Read Las flores de la guerra Online
Authors: Geling Yan
Shujuan se fijó en que las prostitutas vestían con ropas sencillas y en sus pálidos rostros no había rastro de maquillaje. Llevaban una pequeña flor blanca de lana en la sien que habían hecho a partir de una prenda de punto. Zhao Yumo llevaba un
qipao
de terciopelo negro, como si fuera una viuda. Había traído con ella un extenso guardarropa, que incluía hasta ropa de luto. Cuando sus ojos se cruzaron con los de Shujuan, la pequeña apartó la mirada. Ya no sentía ese odio devorador hacia Yumo. La prostituta no lo merecía. En su lugar, lo que sentía muy en su interior era el eco de una pregunta. Si mujeres como Yumo conseguían sobrevivir, ¿por qué no lo habían hecho personas nobles como el comandante Dai o Li Quanyou?
El padre Engelmann iba vestido con la casulla reservada para las ocasiones más solemnes. Hacía tanto tiempo que no la utilizaba que las polillas la habían agujereado. Se había peinado hacia atrás su cabello cano. Subió al altar llevando una pesada mitra sobre la cabeza y golpeando el suelo con un pesado báculo.
Nada más comenzar la ceremonia, Shujuan se puso a llorar. Aquellas lágrimas marcaban para ella la pérdida de esperanza en los seres humanos. De pie entre sus compañeras, canturreando en voz baja la oración en memoria de los difuntos, las lágrimas de Shujuan refulgían en sus ojos mientras miraba los restos de los cuatro hombres colocados a los pies del altar mayor. Su llanto expresaba el dolor de todas las injusticias que había conocido.
Los muertos fueron enterrados en el cementerio de la iglesia a las siete de la mañana de un día frío y despejado. El cementerio tenía el aroma afilado y fresco de los cipreses. Fabio había trabajado desde antes del alba para cavar las cuatro sepulturas. No había nada que poner entre los cuerpos y la tierra salvo las sedas de las mujeres: bufandas, pañuelos...
Shujuan permaneció al pie de la sepultura del comandante Dai y cuando la tierra comenzó a caer sobre el cuerpo de aquel hombre, envuelto en esas telas ridículamente coloridas, las lágrimas descendieron por sus mejillas. Era muy injusto que un héroe como Dai recibiera un funeral como ése. Después del entierro, dejó que todos los demás se fueran y se quedó observando al padre Engelmann, que permaneció ante las sepulturas con la cabeza gacha.
De pronto, levantó la mirada y la vio.
—Es tan injusto —le dijo ella.
El sacerdote la miró a los ojos.
—¿El qué, pequeña?
—Que deba ver todo esto. Muy injusto.
—Lo es.
—Mis padres se han librado.
—Es cierto. ¿Quieres contarme algo, mi niña?
Shujuan sintió la urgencia de hablarle de todo: de los cambios de su cuerpo, de la furia que sentía hacia sus padres, de su odio hacia las mujeres del Qinhuai, de lo cerca que había estado de echarles cenizas encima. Pero algo en la sabia mirada del padre Engelmann frenó su lengua; como si le estuviera diciendo que reconsiderara su desgracia.
Algo más tarde, el padre Engelmann se puso unos zapatos de suela de goma, más adecuados para caminar, y se dirigió a la Zona de Seguridad para informar sobre lo acontecido aquella noche y, de paso, tratar de averiguar si sería posible encontrar un medio de transporte para sacar a las niñas a escondidas de Nanjing, aunque sólo fuera un coche para trasladarlas sin peligro hasta casa del señor Rabe o para que pudieran vivir apretujadas unos días en la del doctor Robinson. Bastaría con que los escoltaran un par de miembros del Comité de la Zona de Seguridad para garantizar que las tropas japonesas no las interceptarían y detendrían durante el trayecto de cinco kilómetros entre la parroquia y sus viviendas. Tras los sucesos de la noche anterior, el padre Engelmann creía que la iglesia no sólo no era un lugar seguro, sino que además los japoneses la tenían en su punto de mira. Estaba convencido de que, tras haber registrado el desván, sospechaban que las estudiantes no se habían marchado y no se habían creído la explicación de Fabio de que sus padres se las habían llevado días antes de la ocupación de Nanjing. Le aterrorizaba también pensar que los soldados japoneses podían olfatear el rastro de las niñas. Recordó haber escuchado el grito involuntario de una de las estudiantes, aunque deseaba con todas sus fuerzas que hubiera sido fruto de su imaginación debido al estado de nerviosismo en el que se hallaba en aquellos momentos.
Cuando Fabio entró en el camposanto para adecentar las tumbas, encontró a Yumo de pie frente a la de Dai Tao. El diácono se ajustó mejor la venda que le cubría el brazo y se dirigió a ella:
—Vamos, parece que va a llover.
Yumo se pasó el dorso de la mano por la cara con un movimiento apenas perceptible. No deseaba que él se diera cuenta de que se estaba enjugando las lágrimas.
Fabio permaneció en el mismo sitio un momento, pero al ver que Yumo no tenía intención de marcharse se giró de nuevo y le dijo:
—Date prisa en volver, no es seguro estar aquí fuera.
Yumo se volvió hacia él. Sus grandes ojos se le habían empequeñecido y enrojecido de tanto llorar y, junto con su nariz, formaban tres puntos colorados en su pequeño rostro de tez pálida. No sólo no estaba guapa sino que incluso se veía fea. Aun así, a Fabio le conmovió. Se quedó observándola y pensó que, de haber tenido la oportunidad, aquella mujer de veinticinco años habría podido ser sin lugar a dudas una maestra, una secretaria, una joven ama de buena familia o hasta una gran dama. ¿Qué habría pasado si Fabio, a su regreso de Estados Unidos, con veinte años, se hubiera encontrado con una niña de poco más de diez que iba a ser vendida a un burdel? Habría reunido todo el dinero que tuviera ahorrado y se lo habría entregado al hombre que trataba de venderla. Ella misma le habría explicado que se llamaba Zhao Yumo. Aquella oportunidad, sin embargo, había pasado de largo para los dos.
—¿Aún te queda familia? —le preguntó él de pronto.
—Probablemente sí —contestó distraída—. ¿Por qué lo pregunta?
—Es por si pasa algo... No que vaya a pasar, sólo por si pasa y perdemos el contacto... Puedo buscar a tu familia.
—¿En caso de que muera? —dijo ella con una sonrisa lánguida—. A mi familia tanto les da que esté viva o muerta.
Fabio no dijo nada. Sentía en su herida del hombro un dolor punzante que iba y venía.
—Lo único que les importaba era tener opio. A mis hermanas y a mí nos vendieron para poder comprarlo.
—¿Cuántas hermanas tienes?
—Yo soy la mayor. Después de mí, somos dos hermanas y un hermano. Antes de que mi madre comenzara a fumar opio, no era diferente de estas estudiantes. Yo también fui a un buen colegio y estudié un año en una escuela religiosa.
Le contó brevemente cómo su padre la había dejado en prenda a un primo suyo y cómo la mujer de éste la había acabado vendiendo a un burdel de Nanjing cuando aún era una niña. Hablaba como si aquello fuera de lo más trivial, como si le resultara aburrido y poco interesante. Le explicó la humillación y la injusticia que había sufrido por culpa de unas tijeras y cómo éstas le hicieron apretar los dientes y tomar la firme determinación de que, aunque tuviera que ganarse la vida de una manera tan degradante, destacaría por encima de las demás y llegaría a lo más alto.
En ese momento Fabio y ella ya se habían sentado dentro del templo. Aún no se había disipado el aroma del incienso y las velas que habían prendido en la misa por el descanso del alma de los fallecidos.
Yumo se sentó en la primera fila de bancos y tomó en su mano una Biblia que había allí preparada para los feligreses mientras sonreía con sarcasmo, un sarcasmo dirigido a ella misma.
Fabio se quedó de pie frente a ella con medio cuerpo rígido para poder soportar mejor el dolor de la herida del hombro. Que le contara todo aquello le hizo sentirse un poco incómodo y avergonzado por aquel honor que no esperaba. Al fin y al cabo, él no era su confesor ni ella una feligresa arrepentida. Acostumbrado a estar solo, el conocer tantos pormenores sobre la vida de otra persona le resultaba un fastidio.
—¿Y usted, padre? —le preguntó ella cambiando de tema de repente.
Se había sincerado con él; ahora deseaba que él hiciera lo mismo con ella.
Sin saber muy bien por qué, Fabio comenzó su relato. Le contó cómo se había quedado en China tras la muerte de sus padres y cómo lo habían criado una mujer china a la que llamaba abuela y su padre adoptivo. A medida que hablaba pensaba que nunca nadie había querido escuchar su historia, y menos con la fascinación con la que la seguía ahora Zhao Yumo. Ante esos oídos tan atentos y absortos, Fabio sintió unas ganas imperiosas de contarle su vida entera. Regresó entonces sobre algunos fragmentos que ya le había relatado para redondearlos con unas cuantas puntualizaciones. Por el embeleso de los ojos y el rostro de Yumo, dedujo que aquellos detalles adicionales aportaban gran viveza a su narración. Cuando le explicó el miedo y los nervios que había pasado en su encuentro en Estados Unidos con sus numerosos parientes de sangre, ella le sonrió para consolarlo. Verdaderamente, era una mujer que entendía a fondo la naturaleza humana.
Pensó entonces que si tuviera a alguien deseoso de escucharlo no le costaría dejar la bebida. Un rostro que lo escuchara con tanto interés y respeto sería suficiente para emborracharlo.
—Nunca hubiera imaginado que acabaría charlando con un cura.
Fabio, menos aún que pudiera intercambiar confidencias con una prostituta.
—¿Piensas quedarte siempre en esta parroquia?
Él se quedó desconcertado. Jamás había dudado de que acabaría sus días en aquel lugar y que lo enterrarían al lado del padre Engelmann. Pero ante la pregunta de Zhao Yumo, de repente aquella certeza se tambaleó. Quizás siempre había dudado de ello, aunque sin dar nunca demasiada importancia a esas dudas latentes que habían coexistido con sus certezas, algo equiparable a lo que le sucedía con la idea de Dios. En especial tras lo sucedido la noche anterior, el Creador parecía débil e impotente. ¿No era como para cuestionárselo? Mantuvo la mirada fija en la mujer que había avivado sus incertidumbres. Mientras continuaba su relato sobre cómo había conocido al padre Engelmann, su mente, sin embargo, volvió a imaginar esa oportunidad que no habría pasado de largo si a sus once o doce años ella hubiera conocido a un joven extranjero que hablaba en el dialecto de Yangzhou, que la habría llevado a la escuela de niñas de la iglesia de Santa María Magdalena y habría esperado en secreto a que creciera. Habría esperado a que se graduara de la escuela secundaria y se hubiera convertido en una muchacha hermosa con una excelente educación. Entonces Fabio se habría situado frente a ella y le habría confesado sus sentimientos.
Se quedó observando aquella boca que habrían besado incontables hombres y el contorno de su ostentosa barbilla. Su
qipao
negro se ajustaba a su cuerpo como una segunda piel. Era como el cuerpo de las mujeres chinas retratadas en los dibujos hechos a tinta, con sus sutiles y delicadas ondulaciones, y que podía hacer soñar a un hombre occidental sólo si en verdad entendía la cultura china.
Después de que aquella mujer llamada Zhao Yumo le hubiera mirado tan fijamente, tuvo varios sueños en los que ella se desprendía prenda a prenda de sus ropajes y adornos y dejaba ver un cuerpo blanco, pálido por no conocer la luz del día. Se sentía muy desconcertado. Suponiendo que ella lo amara con toda su alma, ¿no echaría a perder su vida por aquel amor? ¿No debería entonces agradecerle que tan sólo estuviera jugando con él?
—Tengo que regresar —dijo ella poniéndose en pie. Sus ojos ya no estaban tan rojos e hinchados.
El alma del comandante Dai debía de saber el éxito que había tenido con aquella mujer al ver todas las lágrimas que había derramado por él. Si hubiera sido él, Fabio, en lugar del comandante Dai, ¿qué habría hecho ella? Se habría sentido triste unos instantes y habría pensado para sus adentros: «¡Oh, Fabio, ese hombre que no era chino ni extranjero, ya no está con nosotros!». Pero ¿qué diferencia había entre que aún estuviera o no? Para ella, ninguna. Ni para ella ni para nadie.
—Padre, ¿lo recordará?
Fabio la miró sin saber a qué se estaba refiriendo. Ella inclinó la cabeza y parecía a punto de echarse a reír. Entonces cayó en la cuenta de que le estaba preguntando si recordaría todo lo que le había contado sobre su vida.
Aquella mujer tan efímera como cualquier otro mortal, una vez desapareciera, sería como si nunca hubiera pisado este mundo. Pero ahora, en caso de que Fabio la recordara, podría añadirle, además, una historia a aquella vida fugaz.
Fabio sintió en su corazón un dolor que jamás había experimentado.
El padre Engelmann regresó a pie de la Zona de Seguridad sobre las dos del mediodía. Debajo de su sotana traía unos tres kilos de arroz blanco. Fabio coció unas gachas y luego convocó a las mujeres y a las estudiantes en el comedor. El padre Engelmann les explicó que dos días atrás los japoneses se habían llevado a plena luz del día a varias decenas de mujeres de la Zona de Seguridad con unos métodos despreciables. Primero habían provocado un incidente a las puertas del Instituto Femenino de Jinling fingiendo que arrestaban a unos soldados chinos para conseguir atraer a las dirigentes de la Zona de Seguridad hasta la entrada principal, momento que aprovecharon los camiones apostados en la puerta lateral para llevarse a las mujeres. Les explicó también que las condiciones de vida en la Zona de Seguridad eran mucho peores que las de la parroquia: se hallaba extremadamente abarrotada, el suelo estaba lleno de excrementos y orines, se habían desatado epidemias y de vez en cuando surgían conflictos entre los refugiados por productos de primera necesidad. Así que sus dirigentes no creían que trece niñas de no más de catorce años fueran a estar más seguras allí. El padre Engelmann y Minnie Vautrin
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decidieron finalmente que enviarían esa misma noche una ambulancia a la iglesia para trasladar a las estudiantes a la residencia del doctor Robinson.
En diciembre oscurece muy pronto en Nanjing y a las cuatro de la tarde había tan poca luz como en pleno anochecer de un día de verano. Además, aquel día llovía y estaba nublado, y el amanecer no había llegado a clarear sino que había entrado directamente en el crepúsculo. El padre Engelmann se encontraba en aquel momento echando una cabezada en la sala de lectura. Se había trasladado a vivir allí para ahorrar así la leña extra de la chimenea de su vivienda y también para escuchar a Fabio Adornato subir y bajar, entrar y salir. Aquellos ruidos lo tranquilizaban y le hacían sentir que Fabio le hacía compañía indirectamente y que, también indirectamente, le infundía coraje.