Las aventuras de Arthur Gordon Pym (6 page)

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Authors: Edgar Allan Poe

Tags: #Fantástico, Terror

Apenas se había apagado el eco del chasquido, cuando oí pronunciar mi nombre con voz impaciente, pero sigilosa, que venía de la dirección de proa. Tan inesperada era cualquier cosa semejante y tan intensa la emoción que me produjo el sonido, que en vano traté de contestar. Había perdido por completo la facultad del habla, y en la angustia que me producía el terror de que mi amigo me creyese muerto y se retirase sin intentar acercarse a mí, me levanté entre los cachivaches que había junto a la puerta de la caja, temblando convulsivamente y haciendo esfuerzos sobrehumanos para hablar. Aunque mil mundos hubieran dependido de una palabra mía, no hubiese podido articularla. Sentí de pronto un ligero movimiento entre el montón de maderas, un poco más allá de donde yo me hallaba. Enseguida el ruido se fue debilitando cada vez más, haciéndose más tenue, más lejano. ¿Podré olvidar algún día los sentimientos que experimenté en aquel momento? Se iba alejando…, mi amigo, mi compañero, de quien tenía derecho a esperar tanto…, se iba alejando…, me abandonaba… ¡se había ido! Me dejaba morir miserablemente, me dejaba perecer en el más horrible y siniestro de los calabozos…, y cuando una sola palabra, una sola sílaba me hubiese salvado… ¡esa única sílaba no podía pronunciarla! Estoy seguro de que en aquellos instantes sentí las angustias de la muerte mil veces agrandadas. Me empezó a dar vueltas la cabeza y caí, mortalmente enfermo, contra el extremo de la caja.

Al caerme, se desprendió del cinturón el cuchillo y rodó por el suelo, produciendo un ruido metálico.

¡Jamás sonaron en mis oídos más vivamente los compases de la más dulce melodía! Escuché, con intensa ansiedad, para asegurarme del efecto que el ruido produciría en Augustus…, pues sabía que la única persona que me había llamado por mi nombre no podía ser más que él. Todo permaneció en silencio durante unos momentos. Por fin, volví a oír la palabra «¡Arthur!» repetida en voz baja, como por una persona que vacila. Al renacer la esperanza perdida recobré de golpe el habla y grité con toda la fuerza de mi voz: «¡Augustus! ¡Ay, Augustus!».

—¡Silencio! ¡Calla, por Dios! —me contestó con voz trémula de agitación—. Estaré contigo inmediatamente…, en cuanto pueda abrirme camino a través de la bodega.

Durante un buen rato le oí moverse entre la estiba, y cada momento me parecía un siglo. Al fin, sentí su mano sobre mi hombro y, en el mismo instante, me puso una botella de agua en la boca. Solamente los que han sido redimidos súbitamente de las sombras de la tumba o quienes hayan conocido los insoportables tormentos de la sed bajo circunstancias tan agravadas como las que me rodeaban en mi espantosa prisión, pueden darse idea de las indecibles delicias que proporciona un buen trago, el más exquisito de todos los placeres que pueda gozar el hombre.

Cuando hube satisfecho en cierto grado la sed, Augustus sacó del bolsillo tres o cuatro patatas cocidas, que devoré con la mayor avidez. Traía una linterna sorda, y los gratos rayos de su luz me causaban no menos gusto que la comida y la bebida. Pero yo estaba impaciente por saber la causa de su prolongada ausencia, y comenzó a contarme lo que había sucedido a bordo durante mi encarcelamiento.

Capítulo IV

El bergantín se hizo a la vela, como me había imaginado, a eso de una hora después de haberme dejado Augustus el reloj. Esto sucedía el 20 de junio. Se recordará que por entonces llevaba yo tres días en la cala; y, durante este período, reinó tan constante agitación a bordo, especialmente en la cámara y en los camarotes, que mi amigo no había tenido tiempo de visitarme sin riesgo de que se descubriese el secreto de la trampa. Cuando al fin pudo venir, le aseguré que yo estaba lo mejor que podía estar, y por eso durante dos días no se inquietó mucho por mi situación, aunque acechase siempre una ocasión para bajar. Ésta no la pudo hallar hasta el cuarto día. Varias veces durante este período había pensado contarle a su padre la aventura, para que subiese enseguida; pero nos hallábamos aún a corta distancia de Nantucket y, por ciertas expresiones que se le habían escapado al capitán Barnard, no era dudoso que me devolviese a tierra si se enteraba de que yo iba a bordo. Además, meditando sobre esto, Augustus, según me dijo, no se imaginaba que yo me hallase en tan gran necesidad, ni de que yo vacilase, en tal caso, de acercarme a gritar junto a la trampa para que me oyesen. Así, pues, tomando en consideración todo esto, decidió dejarme allí hasta que tuviera ocasión de visitarme sin que lo advirtieran. Esto, como dije antes, no sucedió hasta el cuarto día después de traerme el reloj, y el séptimo desde que entré por vez primera en la bodega. Bajó entonces sin llevar agua ni provisiones, pues sólo se proponía en esta primera ocasión llamarme la atención para que fuese desde la caja hasta la trampa, al tiempo que él subía al camarote y desde allí me tiraba unas provisiones. Cuando descendió con este propósito me encontró dormido, roncando estrepitosamente. Por los cálculos que me hice sobre este punto, éste debió de ser el sopor en que caí precisamente después de mi regreso desde la trampa de recoger el reloj, y que, consiguientemente, debió de durar más de tres días con sus noches, por lo menos. Posteriormente he tenido razones tanto por mi propia experiencia como por el testimonio de los demás, para enterarme de los poderosos efectos soporíferas del hedor que despide el aceite de pescado rancio en sitios cerrados; y cuando pienso en el estado de la cala en que me hallaba aprisionado y el largo período durante el cual el bergantín había sido utilizado como ballenero, me inclino aún más a maravillarme de haberme despabilado de mi sueño, después de caer dormido, que no de haber permanecido durmiendo ininterrumpidamente durante el tiempo arriba especificado.

Augustus me llamó en voz baja primero y sin cerrar la trampa; pero no le contesté. Entonces cerró la trampa, y me llamó más fuerte y, finalmente, a voces; pero yo seguía roncando. No sabía qué hacer. Le llevaría algún tiempo recorrer el camino a través de la estiba hasta mi caja, y mientras tanto su ausencia podía ser notada por el capitán Barnard, quien necesitaba de sus servicios a cada momento, para arreglar y copiar papeles relacionados con los negocios del viaje. Por tanto, tras de reflexionarlo, decidió subir y esperar otra ocasión para visitarme. Se sintió más inducido a tomar esta resolución porque mi sueño parecía ser de la naturaleza más tranquila, pues no suponía que me hubiese puesto malo por estar encerrado. Estaba justamente meditando sobre estos extremos, cuando le llamó la atención un extraño bullicio, que parecía proceder de la cámara. Saltó a través de la trampa lo más rápidamente posible, la cerró y abrió la puerta de su camarote. Apenas había puesto los pies en el umbral, cuando una pistola brilló en su cara y cayó derribado, al mismo tiempo, por el golpe de un espeque.

Una mano vigorosa le sujetaba contra el suelo del camarote, oprimiéndole férreamente la garganta; pero pudo ver lo que estaba sucediendo a su alrededor. Su padre estaba atado de pies y manos, y yacía tendido a lo largo de los peldaños de la escalera de la cámara, cabeza abajo, con una profunda herida en la frente, de la que manaba un continuo chorro de sangre. No pronunciaba ni una palabra y, al parecer, estaba moribundo. Sobre él se inclinaba el primer piloto, mirándole con expresión de diabólica burla, mientras le registraba detenidamente los bolsillos, de los que sacó una abultada cartera y un cronómetro. Siete de la tripulación (el cocinero negro entre ellos) registraban los camarotes de babor en busca de armas, donde pronto se equiparon con fusiles y municiones. Además de Augustus y del capitán Barnard, había en total nueve hombres en la cámara, entre los cuales figuraban los más rufianes de la tripulación del bergantín. Los villanos subieron a cubierta, llevándose a mi amigo con ellos, después de haberle atado las manos a la espalda. Se dirigieron directamente al castillo de proa, que estaba trancado. Dos de los amotinados se apostaron allí, armados de hachas, y otros dos se situaban en la escotilla principal. Entonces el piloto gritó con voz estentórea:

—¡Eh, me oís, los de abajo! ¡Arriba todos, uno a uno! ¡Y no quiero protestas!

Pasaron unos minutos sin que apareciese nadie; por fin, un inglés, que se había enrolado como aprendiz, subió llorando lastimosamente y le suplicaba al piloto, de la manera más humilde, que no lo matase. La única respuesta fue un hachazo en la cabeza. El pobre hombre cayó sobre la cubierta sin lanzar un gemido, y el cocinero negro lo levantó en alto como si fuera un niño y lo tiró al mar. Al oír el golpe y la zambullida del cuerpo, los que estaban abajo no se atrevían a subir a la cubierta ni con promesas ni con amenazas, hasta que alguien propuso que se les obligase a salir echándoles humo. Se produjo entonces una lucha general, y por un momento pareció posible que el bergantín fuera recuperado del poder de los amotinados; pero éstos lograron al fin cerrar el castillo antes de que pudiesen salir más de seis de sus contrarios. Estos seis, al encontrare ante un número tan superior de enemigos y sin armas, se entregaron después de una breve lucha. El piloto les dio muy buenas palabras, sin duda para inducir a que salieran a los que estaban abajo, pues podían oír perfectamente lo que se decía en cubierta. El resultado demostró su sagacidad, no menos que su diabólica villanía. Enseguida todos los que estaban en el castillo de proa dieron a entender su intención de someterse y, al subir uno por uno, fueron atados y luego tumbados boca arriba, en unión de los otros seis, siendo en total veintisiete los marineros que no habían tomado parte en el motín.

A esto siguió la escena de más horrible carnicería que cabe imaginarse. Los marineros maniatados fueron arrastrados hasta la pasarela, donde estaba el cocinero con un hacha golpeando a cada víctima en la cabeza mientras era arrojada al mar por los demás amotinados. De este modo perecieron veintidós, y Augustus se daba ya por perdido, esperando a cada momento que le tocase el turno. Mas pareció que los asesinos se cansaron o que les desagradó en cierta medida su sangrienta labor; para los cuatro prisioneros restantes, junto con mi amigo, que había sido llevado a cubierta con los demás, hubo tregua, mientras el piloto enviaba abajo por ron y toda la partida de criminales se entregaba a una orgía que duró hasta la puesta del sol. Luego comenzaron a disputar sobre el destino de los supervivientes, que estaban a menos de cuatro pasos de distancia y oían todo lo que decían. El licor parecía haber aplacado la sed de sangre de algunos de los amotinados, pues se oyeron varias voces en favor de que soltasen a los cautivos, con la condición de que se uniesen al motín y participasen de sus beneficios. Pero el cocinero negro (que, a todos los aspectos, era un verdadero demonio, y que parecía tener tanta influencia si no más que el piloto mismo) no quería escuchar proposiciones de tal índole, y se levantó repetidas veces con el propósito de reanudar su tarea junto a la pasarela. Por fortuna, estaba tan dominado por la borrachera, que fue detenido fácilmente por los menos sanguinarios de la partida, entre los cuales figuraba uno que se llamaba Dick Peter. Este individuo era hijo de una india de la tribu de los Upsarokas, que viven en las fortalezas naturales de las Blacks Hills, cerca de las fuentes del Missouri. Su padre era un comerciante en pieles, según creo, o al menos relacionado en cierto modo con los establecimientos comerciales de los indios en el río Lewis. El tal Peter era uno de los hombres de aspecto más feroz que jamás he visto. Era bajo de estatura —no medía más que metro y medio—, pero sus miembros eran de tipo hercúleo. Sus manos, especialmente, eran tan enormemente gruesas y anchas que apenas tenían forma humana. Sus brazos, así como sus piernas, estaban arqueadas del modo más singular, y parecía que no poseían flexibilidad alguna. Su cabeza era igualmente deforme, de tamaño inmenso, con una depresión en la coronilla (como la suelen tener la mayoría de los negros) y calva por completo. Para ocultar esta última deficiencia, que no era hija de los años, solía llevar una peluca de cualquier materia peluda que encontrase a mano, a veces la piel de un perro español o la de un oso gris americano. En la ocasión a que me refiero llevaba puesta una de estas pieles de oso, lo que contribuía no poco a aumentar la natural ferocidad de su aspecto, el cual representaba el tipo característico del indio upsaroka. La boca le llegaba casi de oreja a oreja; sus labios eran finos y, como otras partes de su cuerpo, parecían desprovistos de la flexibilidad natural, de modo que su expresión corriente no variaba nunca bajo la influencia de cualquier emoción. Puede concebirse cuál era su expresión corriente considerando que los dientes los tenía excesivamente largos y prominentes, y que jamás los cubrían, ni siquiera parcialmente, los labios. Al echar una mirada rápida a este hombre se hubiera dicho que tenía una risa convulsa; pero una mirada más detenida daba la escalofriante impresión de que si aquella expresión era de regocijo, este regocijo debía de ser el del demonio. Acerca de este singular personaje circulaban muchas anécdotas entre la gente de mar de Nantucket. Estas anécdotas demostraban su fuerza prodigiosa cuando se hallaba excitado, y algunas de ellas hacían poner en duda su cordura. Mas, al parecer, a bordo del Grampus era mirado, en la época del motín, más con sentimientos de burla que de cualquier otra cosa. He hablado en particular de Dick Peter porque, tan feroz como parecía, fue el principal instrumento de salvación de la vida de Augustus, y porque tendré frecuentes ocasiones de mencionarle en el curso de mi relato; relato, permitidme que lo diga, que, en sus últimas partes, figuran incidentes de naturaleza tan completamente fuera de la experiencia humana —y por esta razón tan completamente fuera de los límites de la credulidad humana—, que sigo escribiéndolo sin esperanza de que me den crédito a todo lo que diré, aunque confío en que el tiempo y los progresos de la ciencia comprueben un día las más importantes e improbables de mis afirmaciones.

Después de mucha indecisión y de dos o tres disputas violentas, se resolvió que todos los prisioneros (con excepción de Augustus, a quien Peter insistía de una manera burlesca en conservar como escribiente) debían ser dejados a merced de las olas en uno de los botes más pequeños. El piloto bajó a la cámara a ver si todavía estaba vivo el capitán Barnard —pues, como se recordará, quedó abajo cuando subieron los amotinados—. Al poco rato reaparecieron los dos; el capitán, pálido como la muerte, pero algo repuesto de los efectos de su herida. Dirigió la palabra a los marineros con voz casi inarticulada, pidiéndoles que no le dejasen en el bote y que volviesen a sus deberes, prometiendo desembarcarlos donde quisieran y no dar ningún paso para entregarlos a la justicia. Era como hablar a los vientos. Dos de los rufianes le cogieron por los brazos y lo arrojaron al bote que estaba al lado del bergantín, el cual había sido arriado mientras el piloto se hallaba abajo. Los otros cuatro prisioneros que yacían sobre la cubierta fueron desatados y se les ordenó que siguiesen al capitán, cosa que hicieron sin oponer la menor resistencia. A Augustus lo dejaron en su penosa situación, aunque forcejeaba e imploraba únicamente la triste satisfacción de que le permitiesen decir adiós a su padre. Les dieron un puñado de galletas y un cántaro de agua; pero no les dieron mástil, vela, remos ni brújula. El bote fue remolcado unos minutos, durante los cuales los amotinados celebraron otra reunión, y luego cortaron el cable. Mientras tanto se había hecho de noche —no había luna ni brillaba ninguna estrella— y la mar estaba agitada y oscura, aunque no hacía mucho viento. El bote se perdió de vista instantáneamente, y pocas esperanzas podían abrigar los infortunados que iban en él. Sin embargo, este acontecimiento sucedió a 35º 30' de latitud norte y a 61º 20' de longitud oeste, y, por consiguiente, a no gran distancia de las islas Bermudas. Por eso, Augustus procuró consolarse con la idea de que el bote podía llegar a alcanzar tierra o llegar suficientemente cerca de ellas para ser recogido por algún barco costero.

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