Las aventuras de Arthur Gordon Pym (15 page)

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Authors: Edgar Allan Poe

Tags: #Fantástico, Terror

Peter se ofreció voluntariamente a bajar y, una vez hechos los preparativos, descendió, volviendo enseguida con un pequeño tarro que, para alegría nuestra, resultó estar lleno de aceitunas. Después de repartírnoslas y devorarlas con la mayor avidez, le dejamos bajar de nuevo. Esta vez el resultado fue más allá de nuestras esperanzas, pues regresó con un gran jamón y una botella de vino de Madeira. Echamos un trago moderado, pues sabíamos por experiencia las perniciosas consecuencias de una excesiva liberalidad. El jamón, excepto en unas dos libras cerca del hueso, no estaba en condiciones de comerse, habiéndose averiado debido al agua del mar. La parte sana nos la repartimos. Augustus y Peter, no pudiendo dominar su apetito, se comieron su parte al instante; pero yo fui más prudente y sólo comí una pequeña porción de la mía, por temor a la sed que me iba a originar. Luego descansamos un rato de nuestra tarea, que había sido terriblemente dura.

Al mediodía, sintiéndonos algo repuestos y fortalecidos, reanudamos nuestra tentativa en busca de provisiones, bajando alternativamente Peter y yo, y siempre con más o menos éxito, hasta que se puso el sol. Durante este intervalo tuvimos la buena suerte de reunir en total cuatro tarros más de aceitunas, otro jamón, una garrafa que contenía cerca de quince litros de excelente vino de Madeira, y, lo que nos causó más alegría, una pequeña tortuga de la casta de las islas Galápagos, varias de las cuales había llevado a bordo el capitán Barnard, cuando el Grampus abandonó el puerto, tomándolas de la goleta Mw y Pítts cuando ésta volvía de su viaje al Pacífico.

Más adelante tendré ocasión repetidas veces de hablar de esta especie de tortugas. Se encuentra principalmente, como la mayoría de mis lectores saben, en el grupo de las islas llamadas de los Galápagos, que viene del nombre de este animal —la palabra española galápago significa tortuga de agua dulce—. Por su forma peculiar y sus movimientos, se les ha dado a veces el nombre de tortuga-elefante. Se encuentran a menudo de un tamaño enorme. Yo he visto algunas que pesaban de ciento veinte a ciento cincuenta libras, aunque no recuerdo de ningún navegante que hable de haberlas visto de más de ciento ocho libras de peso. Tienen un aspecto extraño y hasta repugnante. Su marcha es muy lenta, mesurada y pesada, y su cuerpo apenas se levanta un pie del suelo. Su cuello es largo y excesivamente delgado; su longitud ordinaria oscila de dieciocho pulgadas a dos pies, y yo he matado a una cuya distancia del hombro a la extremidad de la cabeza no bajaba de tres pies y diez pulgadas. La cabeza tiene un sorprendente parecido con la de la serpiente. Pueden vivir sin comer durante un tiempo increíblemente largo, habiéndose conocido casos en que siendo arrojadas a la bodega de un barco han permanecido en ella dos años sin alimento alguno, y al cabo de este tiempo se las ha encontrado tan gordas y tan sanas como el primer día. Por una particularidad de su organismo, estos animales se asemejan al dromedario, o camello del desierto. En una bolsa situada en el nacimiento de su cuello llevan constantemente una provisión de agua. En algunos casos, al matarlos después de haberlos privado durante un año de todo alimento, se han encontrado en sus bolsas hasta unos doce litros de agua fresca y potable. Su principal alimento es perejil silvestre y apio, además de verdolaga, y otros vegetales que abundan en las vertientes de las colinas cerca de la costa donde se encuentra este animal. Constituyen un sustancioso y nutritivo alimento y han servido sin duda alguna de medio para conservar la vida de miles de marineros empleados en la pesca de la ballena y en otros menesteres en el Pacífico.

La que tuvimos la suerte de sacar de la despensa no era de gran tamaño, y pesaba probablemente de sesenta y cinco a setenta libras. Era hembra, se encontraba en excelente estado, quizá excesivamente gorda y guardaba en la bolsa del cuello más de un litro de agua fresca y limpia. Esto era, ciertamente, un tesoro para nosotros; y cayendo de rodillas todos a la vez, dimos fervientes gracias a Dios por tan oportuno socorro.

Nos costó mucho trabajo sacar al animal por el boquete, pues se resistía con furia y su fuerza era prodigiosa. Estaba a punto de escaparse de las manos de Peter y caer de nuevo en el agua, cuando Augustus le echó al cuello una cuerda con un nudo corredizo, reteniéndola de este modo hasta que yo salté dentro del agujero y, colocándome al lado de Peter, le ayudé a subirla.

Trasladamos cuidadosamente el agua de la bolsa al cántaro, que, como se recordará, habíamos sacado antes de la cámara. Una vez hecho esto, rompimos el cuello de una botella de modo que formara, con el corcho, una especie de vaso, cuya capacidad no llegaba a la de media pinta. Bebimos cada uno una de estas medidas llena, y decidimos limitarnos a esta cantidad por día durante tanto tiempo como durara la provisión.

Como habíamos tenido un tiempo seco y agradable durante los dos o tres últimos días, las mantas que habíamos sacado de la cámara, así como nuestras ropas, se habían secado por completo, de modo que pasamos esta noche (la del veintitrés) con relativo bienestar, gozando de un reposo tranquilo, después de regalarnos con aceitunas y jamón, y un mesurado trago de vino. Temiendo que durante la noche perdiéramos algunas de nuestras provisiones, en el caso de que se levantara la brisa, las aseguramos lo mejor posible con una cuerda a los restos del cabrestante. En cuanto a nuestra tortuga, que deseábamos a toda costa conservar viva mientras pudiéramos, la pusimos boca arriba y también la atamos cuidadosamente.

Capítulo XIII

24 de julio. Esta mañana nos hallábamos extraordinariamente restablecidos, física y moralmente. A pesar de la peligrosa situación en que nos encontrábamos, ignorantes de nuestra posición, aunque seguramente a gran distancia de tierra, sin más provisiones que para quince días a lo sumo, y esto con gran economía, casi sin agua y flotando a merced de los vientos y de las olas en el más simple naufragio del mundo, los peligros y las angustias más terribles de los que tan milagrosamente acabábamos de escapar nos hacían considerar nuestros actuales sufrimientos como un mal menor; tan cierto es que la felicidad y la desgracia son completamente relativas.

Al salir el sol nos preparamos para reanudar nuestras tentativas a fin de sacar algo de la despensa, pero un vivo aguacero, con algún relámpago, nos obligó a preocuparnos de recoger agua por medio del paño que ya habíamos utilizado antes para este propósito. No teníamos más medio de recoger el agua que tendiendo la sábana colocando en su centro uno de los herrajes de los portaobenques del trinquete. El agua, conducida de este modo al centro, desaguaba en nuestro cántaro. Lo habíamos casi llenado por este procedimiento, cuando una violenta racha, procedente del norte, nos obligó a desistir, pues el barco comenzó a balancearse tan violentamente que no podíamos mantenernos de pie. Entonces nos dirigimos a proa y, amarrándonos con firmeza a los restos del cabrestante como antes, esperamos los acontecimientos con más calma de la que preveíamos o de la que era dado imaginar en aquellas circunstancias. A mediodía calmó el viento, y por la noche se convirtió en un fuerte vendaval, acompañado de un tremendo oleaje. La experiencia nos había enseñado, sin embargo, la mejor manera de arreglar nuestras amarras, y capeamos el temporal aquella triste noche con relativa seguridad, a pesar de que a cada instante nos veíamos inundados y en peligro de ser barridos por el mar. Por fortuna, el tiempo era tan cálido que hacía casi agradable el contacto con el agua.

25 de julio. Al amanecer, la tempestad se había convertido en una simple brisa de diez nudos por hora, y el mar había bajado tanto que casi podíamos andar en seco por la cubierta. Mas, con gran pesar nuestro, descubrimos que las olas se habían llevado dos tarros de aceitunas y todo el jamón, a pesar del cuidado con que los habíamos atado. No nos decidimos a matar la tortuga aún, contentándonos por el momento con tomar como desayuno unas cuantas aceitunas y una medida de agua cada uno, mezclada a partes iguales con vino. Este brebaje nos dio ánimos y vigor, sin sumirnos en la embriaguez que nos había producido el vino de Oporto. El mar seguía demasiado movido para repetir nuestros esfuerzos en busca de provisiones de la despensa. Varios artículos, de ninguna importancia para nosotros en nuestra actual situación, subieron a través del boquete a lo largo del día, siendo inmediatamente barridos por las olas. También observamos que el barco estaba aún más inclinado, de modo que no podíamos permanecer de pie ni un instante sin atarnos, por lo que pasamos un día sombrío y molesto. Al mediodía, el sol caía casi verticalmente, y esto nos cercioró de que habíamos sido arrastrados, en virtud de la larga sucesión de vientos del norte y del noroeste, casi a las cercanías del Ecuador. Hacia el anochecer vimos varios tiburones y nos alarmamos un tanto por la audacia con que se acercó a nosotros uno de enorme tamaño. Una de las veces que un fuerte bandazo nos sumergió profundamente bajo el agua en la cubierta, el monstruo pasó nadando por encima de nosotros, y coleteando por unos momentos sobre la escala de toldilla, le dio un violento golpe a Peter con su cola. Por fin, una fuerte ola lo arrastró fuera, con gran alivio nuestro. De haber tenido un tiempo más moderado, lo habríamos capturado fácilmente.

26 de julio. Esta mañana, al encontrar que el viento había amainado mucho y que la mar estaba menos gruesa, decidimos reanudar nuestras tentativas para llegar a la despensa. Después de trabajar mucho durante todo el día, nos convencimos de que no podíamos sacar nada de allí, pues los mamparos del aposento se habían roto durante la noche y su contenido barrido a la cala. Este descubrimiento, como puede suponerse, nos llenó de desesperación.

27 de julio. El mar está casi en calma, soplando aún un suave viento del norte y del oeste. Como el sol calentó mucho por la tarde, nos dedicamos a secar nuestras ropas. Calmamos en gran manera la sed, y sentimos mucho alivio bañándonos en el mar: pero al hacer esto tuvimos que guardar muchas precauciones por temor a los tiburones, algunos de los cuales vimos nadando en torno al bergantín durante el día.

28 de julio. Continúa el buen tiempo. El bergantín comienza a tumbarse de un modo tan alarmante, que tememos que se vuelva de quilla al cielo. Nos preparamos lo mejor que podemos para esta emergencia, atando lo más fuerte posible a sotavento la tortuga, el cántaro del agua y los dos tarros de aceitunas que nos quedaban, colocándolos fuera del casco, por debajo de las cadenas principales. El mar, muy tranquilo todo el día, con poco o ningún viento.

29 de julio. Persiste el buen tiempo. El brazo herido de Augustus comienza a presentar síntomas de gangrena. Se queja de sed excesiva y de modorra, pero no tiene dolores agudos. No podemos hacer nada por aliviarlo, sino frotarle las heridas con un poco de vinagre de las aceitunas, cosa que al parecer no le hace ningún bien. Hicimos todo lo que estuvo a nuestro alcance para ahorrarle sufrimientos. Y le triplicamos su ración de agua.

30 de julio. Un día excesivamente caluroso, sin ningún viento. Un enorme tiburón se mantuvo cerca del barco toda la mañana. Hicimos varias tentativas infructuosas para capturarle con un lazo. Augustus está mucho peor, y decayendo evidentemente más por la falta de alimentos apropiados que por los efectos de sus heridas. Reza constantemente por verse libre de sus sufrimientos, y no desea más que la muerte. Esta tarde nos comimos las últimas aceitunas, y encontramos tan corrompida el agua de nuestro cántaro, que no pudimos beberla sin añadirle vino. Estamos decididos a matar nuestra tortuga mañana por la mañana.

31 de julio. Después de una noche de gran ansiedad y fatiga, debido a la posición del casco, nos disponemos a matar y a descuartizar nuestra tortuga. Ésta resulta ser más pequeña de lo que nos habíamos imaginado, aunque de buena condición: toda su carne no pesaría más de diez libras. Con el fin de conservar una parte el mayor tiempo posible, la cortamos en finas rajas y llenamos con ellas los tres tarros de aceitunas vacíos y la botella de vino (todo lo cual habíamos conservado), rellenándolos después con el vinagre de las aceitunas. De esta manera tenemos en conserva unas tres libras de la tortuga, pensando no tocarla mientras nos dure el resto. Decidimos reducir nuestra ración a unas cuatro onzas de carne al día, con lo cual la tortuga durará trece días. Al anochecer sobrevino un recio aguacero, acompañado de grandes truenos y relámpagos, pero su breve duración sólo nos permitió recoger media pinta de agua. De común acuerdo, se la dimos íntegra a Augustus, quien parecía estar en las últimas. Bebió el agua de la sábana a medida que la íbamos recogiendo (sosteniéndola sobre él, que está echado, de forma que vaya a caerle en la boca), pues no nos ha quedado ahora nada donde conservar el agua, a menos que prefiramos vaciar el vino de la garrafa, o el agua corrompida del cántaro. Cualquiera de estas soluciones hubiera tenido que ponerse en práctica de haber continuado el aguacero.

Augustus pareció no sentir gran alivio con la bebida. Tenía el brazo completamente negro desde la muñeca hasta el hombro, y sus pies estaban fríos como el hielo. A cada momento esperábamos verle dar el último suspiro. Estaba espantosamente consumido, tanto que, aunque pesaba unos cincuenta y siete kilos al salir de Nantucket, ahora no pesaría más de veinte a veinticinco kilos a lo sumo. Tiene los ojos tan profundamente hundidos en sus cuencas, que apenas se le ven, y la piel de sus mejillas le cuelga tan floja que le impide masticar cualquier alimento o incluso beber cualquier líquido, sin grandes dificultades.

1 de agosto. Persiste el mismo tiempo de calma, con un sol abrasador que nos deprime. Sufrimos mucha sed, pues el agua del cántaro está completamente corrompida y llena de bichos. Sin embargo, nos vemos obligados a tomar un poco, mezclándola con vino: pero apenas nos apaga la sed. Más alivio encontramos en los baños en el mar, pero no podemos tomarlos sino muy de tarde en tarde, a causa de la continua presencia de los tiburones. Ahora vemos que Augustus no se salvará, que se está muriendo a ojos vistas. No podemos hacer nada por aliviar sus sufrimientos, que parecen insoportables. A eso de las doce expiró entre violentas convulsiones, y sin haber hablado durante varias horas. Su muerte nos llenó de los más sombríos presagios, y ejerció sobre nuestros espíritus una impresión tan poderosa, que pasamos todo el día inmóviles junto al cadáver sin decirnos nada. Hasta pasado algún tiempo después de anochecido no tuvimos valor para arrojarlo al mar. Aquello resultó espantoso, indeciblemente horrible, pues estaba tan descompuesto que, cuando Peter intentó levantarlo, se le quedó entre las manos una pierna entera. Cuando la masa putrefacta se deslizó por encima de la cubierta del barco al mar, el resplandor de la luz fosfórica del agua que nos rodeaba nos dejó ver siete u ocho grandes tiburones, mientras el crujir de aquellos horribles dientes, desgarrando la presa en pedazos entre ellos, podía oírse a una milla de distancia. Ante lo sobrecogedor del ruido, nos abismamos aterrados.

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