Read Las flores de la guerra Online
Authors: Geling Yan
Las prostitutas habían cubierto al joven soldado herido, Wang Pusheng, con el abrigo de piel de marta y, cuando las vendas ya no fueron suficientes, las sustituyeron por pañuelos floreados de seda. Si ya de por sí tenía una apariencia delicada, adornado de aquella manera el muchacho parecía una niña. Estaba recostado sobre una cama improvisada a cuyo lado se sentaba Doukou. Cada uno de ellos sostenía en la mano un puñado de cartas y en medio habían colocado una vieja revista a modo de mesa de juego.
No era posible contemplar a través del respiradero la escena completa del sótano, únicamente a quien entraba en el campo de visión de aquel «tutilimundi». En ese momento pasó Zhao Yumo conversando en voz baja con el comandante Dai, tan bajo que no pudo escuchar lo que decían. Por mucho que Shujuan trató de aguzar el oído, no logró captar nada. Se sintió un poco decepcionada, ¿cómo podía el comandante Dai hacer ojitos con una mujer como Yumo?
Si no hubiera sido por la llegada de aquellas mujeres, el agua del depósito habría sido suficiente para las dieciséis chicas, pero como ellas la habían robado para lavarse la cara, la ropa y el culo, no tuvieron más remedio que beber el agua de un estanque apestoso. Además, si hubieran tenido agua suficiente, Ah Gu no habría salido a buscarla y ahora no estaría desaparecido... Hasta el heroico coronel Dai era lo bastante débil como para complacerlas y seguirles su juego. Parecía haber dejado de lado su integridad para pasar a comportarse como un golfo.
Shujuan cayó en la cuenta de que quizá sus padres se habían marchado de Nanjing rumbo a Estados Unidos para librarse de una «pelandusca», dejándola atrás a ella. Quizá tras varios meses de discusiones, su madre se había dado cuenta de que sólo marchándose lejos podía cortar por lo sano los lazos entre su padre y aquella mujer de mala vida. ¿Por qué si no había buscado a su padre la posibilidad de seguir con sus investigaciones en el extranjero, cuando en realidad no tenía ninguna necesidad ni ningún sentido hacerlo? Si no hubiera sido por la guerra, Shujuan jamás se habría encontrado cara a cara con aquellas prostitutas. Lo que los hombres ponían al descubierto ante aquellas mujerzuelas no lo mostrarían jamás ante sus mujeres y sus hijos: su debilidad. Shujuan no podía más que sentir odio por aquellas hermosas mujeres que se aferraban como parásitos a la flaqueza de los hombres.
Llevada por la furia, tomó una pala llena de cenizas de carbón de la parte trasera de la cocina entre las que aún quedaban unas cuantas brasas encendidas y se colocó ante el respiradero mientras la sopesaba con ambas manos. Calculó que si la mitad de aquella ceniza se colaba por el orificio, al menos un par de brasas podrían caer sobre la cara de aquellas mujerzuelas que se alimentaban de la debilidad de los hombres. Eso la haría feliz y seguro que también a sus compañeras.
Abajo, en el sótano, Zhao Yumo se sentó algo alejada del resto sobre un barril tumbado y fumó calada a calada un cigarrillo mientras los demás jugaban a las cartas y al mahjong. El comandante Dai acudió a su lado.
—La primera vez que te vi me resultaste familiar —le dijo.
Yumo sonrió.
—¿Ah, sí? Pero tú no eres de Nanjing.
—Tú tampoco, ¿no? ¿Has vivido en Shanghai?
—Sí, nací en Suzhou y luego viví siete u ocho años en Shanghai.
—¿Has vuelto por allí últimamente?
—Muchas veces.
—¿Con quién? ¿No sería con algún militar? ¿Fue el pasado julio?
—A finales, cuando hacía más calor.
—Seguro que el oficial te llevó al club de las fuerzas aéreas. Yo suelo ir mucho por allí.
—¿Cómo voy a acordarme? —preguntó Yumo, aunque su sonrisa daba a entender que se acordaba perfectamente, sólo que no podía admitirlo. Era esencial que la reputación y la armonía familiar de aquel oficial no se vieran perturbadas.
Las voces de Hongling interrumpieron sus susurros.
—Nosotras somos todas unas paletas. La única que ha estado en el Club Paramount de Shanghai es Yumo. Baila muy bien.
Hongling contestó así al sargento primero Li Quanyou, que le había pedido que bailara para él.
El resto de las mujeres se unió a Hongling:
—Cuando Yumo baila, hasta las estatuas de los dioses cobran vida.
—No sólo eso, también se les despiertan todos los deseos de la carne.
—Cuando Yumo baila, hasta a mí me entran ganas de llevármela a la cama —dijo Yusheng, la prostituta recia de piel oscura.
—Señorita Zhao, hemos conseguido escapar de la muerte y nos gustaría que bailara para nosotros, ¿no cree que debería concedernos este honor? —dijo el comandante Dai.
—Eso digo yo. Vivamos al día, no vaya a ser que aparezcan los japoneses esta noche y nos quedemos sin mañana —dijo Hongling.
Li Quanyou sentía como si su rango fuera demasiado humilde para hablar directamente con Zhao Yumo, por lo que se dirigió en voz baja a Hongling y luego se la quedó mirando con una sonrisa de oreja a oreja mientras ella pregonaba sus halagos en su lugar:
—¿Quién no ha oído hablar del Palacio de las Joyas de Jade de Nanjing, en el que vive la joya más preciada, Zhao Yumo? Respetado público, prepárense para deleitarse la vista.
—¡Pero si he perdido el resplandor de mi juventud y apenas puedo bailar ya! —dijo Yumo mientras se ponía de pie.
Shujuan tenía que ajustar una y otra vez el ángulo de visión para poder seguir su danza. Al principio sólo podía ver una cintura de comadreja alargada, delgada y flexible que se retorcía moviendo los hombros y las nalgas en direcciones diferentes, hasta que gradualmente logró ver también su pecho y su barbilla. Aquélla era su parte más bonita, la que tenía más clase. La gran mata de pelo que caía sobre sus hombros se movía con cada serpenteo más frenéticamente que su propio cuerpo.
Poco a poco, Shujuan fue cruzando las piernas hasta quedarse sentada en la posición de loto sobre el suelo de piedra húmedo y helado, con todo el peso del cuerpo apoyado sobre el muslo derecho. Era una postura imposible para cualquier otra niña que fuese más gorda que ella y no tuviese su flexibilidad y resistencia.
El trasero redondo y opulento, aunque no por ello grande, de Yumo se contoneaba bajo su
qipao
. Para Shujuan, aquel movimiento resultaba obsceno, por mucho que supiera que se trataba de un baile llamado «rumba» que tan de moda estaba en el círculo social de sus padres. La prostituta tenía los ojos clavados sobre el comandante Dai. Éste, aunque fue capaz de sostenerle la mirada al comienzo, acabó apartándola con la timidez de un hombre joven cuando admite una derrota. Aun así, Yumo, desplegando todo su poder de seducción, fue capaz de atraerla de nuevo; al fin y al cabo, se trataba de una hechicera oculta bajo una piel suave y delicada. Iba vestida con un
qipao
de terciopelo morado oscuro y, puesto que no se exponía a la luz del sol, su piel era tan blanca que emitía una luz fría. No había llegado a ser una prostituta de cinco estrellas por azar. Su aspecto había sido siempre el de una dama refinada, culta y elegante, y sólo en momentos como aquél su brillo deslumbrante permitía a los hombres atisbar la sensualidad oculta en el cuerpo de una mujer de buena familia.
Los burdeles de Nanjing mantenían una jerarquía estricta, y cada categoría implicaba un estatus, unas cualidades y unos honorarios. Eran los propios clientes los que decidían por consenso a qué categoría pertenecía cada una. Los habitantes de Nanjing gozaban de testimonios muy precisos desde la antigüedad, como las canciones elogiosas que hombres de letras y gran talento dedicaban a estas mujeres generación tras generación: desde las consideradas «Ocho bellezas del Qinhuai» hasta la reputada Sai Jinhua, que llegó a convertirse en la mujer de un diplomático. Igual que en el ejército, las mujeres de los barcos a orillas del Qinhuai lucían sus insignias mientras estaban de servicio, de manera que los clientes supieran a quién podían pagar y sopesaran las monedas de plata de sus bolsillos para ver con cuál de ellas podían permitirse pasar el rato y con cuál no.
Yumo tenía los párpados entornados y la cara sonrojada. Una leve sonrisa asomaba en sus labios y acompañaba su danza de una melodía con una voz suave, ligeramente desafinada, como si le diera pereza, o como si acabara de levantarse y aún no pudiera hablar bien. Se desplazó hacia Li Quanyou. El sargento no era precisamente un hombre refinado, y el tener a menos de un metro de distancia el cuerpo de una mujer ondulándose ante él y limitarse a mirarlo suponía una auténtica tortura. Su risita boba ocultaba el deseo de su cuerpo. Únicamente Doukou permanecía ajena a todo lo que estaba sucediendo, enfrascada en su partida de cartas con Wang Pusheng. Hasta el jovencísimo soldado había quedado atrapado en la danza de Zhao Yumo.
—Echa una carta —le llamó la atención Doukou.
Lo miró y se dio cuenta de que el rostro del tamaño de la palma de una mano que asomaba bajo las vendas de colorines se había vuelto hacia Yumo y sus ojos se habían clavado sobre el pecho y la cintura de la mujer. Doukou le dio un cachete en la mano.
La noche en que la tropa de enterramiento trajo a Wang Pusheng y a Li Quanyou, ella le había cedido su camastro al muchacho. Cuando le limpiaron la herida, Doukou vio el agujero de casi cuatro centímetros que se abría en su barriga tan delgada como una hoja de papel. Como si fuera una boca, escupía saliva roja y un trozo de algo blando y gris sobresalía de ella. Li Quanyou les explicó a las mujeres que cuando había intentado volver a meterle los intestinos había quedado una parte fuera. Lo único que podían hacer era esperar que Fabio Adornato o el padre Engelmann trajeran a un cirujano de la Zona de Seguridad. A partir de ese momento, Doukou se convirtió en su enfermera, para darle de comer y beber o ayudarlo a defecar y orinar.
El cachete de Doukou lo sacó de su ensimismamiento. El muchacho se volvió y le sonrió. Los dos tenían más o menos la misma edad y ambos habían sido separados de sus familias. Ella no sabía nada sobre la suya, ni siquiera recordaba su apellido. La había raptado un hombre del norte del río Huai que mendigaba de pueblo en pueblo tocando el tambor y que la había vendido a un burdel.
Con siete años, Doukou poseía una belleza única, aunque no era inteligente, ni ingeniosa, ni tenía grandes aspiraciones. Le daba pereza hasta aprender a hacerse un peinado. Tenía muy mal perder jugando a las cartas pero, si ganaba, exigía enseguida el pago de la apuesta. Tras un año ejerciendo, sus clientes eran porteadores, cocineros y soldados rasos. Pasó cinco años recibiendo palizas hasta que logró finalmente aprender a tocar la
pipa
. Iba vestida siempre con ropa que ya no les servía a las otras chicas, nada de su talla y siempre llena de remiendos. La madama solía decirle: «Vaya, Doukou, lo único que sabes hacer es comer». Y ella, que no se sentía en absoluto ofendida, se apresuraba a replicar: «¡Ay, sí! Lo único que sé hacer es comer». Su única cualidad era que si alguien le gustaba se entregaba en cuerpo y alma para cuidarle y satisfacerle.
Cuando quería ganarse a alguno le decía: «Pero si somos paisanos», así que no había ninguno en la faz de la tierra que no fuera su paisano. Si quería que un cliente o alguna de las chicas le hicieran un regalo, anunciaba: «¡Huy! ¡Me había olvidado! ¡Si hoy es mi cumpleaños!», así que Doukou podía estar de cumpleaños trescientos sesenta y cinco días al año.
—¿Por qué te la quedas mirando como un pasmarote? —dijo Doukou.
—¡Pero si no la he mirado! —le dijo Wang Pusheng sonriendo.
—En cuanto estés bien te voy a llevar al salón de baile más grande para que mires todo lo que quieras.
—Igual mañana ya me he muerto.
Doukou le dio una palmada en la boca, escupió al suelo y pisoteó tres veces el escupitajo.
—No digas tonterías. Si tú te mueres, yo también.
Estas últimas palabras llegaron a oídos de Hongling, que se apresuró a decir en voz alta:
—¡Qué horror! Tenemos aquí a una Zhu Yingtai
[7]
.
El rostro del tamaño de un puño que asomaba entre las vendas se puso rojo como un tomate y su boca se estiró ocultándose bajo ellas.
—No te metas con él, ¿no ves que todavía es virgen? —le dijo Doukou.
Estallaron en carcajadas ante la ocurrencia de esa cabeza de chorlito.
—Doukou, ¿y tú cómo lo sabes? —le preguntó Li Quanyou.
Yumo continuaba bailando sin prestarles atención. Sus mejillas estaban cada vez más enrojecidas, avivadas por la memoria de su azarosa vida.
Evocaba absorta el recuerdo del último hombre por el que se había hecho ilusiones y por el que luego las había perdido. Se apellidaba Zhang, de nombre Guomo, aunque era más conocido por su nombre de cortesía
[8]
, Shitiao. Provenía de una familia que llevaba generaciones dedicada al comercio. Su abuelo había decidido que su nieto mayor fuera el primero en ir a la universidad y estudiara una carrera en el extranjero. Cuando regresó a Nanjing fue nombrado jefe de un departamento del Ministerio de Educación. Todo el dinero que la familia había invertido en su educación para poder aumentar su prestigio se vio compensado con aquel cargo. Si Shitiao no hubiera asistido a aquella «noche para hombres de verdad» organizada por sus antiguos compañeros de estudios, no se habría encontrado con Zhao Yumo y, si no se hubiera encontrado con ella, su matrimonio y la vida tranquila y decente que había llevado hasta entonces no se habrían trastocado. Si en su lugar se hubiera tropezado con alguna como Hongling o Doukou, ni siquiera le habría dirigido la palabra, claro que a una como Hongling o Doukou no le habrían permitido entrar en aquel salón de baile. La Sala Sena de la calle Zhongyang no era muy grande y las bailarinas y los cantantes que representaban
Cabaret
eran de primera categoría. Los tiques de baile eran muy caros, un dólar de plata cada uno, y las bailarinas acompañantes más famosas podían llegar a costar hasta cuatro tiques por un solo baile. Solían acudir los señoritos y las señoritas de buena familia, pero siempre a escondidas de sus padres.
Aquél era el lugar al que Zhao Yumo solía acudir a probar suerte. Esa noche estaba elegantísima con un collar de perlas, que saltaba a la vista que eran auténticas, y sostenía en sus manos un ejemplar de la revista
Actualidad
. Así vestida parecía una mujercita casadera de una familia rica y fingía levemente la actitud huraña de una a la que ya se le había pasado la edad de casarse. Nada más entrar en la sala, Shitiao y su grupo se fijaron en aquella señorita sentada en uno de los sillones a un lado de la pista. Era el tipo de presa que deseaba cualquiera de los de la «noche para hombres de verdad». Algunos dedujeron que estaba esperando a una compañera de clase o del trabajo. Otros supusieron que los zapatos le apretaban y le hacían daño al bailar, por lo que se había sentado a descansar un rato. Shitiao vio cómo dos de sus amigos se acercaron a invitarla a bailar y cómo regresaron rechazados por una sonrisa cortés. Decidieron entonces que fuera Shitiao quien probara suerte.