de atravesar. Las mismas rocas eran distintas por su masa, su color y su estratificación; y los arroyos, por increíble que esto parezca, tenían tan poco de común con los de otros climas, que teníamos escrúpulo en beber, e incluso nos era difícil persuadirnos de que sus cualidades fuesen puramente naturales. En un pequeño arroyo que cruzaba nuestra senda (el primero que encontramos), Too-wit y sus acompañantes hicieron un alto para beber. A causa de la peculiar naturaleza del agua, nos negamos a probarla, suponiendo que estaba corrompida, y sólo después de un buen rato logramos comprender que aquél era el aspecto de los arroyos en todo el archipiélago. No sé cómo dar una idea clara de la naturaleza de aquel líquido, ni puedo hacerlo sin emplear muchas palabras. Aunque fluyese con rapidez por todas las pendientes, como cualquier arroyo normal, no tenía nunca, excepto cuando caía como una cascada, la transparencia habitual del agua. Sin embargo, era en realidad tan límpida como cualquier agua calcárea existente, estribando la diferencia tan sólo en su aspecto. A primera vista, y especialmente en los casos en que el declive era poco pronunciado, se parecía, en cuanto a su consistencia, a una densa disolución de goma arábiga en agua común. Pero ésta era la menos potable de sus extraordinarias cualidades. No era incolora, ni tenía ningún color uniforme, presentando a la vista, cuando fluía, todos los matices posibles de la púrpura, como los visos de una seda tornasolada. Esta variación en el matiz se producía de una manera que originaba tan profundo asombro en nuestros espíritus como los espejos lo habían hecho en el de Too-wit. Al recogerla en un recipiente y dejarla asentarse, observamos que toda la masa del líquido estaba constituida por cierto número de venas distintas, cada una de un tinte diferente; que estas venas no se mezclaban, y que su cohesión era perfecta respecto a sus propias partículas, e imperfecta respecto a las venas próximas. Pasando la hoja de un cuchillo a través de las venas, el agua se cerraba inmediatamente detrás de ellas, como ocurría a nuestro paso, y al sacarlo, todas las huellas del paso del cuchillo se borraban al instante. Sin embargo, cuando la hoja se interponía cuidadosamente entre las venas, la separación perfecta que se verificaba no cesaba inmediatamente por la fuerza de cohesión. El fenómeno de este agua constituyó el primer eslabón concreto de aquella vasta cadena de milagros aparentes que por algún tiempo iban a presentarse ante mi vista.

Capítulo XIX

Tardamos casi tres horas en llegar a la aldea, que se hallaba a unos quince kilómetros en el interior y la senda se deslizaba a través de una zona escarpada. Mientras caminábamos, el grupo de Too-wit (todos los ciento diez salvajes de las canoas) iba siendo reforzado a cada instante por pequeños destacamentos, de dos a seis o siete hombres, que se nos unían, como por casualidad, en las diferentes revueltas del camino. Había en todo aquello como un propósito sistemático que me hizo sentir desconfianza, y le hablé al capitán Guy de mis inquietudes. Pero ya era demasiado tarde para retroceder y convinimos que lo mejor para nuestra seguridad era demostrar una confianza absoluta en la buena fe de Too-wit. Seguimos adelante, pues, con los ojos muy abiertos respecto a los manejos de los salvajes, sin permitirles dividir nuestras filas irrumpiendo entre ellas. Así, al atravesar un barranco escarpado, llegamos al fin a un grupo de viviendas que, según nos dijeron, eran las únicas existentes en las islas. Cuando estábamos a la vista de ellas, el jefe dio un grito, repitiendo con frecuencia la palabra Klockklock, que supusimos sería el nombre de aquella aldea, o tal vez el nombre genérico de todas ellas.

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