Read Las flores de la guerra Online
Authors: Geling Yan
El padre Engelmann se hallaba junto a la radio de onda corta escuchando una emisora extranjera que informaba sobre la situación de Nanjing. Cuando Fabio se apresuró al interior, el viejo sacerdote lo miró y se volvió de nuevo hacia el aparato. Fabio se quedó junto a él en silencio, consciente de que no era momento de mencionar algo tan trivial como una pelea entre mujeres por la comida.
Fijó la vista en las marcas blancas rectangulares y ovaladas de diferentes tamaños que habían quedado sobre la pared de color crema descolorida y envejecida por el paso de los años. Al comienzo de los bombardeos, el padre Engelmann, por miedo a que el estallido de las bombas pudiera dañar los cristales y los marcos, había ordenado a Ah Gu que los descolgara y los guardara bien. Fabio recordaba el contenido de cada uno de los marcos ausentes, ya que el padre Engelmann no los había cambiado nunca de lugar ni los había sustituido por otros. El óvalo vertical más grande pertenecía al retrato de la madre del sacerdote. En su origen era una fotografía diminuta colocada en la parte posterior de un reloj de bolsillo que le había dejado su padre y que, tras una recomposición meticulosa y una ampliación realizada con mucha destreza, se había convertido en un retrato producto mitad de la ciencia y mitad del arte. El rectángulo blanco de la parte inferior izquierda correspondía a una foto de cuerpo entero del día de su graduación y daba testimonio de que el padre Engelmann también había sido joven. El óvalo horizontal de la parte inferior derecha pertenecía a la foto del Papa recibiendo al sacerdote.
—Parece que es verdad... —dijo el padre Engelmann, como si hablara consigo mismo—. Están ejecutando en secreto a los soldados chinos. Los disparos que se acaban de escuchar vienen del campo de fusilamiento junto al río. Hasta los propios periodistas japoneses y los alemanes están estupefactos.
Aquella madrugada, pasadas las cinco, habían llegado los primeros disparos procedentes del río, unas ráfagas interminables. El padre Engelmann había sospechado que podían ser tropas chinas que aún seguían resistiéndose, pero según le explicaron luego las autoridades de la Zona de Seguridad todos los soldados chinos que no habían logrado huir en retirada habían sido capturados.
—Si los japoneses no están respetando las normas internacionales sobre el trato a los prisioneros de guerra, están desafiando a la civilización y la humanidad. ¿Te lo puedes creer? ¿Se trata de los mismos japoneses que conozco?
—Tenemos que encontrar la manera de hacernos con alimentos y agua. De lo contrario, mañana ya no nos quedará nada que beber —le contestó Fabio.
El padre Engelmann comprendió lo que le quería decir: respecto a sus suposiciones de que en tres días el ejército de ocupación restablecería el orden y pondría fin a aquella carnicería, no sólo no había el mínimo indicio sino que además se mataba por inercia y el final de todo aquello parecía muy lejano. Sus palabras tenían un significado más: la bondad que había demostrado con aquellas prostitutas al permitir que compartieran los escasos alimentos de los que disponían las estudiantes iba a tener enseguida funestas consecuencias para todos ellos.
—Mañana iré a la Zona de Seguridad a por comida. Ya sean patatas o boniatos, nos ayudarán a aguantar un par de días. No permitiré de ninguna manera que las niñas pasen hambre —dijo el sacerdote.
—¿Y pasados esos dos días? —preguntó Fabio—. Y el agua, ¿cómo lo solucionaremos?
—En este momento hemos de planear hora a hora. ¡Cada hora de vida es una hora ganada!
Fabio se enfureció al escucharlo. Más de una vez el padre Engelmann le había dicho que deseaba que corrigiera aquella «agresividad pasiva», que lo que tuviera que discutir lo hiciera sin tapujos, que cualquier crítica debía expresarla con franqueza, como haría un americano de verdad. La «agresividad pasiva» de Fabio era china y le disgustaba profundamente.
—Sobre el agua, ¿tienes alguna propuesta constructiva? —preguntó el padre Engelmann mirando a Fabio.
—Zhao Yumo ha dicho que cuando venían escapando hacia aquí pasaron por un estanque. Conozco bien Nanjing y no recuerdo que haya ninguno cerca, pero ella ha asegurado que lo vio. Quiero pedirle a Ah Gu que salga a buscarlo antes de que amanezca.
—De acuerdo. ¿Ves? Así lo haces muy bien. Ya hemos encontrado una manera.
La sonrisa a modo de recompensa que le concedió a Fabio no tenía nada que ver con su habitual sonrisa educada y fría.
Fabio se emocionó para sus adentros. Tantos años junto al padre Engelmann y sólo durante aquellos diez minutos lo había visto irritarse y sonreírle de verdad. Parecía que el grado de familiaridad que aquel vecino había logrado preservar intacto durante tantos años podía alterarse.
—Avisa a las niñas, que vayan a la iglesia.
—Ya deben de estar dormidas —le dijo Fabio.
—Tú vete a llamarlas.
Las niñas ya se habían retirado a dormir. Cuando oyeron que Fabio las convocaba, se vistieron a tientas en la oscuridad y bajaron del desván. Al entrar en la iglesia vieron a Fabio sentado delante del órgano y al padre Engelmann vestido con la casulla para oficiar funerales. Presintieron que algo terrible debía de haber sucedido y se agarraron entre ellas las manos congeladas. Aquellas niñas que cada día se traicionaban, se reconciliaban, se querían y se odiaban dentro de su pequeño mundo se sintieron en ese momento unidas como un equipo, una familia.
Como no había organista —el organista y el resto de profesores y estudiantes habían ido abandonando sucesivamente Nanjing—, le tocó a Fabio sustituirlo. Había estudiado un año de música en el seminario y sabía tocar lo básico. Se trataba de un órgano vertical y en tiempos normales servía para que las estudiantes practicaran canto. Ahora estaba envuelto con una vieja manta y sus notas sonaban como si hubiera cogido un resfriado.
Shujuan dedujo que alguien había muerto y que habían cubierto los tubos del órgano para que el himno fúnebre se oyese lo menos posible. O quizá había llegado a oídos del padre Engelmann la trifulca que habían tenido con Doukou y estaba a punto de hacer que se arrepintieran. Pero Doukou se lo merecía. Seguro que el padre podría comprenderlo y se pondría de parte de ellas.
Apenas había tres velas encendidas en toda la iglesia y las cortinas negras estaban echadas sobre todas las ventanas. Como protección contra los bombardeos, en cada edificio de Nanjing colgaban telas como aquellas que impedían que traspasara la luz.
Las notas del órgano sonaron medio afónicas y las niñas cantaron el réquiem entre susurros. El no saber por qué alma estaban rezando les hacía imaginar una pérdida todavía más vasta y profunda. Sabían que habían caído Nanjing y la zona al sur del Yangtsé, que ya no existía el derecho a ser un ciudadano libre, pero parecía que aún se había perdido algo más. Y esa pérdida inexpresable era la que las obligaba a estar allí de pie a todas y cada una de ellas como criaturas indefensas conscientes de un peligro inminente.
El padre Engelmann guió sus oraciones.
Shujuan lo observó allí de pie delante de la figura de Cristo crucificado. La sombra del sacerdote se superponía en la escultura polícroma sagrada y el aura divina de ésta envolvía el rostro del hombre.
—Niñas, no era mi intención alarmaros, pero ahora es mi obligación que estéis preparadas porque la situación va a peor.
Con voz grave y palabras concisas relató las noticias que había escuchado en la radio.
—Si estas informaciones son ciertas, si miles de prisioneros de guerra están siendo ejecutados, creo entonces que hemos regresado a la Edad Media. No desconocéis el reprobable suceso de la historia de China en el que cuatrocientos mil prisioneros del Estado de Zhao fueron enterrados vivos. No parece que la historia haya evolucionado mucho desde entonces.
El padre se detuvo aquí. Hablaba con voz cada vez más entrecortada y su chino era cada vez más tosco.
De vuelta en el desván, ya entrada la noche, Shujuan permanecía acostada junto a Xu Xiaoyu, que sollozaba sin parar. Cuando Shujuan le preguntó qué le pasaba, ella le explicó que su padre era un hombre de infinitos recursos, que no había nada que se interpusiera en su camino, ¿cómo es que la había abandonado en ese lugar siniestro donde no había nada de comer, nada de beber ni un brasero para calentarse?
—Bueno, mis padres están ahora en Estados Unidos bebiendo café y tomando huevos con beicon —le susurró Shujuan al oído.
—Cuando mi padre venga a buscarme, te llevaré conmigo —dijo de repente Xiaoyu, sacudiendo con fuerza la mano de Shujuan.
—¿Tu padre va a venir a buscarte?
—¡Claro que sí! —aseguró Xiaoyu, ofendida. ¿Cómo podía Shujuan menospreciar a un padre con tanto dinero, poder y tan experto en artimañas como el suyo?
—Ojalá llegara mañana —Shujuan no anhelaba menos que su compañera la aparición de su padre. Coincidía el ser su mejor amiga con el momento idóneo. Gracias a ella podría escapar del asedio japonés y salir de Nanjing.
—¿Adónde te gustaría ir? —le preguntó Xiaoyu.
—Iré a donde vayáis vosotros.
—Entonces iremos a Shanghai. A las concesiones de Inglaterra, Francia y Estados Unidos no puede llegar la guerra. Estaremos bien, mejor que en Hankou, donde sólo hay catetos de pueblo.
—Vale, vayamos a Shanghai.
Shujuan no se atrevía a llevarle la contraria, no fuera a ser que prefiriera hacerle el favor a otra, que no pudiera beneficiarse de su amistad y se tuviera que quedar en aquella ciudad llena de muertos. Aunque le resultaba un poco humillante tener que ponerse en sus manos, le consoló pensar que le quedaría mucha vida por delante para recobrar su dignidad con creces.
Les llegó el eco del timbre de la puerta. En menos de tres segundos, todas las niñas se habían incorporado y una detrás de otra se agolparon en la ventana. Desde allí vieron a Ah Gu y a Fabio pasar corriendo hacia la puerta. Ah Gu llegó primero con un farolillo en la mano. Fabio lo alcanzó y le hizo enérgicos aspavientos para que apagara la llama, pero ya era demasiado tarde. La luz había llegado antes que él y se había colado por el quicio hacia el exterior.
—Se lo suplico, abran, soy de la tropa de enterramiento... Traigo un soldado que todavía vive. Si no os apiadáis de él, los demonios japoneses lo volverán a fusilar...
—Marchaos, por favor —dijo Fabio utilizando intencionadamente un chino rudimentario con acento extranjero—. Ésta es una iglesia estadounidense y no intervenimos en la guerra entre el ejército chino y el japonés.
—Señor... —esta vez sonó la débil voz de alguien muy malherido, alguien que había perdido mucha sangre—, se lo suplico, ayuda...
—Por favor, marchaos. Lo lamento mucho.
Fuera, el miembro de la tropa de enterramiento levantó la voz:
—¡Los demonios japoneses pueden llegar en cualquier momento! ¡Lo matarán a él y me matarán a mí! ¡Tenga compasión! Yo también soy cristiano.
—Llévalo a la Zona de Seguridad —le dijo Fabio.
—Los japoneses acuden allí decenas de veces al día en busca de soldados y heridos. ¡Se lo suplico!
—Lo siento mucho, no podemos hacer nada. No puedes forzarme a violar la neutralidad de nuestra iglesia.
A lo lejos se escuchó el sonido de unos disparos.
—Alma caritativa, se lo ruego... —dijo el miembro de la tropa de enterramiento. A continuación sus pasos se alejaron paralelos al muro.
Fabio no sabía qué hacer. No podía permitir que el soldado muriera desangrado al otro lado de la puerta o que lo llevasen de nuevo al campo de ejecución, pero tampoco podía poner en peligro las vidas que se refugiaban en la iglesia.
En ese momento surgió de la oscuridad el padre Engelmann, vestido todavía con la casulla para oficiar funerales.
—¿Qué está ocurriendo? —les preguntó a Ah Gu y a Fabio.
—Hay un soldado chino herido fuera que ha escapado del campo de fusilamiento de los japoneses —explicó Fabio.
El sacerdote esperó a recuperar el aliento. Se notaba a simple vista que no tenía ni idea de cómo actuar.
—¡Os lo suplico! —cada palabra que salía de la boca del soldado lo hacía atravesando un profundo dolor.
—Ahora tampoco podemos no abrir la puerta. Si muere ahí, nos pondrá en una situación muy comprometida —dijo Fabio en inglés.
El padre Engelmann se lo quedó mirando. Fabio tenía razón, pero no quería arriesgarse a perder la posición de neutralidad de la iglesia ni la ventaja de poder proteger allí a las estudiantes.
—No puede ser. Ah Gu podría cogerlo y llevarlo a otro sitio.
—¡Eso sería lo mismo que enviarlo a la muerte! —dijo Ah Gu.
Afuera, el soldado herido no dejaba de quejarse y decía algo con una voz que ya no sonaba a humana. Decía que le faltaba poco para desangrarse completamente.
Vistos desde la ventana de Shujuan, los dos clérigos vestidos de negro y Ah Gu parecían tres piezas de ajedrez. Con toda probabilidad, lo que urgió al padre Engelmann a abrir la puerta fue el anuncio de que «le faltaba poco para desangrarse por completo». Tomó, pues, la llave de la mano de Ah Gu y con un
cataclac
descorrió el cerrojo alemán, desatrancó la puerta y retiró la cadena de hierro. Listo. La puerta se abrió pesadamente y las niñas respiraron aliviadas.
Pero entonces, con gestos aún más rápidos y decididos, el padre Engelmann volvió a cerrar la puerta antes de que nadie pudiera entrar. El cerrojo sonó una y otra vez mientras intentaba volver a echarlo, aunque sus movimientos ya no eran igual de precisos. Fabio le preguntó varias veces qué pasaba y no halló respuesta. Finalmente, consiguió bloquear de nuevo la puerta.
—Afuera no hay sólo uno, ¡son dos! ¡Dos soldados chinos!
Por su tono, era obvio que el sacerdote sentía que se habían burlado de su buena fe.
Volvió a escucharse la voz del enterrador:
—¡Por allí vienen los demonios japoneses! ¡Vienen a caballo!...
Al parecer, había fingido que se marchaba y que dejaba allí abandonado al soldado herido. Había sido muy astuto, porque sabía que aquellos religiosos extranjeros no podrían ignorar a un hombre herido al que habían tratado de fusilar y que estaba a punto de morir desangrado. Tal y como esperaba, el padre Engelmann había caído en la trampa y había abierto la puerta. Los había engañado diciendo que sólo había un herido porque se temía que, siendo más, no los acogieran en la iglesia.
—Es verdad que se oyen los cascos de los caballos —dijo Ah Gu.