Las flores de la guerra (18 page)

Los nervios que sentía Shujuan le hicieron aturullarse y no fue capaz de abrir la boca. En su lugar se quedó mirando fijamente a Xiaoyu. Sólo ella sabía lo humillada y desesperada que se sentía en ese momento.

Xiaoyu apartó al fin la mirada, jugando así una vez más con sus sentimientos. Continuó entonces jugando con los de sus compañeras.

—Lo echamos a suertes —dijo Xiaoyu arrancando una hoja de su libreta. La cortó en catorce trozos y dibujó una flor de ciruelo en uno de ellos.

—Yo no quiero, echadlo a suerte entre vosotras —dijo Shujuan dándole la espalda en actitud heroica.

—Venga, va. Mi padre no puede llevaros a todas —le dijo Xiaoyu casi rogándoselo.

Shujuan negó con la cabeza.

Como resultado del sorteo, una estudiante que apenas había hablado nunca con Xiaoyu se marchó con ella, su padre y Anna. Las trece que quedaron se repartieron un trozo de chocolate que había traído el hombre. Para ser más exactos, fueron doce, ya que Shujuan renunció a su parte. Xiaoyu pretendía comprar con aquel dulce a las compañeras que había abandonado, pero Shujuan no le daría ese gusto.

La noche cayó cuando Xiaoyu eligió a las dos estudiantes, o más bien cuando escucharon el estallido del motor del coche al encenderse en la puerta de la iglesia. Cuando el rugido del vehículo se alejó, las niñas se dieron cuenta de repente de que la noche había invadido el sótano y las había engullido.

Al otro lado de la cortina, Nanni hablaba consigo misma:

—El padre de esa niña debe de tener dinero, ¿no? Seguro que es muy rico. Los ricos pueden mover montañas.

—Nanni, aquel tal jefe Wu que tenía un matadero de patos, ¿no tenía también sus dineritos?

—Pero Nanni no le apretó con suficiente fuerza entre sus piernas y se le escapó —dijo Hongling.

—Parad de decir groserías.

Las niñas reconocieron la voz de Zhao Yumo.

—El año pasado me dijo que quería comprar mi libertad y casarse conmigo ahora que era viudo —dijo Nanni.

—Mira que fuiste tonta. Si te hubieras ido con él, ahora serías la gran señora de los patos.

—Quizás a estas alturas los demonios japoneses ya le hayan matado a él y a todos sus patos. Imagínate lo que habrían hecho con un ama de patos tan bonita como Nanni.

—¡Ja! Al que se me hubiera puesto encima, a ése sí le habría apretado hasta matarlo —dijo Nanni indignada.

—Nanni, cierra la boca, ¿vale? —volvió a intervenir Yumo.

Al cabo de un rato, Nanni se echó a llorar:

—Es verdad que fui una tonta. Si me hubiera ido con él, cualquier cosa habría sido mejor que estar encerrada en esta ratonera. Aquí metidas y para acabar quizás como Doukou...

El corro de estudiantes que escuchaba al otro lado de la cortina se apretó todavía un poco más. El llanto de Nanni cesó de repente y las niñas dedujeron que alguna le había echado una manta sobre la cabeza.

Así acurrucadas, se quedaron dormidas. No sabían qué hora era cuando escucharon la agitación de las mujeres al otro lado de la cortina. Decían que había sonado el timbre.

Capítulo 14

El padre Engelmann se encontraba todavía en la sala de lectura cuando sonó el timbre. Se levantó y fue hasta la cocina. A través de los respiraderos se dirigió a las mujeres y las niñas:

—No pasa nada, Fabio y yo nos ocupamos de ellos. No se os ocurra hacer ningún ruido.

A continuación se acercó al taller de encuadernación. Empujó suavemente la puerta y se llevó un buen susto: el comandante Dai estaba allí de pie dispuesto a luchar a vida o muerte. Tras él, sobre las mesas que habían unido a modo de cama, estaba tumbado Wang Pusheng. Tenía mucha fiebre y era difícil distinguir si estaba consciente o no. Li Quanyou se había cubierto con la manta sin quitarse los zapatos. Apoyaba el cuerpo sobre un codo, dispuesto a saltar hacia delante en cualquier momento.

—No se os ocurra salir, a menos que las cosas se pongan muy feas. Fabio y yo nos encargamos de que se vayan —estiró la mano para darle unas palmaditas al comandante Dai e incluso le sonrió ligeramente.

El padre Engelmann caminó hacia la entrada mientras escuchaba el timbre sonar una vez, y otra vez, y otra... No era inteligente abrirles las puertas de par en par a esos visitantes nocturnos, pero rechazarlos sería una insensatez aún mayor. Las ideas rebotaban de aquí allá en su cabeza, como si fueran pelotas de ping-pong. Fabio apareció al fin. De su boca emanaba el olor del vino de arroz que había fermentado en sus tripas.

El padre Engelmann abrió el ventanillo del tamaño de medio libro de la puerta principal y echó el cuerpo rápidamente hacia el lado izquierdo. Tenía miedo de que una bayoneta atravesara la mirilla y lo alcanzara en el ojo. De hecho, eso fue lo que ocurrió y, por fortuna, no encontró su ojo esperando. La luz blanca de unos faros se colaba desde el exterior por el resquicio inferior. ¿Había venido un camión lleno de soldados?

—¿Qué podemos hacer por ustedes? —preguntó el padre Engelmann en inglés con extremada cortesía.

—¡Abre la puerta! —contestó una voz en chino. Muchos soldados y oficiales de bajo rango japoneses, tras siete días de ocupación en Nanjing, habían aprendido a decir «¡Abre la puerta!», «¡Sal de ahí!», «¡Comida!», «¡Gasolina!», «¡Prostitutas!», palabras que habían repetido más de mil veces en ese tiempo.

—¿Hay algo en lo que podamos servir a los señores? —su tono insípido y monótono podía calmar a cualquier exaltado.

Esta vez fueron varias culatas de rifles las que contestaron. A cada culatazo que soportaba la puerta, la rendija entre las dos hojas se iba abriendo un poco más. Los faros del vehículo permitían ver a contraluz la fina barra de hierro que servía como tranca.

—Ésta es una iglesia estadounidense y desde hace décadas el terreno es propiedad nuestra. Si entran aquí, estarán accediendo a territorio de Estados Unidos —dijo Fabio con voz poderosa y un fuerte acento de Yangzhou para sustituir al inglés amable y refinado del padre Engelmann. Si no era por las buenas, tendrían que probar por las malas.

Una voz china se encargó de responder.

—El Gran Ejército Imperial japonés dispone de información precisa y sabe que en esta iglesia se esconden soldados chinos.

—Eso es un disparate —cortó con rotundidad Fabio al colaboracionista—. El ejército de ocupación, con la excusa de buscar soldados chinos, saquea todo a su paso. ¿Crees que podéis engañarnos con esa artimaña?

Durante unos instantes no se oyó nada al otro lado de la puerta, seguramente porque el traidor chino les estaba traduciendo las palabras de Fabio.

—Respetable padre, esta gente tiene armas. No ponga a prueba su paciencia.

En ese momento, el padre Engelmann escuchó tras él unos murmullos de pasos y, al girarse, vio que varias sombras se acercaban pistola en mano desde la parte posterior de la iglesia. Por lo visto, los soldados japoneses ya habían encontrado la manera de atravesar aquellos muros sin necesidad de emplear tanto esfuerzo ni tanta saliva.

—Ya han entrado, preparémonos para lo peor —dijo el padre Engelmann con voz abatida.

—Sois intrusos —dijo Fabio bloqueando el paso a los soldados que se habían abalanzado sobre la puerta—, ya os he explicado que aquí no hay soldados chinos. Ahora mismo voy a la Zona de Seguridad a buscar al señor Rabe
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.

Se oyó el sonido de un disparo y Fabio cayó al suelo con un grito. Lo único que sabía era que lo había tirado un empujón muy fuerte, que lo había recibido en el hombro izquierdo y que le había hecho perder el equilibrio. Tumbado sobre el suelo de piedra helado, sintió también que el hombro izquierdo le ardía. Escuchó entonces al padre Engelmann chillando enfurecido:

—¡Cómo os atrevéis a disparar a un clérigo estadounidense!

El sacerdote corrió a agacharse junto a él.

—¡Fabio!

—No es nada, padre.

Fabio sintió que el sacerdote que se reclinaba hacia él era el mismo hombre venerable que hacía casi veinte años había descendido de la tarima y se había dirigido a su encuentro; hacía veinte años, aquel sacerdote parecía estar buscando en él a alguien en quien apoyarse para seguir viviendo. Y en aquellos veinte años, aquel sacerdote excéntrico, distante y frío y Fabio habían dependido irremediablemente el uno del otro para sobrevivir.

La puerta se abrió y más de veinte soldados japoneses asaltaron la parroquia.

El padre Engelmann salió tras ellos a paso ligero:

—¡Aquí no van a encontrar a ningún soldado chino! ¡Por favor, salgan inmediatamente!

Sin pararse a comprobar la gravedad de la herida, Fabio se levantó y corrió hacia el fondo del patio.

Dentro del taller de encuadernación, dos de los tres militares chinos ya se habían colocado en posición de combate. Li Quanyou estaba de pie tras la puerta sosteniendo en la mano un martillo que había encontrado en una caja de herramientas. Primero dejaría que entraran los japoneses, luego los atacaría por sorpresa con un martillazo y finalmente se haría con sus armas. A continuación, él y el comandante Dai podrían hacer del taller su fortaleza y resistir con las bombas y las balas que les habrían quitado a los soldados.

El comandante Dai permanecía agachado detrás de una mesa volcada encarando la puerta. Tenía en la mano un pico de los que se utilizaban para partir el carbón. Una vez que entraran dos soldados japoneses, cerraría de golpe la puerta y él y Li Quanyou se abalanzarían sobre ellos a un mismo tiempo. Su única ventaja era cogerlos por sorpresa.

En ese momento le vino de nuevo a la mente lo que acababa de oír en boca de Fabio y el padre Engelmann: «Aquí no van a encontrar a ningún soldado chino», y, allí agachado, sintió que comenzaba a entender aquellas palabras.

—Compañero Li, soltemos las herramientas —le dijo el comandante Dai en voz baja mientras se quitaba las botas a toda prisa.

—¿No vamos a pelear? —preguntó Li Quanyou sin entender lo que estaba pasando.

—No podemos. Piénsalo un momento. Si peleamos, confirmaremos que los clérigos han escondido a militares.

—¿Y qué?

—Pues que los japoneses registrarán todos y cada uno de los rincones de la iglesia y hasta puede que la echen abajo. ¿Qué pasará con las estudiantes y las mujeres?

—¿Y qué hacemos ahora? —dijo Li Quanyou tras una pausa.

—Nos quitamos la ropa y nos echamos a dormir. Tenemos que hacernos pasar por civiles.

Li Quanyou soltó el martillo y, justo cuando se dirigía a tientas hacia las mesas para acostarse, la puerta se abrió violentamente y las luces de las linternas penetraron deslumbrándolos como si fueran rayos.

A punto estuvo Li Quanyou de volver a coger el martillo que había caído junto a su pie.

—Son nuestros feligreses. Sus casas han ardido y como no tienen dónde ir, nos han pedido cobijo —dijo el padre Engelmann con voz calmada.

—¡Salid! —dijo el intérprete transformando el grito japonés en un grito en chino y traduciendo meticulosamente incluso el tono de voz.

Dai se levantó muy despacio, como si le hubieran interrumpido el sueño y no estuviera de muy buen humor.

—¡Rápido!

El comandante se echó sobre los hombros una vieja chaqueta de corte occidental que le había prestado Fabio y que, igual que el jersey que llevaba por debajo, se notaba enseguida que no era suya. Le sobraba de largo y de ancho.

Li Quanyou iba vestido con una vieja túnica acolchada de George que le quedaba muy corta, justo por encima de las rodillas. Llevaba también un sombrero que pertenecía a Fabio y que le quedaba tan grande que se le hundía hasta las cejas.

—¿Y ése quién es?

Una linterna señaló a Wang Pusheng, que estaba tumbado sobre la «cama».

—Es mi sobrino —contestó Li Quanyou—, está muy enfermo, lleva varios días con mucha fiebre.

Antes de que acabara de decirlo, dos soldados japoneses ya se habían echado sobre él y lo sacaban a rastras de debajo del edredón.

Wang Pusheng estaba inconsciente y no ofreció resistencia alguna cuando tiraron de él hacia el patio. Lo único que hacía era respirar pesada y aceleradamente, como si su corta vida de quince años que parecía a punto de apagarse se hubiera reanimado por aquel zarandeo.

—Es sólo un niño y está muy enfermo —intercedió el padre Engelmann.

Ninguno de los dos soldados japoneses pareció escucharlo y siguieron concentrados en arrastrarlo al patio. El sacerdote los persiguió insistiendo en sus ruegos hasta que una bayoneta se le interpuso y le rasgó el abrigo de plumón a la altura del pecho provocando que las blancas plumas de ganso salieran en todas direcciones y revolotearan dentro del haz de luz mortecina de las linternas. El padre Engelmann se quedó paralizado. De haberse hundido un poco más, la bayoneta le habría llegado al corazón. Se diría que aquella cuchillada pretendía activar su imaginación: ¿a que estaba bien afilada la bayoneta? Podría penetrar con la misma facilidad hasta su corazón, que, bajo un filo semejante, era como un animalito indefenso que no tendría por dónde escapar. Sin embargo, para el padre Engelmann aquella cuchillada supuso una provocación y una burla contra su autoridad y su dignidad. ¿Cómo se atrevían a utilizar la bayoneta para hacer ese gesto tan frívolo? Más resuelto todavía, salió tras los dos soldados que tiraban de Wang Pusheng:

—¡Soltadle!

La violenta reacción del padre Engelmann provocó que las plumas volaran enloquecidas como copos de nieve en mitad de una tormenta.

—¡En nombre de Dios, soltadle!

Volvió a bloquearles el paso a los dos soldados japoneses y consiguió que lo liberaran. Tumbado sobre el suelo, Wang Pusheng respiraba al borde de la agonía. Se quitó su abrigo y tapó con él al muchacho de quince años.

Un oficial japonés se acercó y le dio unas pataditas con la punta de sus botas de montar mientras decía algo. El intérprete se apresuró a traducirlo:

—Tiene una herida de bayoneta.

—Así es —confirmó el padre Engelmann.

—¿Dónde le hirieron?

—En su casa.

—No es cierto, fue en el campo de ejecución. Es uno de los prisioneros chinos que ayudaron a escapar.

—¿Qué campo de ejecución? —preguntó el padre Engelmann.

—El campo en el que se ejecuta a los prisioneros chinos —tradujo el intérprete con la misma rabia a punto de estallar del oficial japonés.

—¿Cómo? ¿Estáis fusilando a los prisioneros chinos? —preguntó el padre Engelmann—. Perdone mi ignorancia, no sabía que el ejército japonés había decidido no respetar el Convenio de Ginebra relativo al trato de los prisioneros de guerra.

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