Read Las flores de la guerra Online
Authors: Geling Yan
El sacerdote no había acabado de hablar cuando por la puerta lateral asomaron varias prostitutas. Desde allí, apretujadas, querían enterarse de qué estaban celebrando en el templo por si a ellas también les podía tocar algo. Sin embargo, al ver los rostros cariacontecidos de las niñas, decidieron que no querían tomar parte en aquello y una a una se dieron la vuelta para marcharse. Fabio las detuvo:
—Tenéis que permanecer en el sótano. No podéis subir, y menos aún venir aquí.
—Cuando dices «aquí», ¿dónde es? —le preguntó una de ellas con descaro.
—«Aquí» es donde estén las estudiantes —contestó Fabio.
El padre Engelmann los interrumpió:
—Parece que la fábrica de jabón Yongjia está ardiendo. Esas llamas tan altas tienen que proceder de la gran cantidad de aceite almacenado allí.
Siguiendo su mirada, todos los allí presentes pudieron contemplar a través de la puerta del templo el gran resplandor que rompía la oscuridad del atardecer recién estrenado. Shujuan y las otras niñas corrieron hacia el patio. El brillo de las llamas iluminaba las vidrieras que habían conseguido sobrevivir, y hacía que la figura de la Virgen María con el Niño centelleara como una joya bajo las tiras de papel protectoras. Las estudiantes contemplaron embobadas aquella escena terrorífica y fascinante a un mismo tiempo. Las llamas les proporcionaban una visibilidad excelente aunque fantasmagórica. El terreno y el paisaje iluminados se hundían y volvían a aparecer flotando en su campo de visión.
Ah Gu y George estuvieron de acuerdo con el padre Engelmann en que el origen del incendio no podía ser otro que la fábrica de jabones Yongjia, en la calle Wudiao. Fabio ordenó a las niñas que regresaran al desván de inmediato. Aquel anochecer parecía anunciar un peligro inminente.
Cuando más tarde Fabio se dirigió al taller de encuadernación para asegurarse de que la trampilla estaba cerrada, se encontró para su sorpresa a la prostituta llamada Hongling dando vueltas frente a la puerta con un cigarrillo colgando entre los labios.
—¿Adónde crees que vas? —le increpó él.
Hongling, que buscaba algo con la mirada fija en el suelo, se sobresaltó por el grito y el cigarrillo se le cayó de la boca. Levantando su redondo trasero, se agachó a recogerlo.
—He perdido una cosa. ¿Tampoco puedo buscar? —dijo con una sonrisita.
—¡Vuelve a tu sitio! —contestó tajante Fabio, cortando cualquier posibilidad de conversación con ella—. ¡Si no cumples las normas, te echo inmediatamente!
—Te llaman Fabio el de Yangzhou, ¿no? —le preguntó Hongling sin dejar de sonreír—. Nos lo ha contado Ah Gu.
—¿No me has oído? ¡Haz el favor de volver a tu sitio! —le ordenó Fabio a la vez que señalaba hacia la cocina.
—Ayúdame a buscar, va. En cuanto lo encuentre, regreso al sótano. Tienes el aspecto de un caballero extranjero, pero en cuanto abres la boca hablas como un auténtico campesino de Yangzhou.
Se echó a reír y todo su cuerpo se sacudió como si una ola lo recorriera de arriba abajo.
—¿No me preguntas qué estoy buscando? —dijo Hongling haciendo un mohín.
—¿Qué estás buscando? —preguntó él a regañadientes.
—Unas fichas del mahjong. Se cayó aquí y las fichas saltaron por todas partes, ¿recuerdas hacia dónde fueron? Las hemos contado y nos faltan cinco.
—¿La capital del país ha caído y a vosotras sólo os importa divertiros?
—Si ha caído, no es porque nosotras estuviéramos jugando. Además, si no jugamos, ¿qué podemos hacer aquí? ¿Morirnos de aburrimiento?
Fabio escuchó unas risitas sobre su cabeza y al levantarla vio a las estudiantes mirando a través de las ventanas del desván.
Hongling, consciente de que las niñas observaban su actuación, adoptó una actitud más teatral. Ya no tenía el aspecto desaliñado de cuando llegó. Se había peinado cuidadosamente y se había atado el pelo con una cinta de raso color turquesa.
Alzó la cabeza y se dirigió a las niñas:
—¡Si las tenéis vosotras, aún estáis a tiempo de devolverlas!
Ninguna reaccionó.
—Vosotras no podéis jugar sólo con cinco y nosotras tampoco podemos si nos faltan cinco.
Hongling estaba dispuesta a negociar con las niñas. Ellas cruzaron entre sí rápidas miradas, hasta que una más atrevida dijo, imitando su acento de Yangzhou:
—... tampoco podemos si nos faltan cinco.
El resto estalló en carcajadas.
—¡Quien haya cogido las fichas que se las devuelva! —les advirtió Fabio.
Las niñas se pusieron a hablar todas a la vez:
—¿Quién quiere nada suyo? No queremos que nos contagien ninguna enfermedad infecciosa.
—¡Eso es! —les gritó Hongling, furiosa—. Tengo el cuerpo lleno de llagas y he pasado por ellas las fichas para mancharlas de pus, así que a quien las haya robado se le habrá pegado todo.
Las niñas soltaron unos chillidos de asco, como si fueran a vomitar. Dos de ellas se asomaron y escupieron a la mujer, pero fallaron.
En ese momento apareció Zhao Yumo, que salió a buscar a Hongling en cuanto se dio cuenta de que no estaba en el sótano.
—¿Qué demonios haces ahí? A ti te dan una mano y te coges todo el brazo. ¡Vuelve al sótano!
Por el esfuerzo que hizo para levantar la voz, se notaba que no era una persona acostumbrada a maldecir o insultar a la gente.
—Habéis sido vosotras las que me habéis dicho que buscara porque no podemos jugar si faltan fichas —protestó Hongling.
—¡Que vuelvas al sótano! —gritó de nuevo agarrándola y llevándola a rastras hacia la cocina. Hongling caminaba con los pies por delante, resistiéndose con las piernas y la parte superior de su cuerpo, que mantenía girada hacia las niñas mientras continuaba desafiándolas:
—Ahora ya lo sabéis. Esas fichas eran una trampa puesta especialmente para contagiar a quien las haya cogido y se las haya quedado.
Soltó una risotada que recordaba al graznido de un ganso y que quedó interrumpida por un «¡ay!». Se liberó de Yumo y, señalándola, se dirigió a George, que observaba la escena a un lado:
—Ella me ha pellizcado —le dijo con un tono cándido, como si esperara que él acudiera a defenderla.
Las estudiantes se mostraron encantadas por el desafío e, ignorando las órdenes de Fabio, pincharon a la prostituta antes de que se retirara:
—¡Vuelve aquí! ¡Te daremos tus cosas!
Tal y como esperaban, Hongling regresó corriendo. Las cabecitas infantiles que asomaban desde la ventana del desván parecían todas idénticas. Hongling levantó el rostro hacia ellas y estiró las palmas de las manos.
—¡Devolvédmelas!
Zhao Yumo intuyó las malas intenciones de las niñas y volvió a llamar a Hongling:
—Ten un poco más de dignidad, ¿quieres?
Pero llegó tarde. De las tres ventanas al mismo tiempo salieron despedidos unos huesos de cerdo con los que jugaban a las tabas. Si el odio de las niñas hubiera sido mayor o su puntería más certera, le habrían hecho cuatro o cinco heridas en la cabeza a Hongling o le habrían roto la nariz.
—¿Quién ha sido? —gritó Fabio, enfurecido—. ¡Xiaoyu, tú eres una!
La cara de Hongling estaba roja de rabia. Quería subir al desván para vengarse.
En ese momento Shujuan se asomó apartando a las otras compañeras.
—No ha sido Xiaoyu, he sido yo.
La mirada que Yumo clavó sobre ella bastó para que un escalofrío le recorriera la espalda a la niña de arriba abajo. La sensación que le podría causar el contacto visual con un demonio o con una serpiente debía de ser muy parecida a aquélla.
—Déjalo, vámonos —dijo Yumo dirigiéndose a Hongling.
—¿Por qué tengo que dejarlo? —protestó la otra. Al decirlo, salió a relucir su dialecto materno. Resultó ser de una región muy pobre al norte del río Huai.
—Porque esta gente nos ha acogido en esta ratonera. Porque bastante tienen con aguantar a personas como nosotras. Porque no estamos teniendo la delicadeza ni el tacto de corresponder a su generosidad. Porque nuestra vida vale menos que la de cualquier persona y muertas no valdremos más que un alma en pena. Porque cualquiera puede pegarnos y humillarnos cuando le plazca —dijo Yumo.
Las niñas enmudecieron. La cara de Fabio reflejaba su desconcierto. Aunque era Fabio el de Yangzhou, aunque podía hablar y pensar en ese dialecto, fue incapaz de, utilizando la manera de pensar de Yangzhou, traducir correctamente sus palabras. Años más tarde, Shujuan cayó en la cuenta de lo ingeniosa que había sido Yumo a la hora de lanzar sus acusaciones contra las niñas, contra Fabio y contra el resto del mundo. Para preservar la inocencia y la pureza de las pequeñas y, por tanto, su superioridad, necesitaban asegurarse de que Yumo y las que eran como ella permanecieran siempre como seres inferiores.
Entrada la noche, las llamas resplandecían con tanta fuerza que la claridad no permitía dormir a las niñas. Shujuan estaba tumbada junto a Xiaoyu, cuyo padre era una de las personas más ricas de una región al sur del Yangtsé. Sus transacciones comerciales se extendían a Macao, Hong Kong, Singapur y Japón. Cuando Nanjing boicoteó los productos japoneses, su padre les cambió las etiquetas y los vendió como artículos hechos en China, por lo que sus ganancias no se resintieron lo más mínimo. Hacía negocios con Portugal, intercambiando vino tinto y blanco portugués por seda que él mismo adquiría a precios muy bajos. El vino tinto que utilizaban en la iglesia de Santa María Magdalena para las misas había sido una donación suya.
La relación entre Xiaoyu y Shujuan era muy delicada: tan pronto eran las mejores amigas como ni se conocían. Xiaoyu era una niña muy guapa y no parecía comprender con cuánta facilidad las niñas guapas herían a las personas, en especial a las que las admiraban y envidiaban, a las que anhelaban su amistad. Shujuan era una de estas personas. Si se sentía continuamente herida por Xiaoyu era, además, porque en su interior no aceptaba someterse a ella. Shujuan era muy buena en los estudios y también tenía hermosas facciones, pero mientras estuviera Xiaoyu en su entorno jamás llegaría el día en que podría destacar por encima del resto. La relación entre este tipo de niñas solía estar basada en los papeles de víctima y maltratadora, siendo habitual, además, que intercambiaran estos roles.
Xiaoyu puso su brazo sobre la cintura de Shujuan. Quería comprobar si estaba dormida. Shujuan pensó que no demostraría demasiada autoestima si reaccionaba enseguida. El día anterior Xiaoyu era la mejor amiga de Sophie. Si aquella noche había asumido la responsabilidad de lanzar las tabas contra aquella prostituta llamada Hongling en lugar de Xiaoyu, era porque en el fondo deseaba que se sintiese culpable por su deslealtad. En efecto, con eso logró que el corazón de Xiaoyu se sometiera. La niña hizo algo más de fuerza con el brazo y Shujuan se movió un poco.
—¿Estás despierta? —susurró Xiaoyu.
—¿Qué quieres? —preguntó Shujuan como si acabara de despertarse.
—¿Cuál crees que es la más guapa? —le preguntó Xiaoyu al oído.
Shujuan se quedó desconcertada por un momento, hasta que entendió que se estaba refiriendo a las prostitutas. De hecho, no se había fijado bien en ninguna de ellas. No se había rebajado a mirar con atención más que la espalda de aquella llamada Yumo. Pero no quería decepcionar a Xiaoyu. Las reconciliaciones tras las peleas eran los momentos más dulces de una amistad.
—¿Tú cuál crees? —respondió volviéndose hacia Xiaoyu.
—Vamos a verlas otra vez —le respondió.
Todas las niñas resultaban actuar igual: por un lado detestaban a las mujeres de poca monta de los barcos-burdeles, pero al mismo tiempo se sentían fascinadas por ellas. Sólo con pensar que se ganaban la vida gracias a esa parte ultrasecreta que tenían entre las piernas, se sonrojaban y soltaban un gritito bajo el que ocultaban una agitación inexplicable en el interior de su cuerpo. El pecado tenía su lado atractivo y todo lo que ellas ni se atrevían a pensar o hacer parecían permitírselo los cuerpos de aquellas mujeres en su lugar.
Shujuan y Xiaoyu se deslizaron sigilosamente hacia el patio. El brillo de las llamas lo revestía todo de una transparencia áurea. Un viejo nogal americano se alzaba en mitad del jardín. Su enorme copa y sus ramas desnudas se abrían como garras hacia el cielo, como si fuera un árbol plantado boca abajo que quisiera echar raíces en la noche dorada. Un extraño olor a quemado flotaba en el aire.
Las dos niñas permanecieron de pie en medio del patio olvidando por unos instantes por qué habían escapado a hurtadillas. Se diría que sólo habían querido salir a comprobar que la casita de ladrillo rojo del padre Engelmann seguía allí; o que la luz de las velas resplandecía tras la ventana del dormitorio de Fabio. Las notas de una
pipa
las sacaron de golpe de su ensimismamiento.
El techo del almacén subterráneo llegaba justo a la altura de los muslos de Shujuan. Siguiendo por el muro de la cocina hacia la parte trasera se encontraban los respiraderos. En total había tres, cada uno cubierto por una rejilla metálica completamente oxidada. A través de ellos, Shujuan y Xiaoyu pudieron llevar a cabo su labor de espionaje.
Los dedos de Doukou tañían la
pipa
. Era una muchacha menuda y delicada. Su cara tenía la forma de un melocotón: redondeada por arriba y puntiaguda por abajo. Si se la observaba tapándole la parte inferior del rostro, parecía que se pasaba el día entero radiante de alegría; pero si se tapaba la parte superior, parecía entonces continuamente ofendida por algo, como si le acabaran de dar gato por liebre. Fuera como fuese, Doukou era muy guapa. De no ser por su baja condición, habría conquistado a quien se propusiera. El furtivo concurso de belleza que estaban llevando a cabo contaba ya con su primera candidata al triunfo.
El almacén había dejado de serlo para convertirse en un barco-burdel subterráneo. Por todas partes se extendían sus colchas de llamativos colores y los abrigos de piel de zorro y marta. Habían recubierto con el papel de aluminio de las cajetillas de cigarrillos los ganchos vacíos que servían originalmente para colgar salchichas y jamones, y de ellos pendían ahora pañuelos de gasa, sujetadores, corsés y demás prendas en un despliegue multicolor. Cuatro mujeres se hallaban de pie alrededor de un barril de vino sobre el que habían colocado una tabla de cocina contra la que repiqueteaban las fichas del mahjong. Estaba visto que el que les faltaran cinco piezas no iba a dejarlas sin diversión. Cada una tenía delante un tazón lleno de vino tinto; el mismo vino que donaba el padre de Xiaoyu y que se empleaba en las misas.