Read Las flores de la guerra Online
Authors: Geling Yan
Hay que reconocer que la preparación de los soldados japoneses tampoco era mala y los dos que no resultaron heridos ni muertos por la explosión llegaron rápidamente a la ventana. Las balas impactaron sobre el tronco de un árbol a su izquierda y los restos de una pared a su derecha. Al cabo de unos instantes se dio cuenta de que le habían herido en la parte izquierda del torso.
Se topó de frente con un muro muy alto. El resplandor del fuego que ardía no muy lejos iluminaba una cruz al otro lado de la pared. Recordó que allí se situaba una iglesia estadounidense. La única manera de entrar era trepando por el plátano que se alzaba junto al muro. El tronco estaba repleto de hendiduras y nudos en los que encajaban perfectamente sus pies y manos. Con cada paso, un chorro de sangre caliente brotaba de su herida.
Al llegar arriba vio unas ocho cruces más. Se trataba de un cementerio en el que había plantados varios cipreses y arbustos de acebo. Avistó una construcción que parecía un pequeño templo y corrió a refugiarse bajo su bóveda. Se sentó y se desabrochó los botones. Sacó de su macuto un botiquín de primeros auxilios. Tanteó con los dedos la herida y comprobó que no había ninguna bala: aquello era mejor de lo que había imaginado. Lo que tenía que intentar ahora era detener la hemorragia. En sólo unos segundos sus manos quedaron cubiertas de sangre. La chaqueta acolchada también se había empapado y el frío la había transformado en una plancha de hierro, helada y pesada.
Se vendó la herida. Los dientes le castañeaban con tanta fuerza que parecía que se le iban a romper. Aquel templete, que parecía de juguete, resultó ser un panteón de exquisita factura. Pensó que, si moría allí, se estaría beneficiando de la hospitalidad de un muerto desconocido.
Comenzaba a amanecer cuando se dio cuenta de que se había quedado un rato dormido.
En ese mismo momento escuchó el alboroto de unas voces femeninas. ¿Qué hacían allí tantas mujeres?
Shujuan echó una mirada al interior de su cuenco. La sopa parecía más aguada cada día. Estaba convencida de que George les daba ración extra a las mujeres del río Qinhuai.
A la hora de cenar, Doukou apareció por el comedor. Sabía que no estaba haciendo bien ni actuando con tacto. Arrastró las suelas de sus zapatos bordados sobre el viejo suelo de madera y dijo forzando una sonrisa:
—¡Hay sopa!
Las niñas le echaron una mirada convencidas de que con ella eran capaces de paralizar al ser más desvergonzado del mundo. Sin embargo, con Doukou no funcionó.
—A nosotras sólo nos han tocado un par de panes sequísimos.
Nadie le hizo caso. George había preparado cuatro barras de pan en total. Las dieciséis niñas, los dos clérigos y los dos empleados se habían tenido que repartir las otras dos.
Ya tenían algo sólido, ¿y además querían caldo? ¿Se creía que venir aquí era como entrar en la cocina de su casa?
—¿Os habéis acostumbrado a comer pan cada día? Yo soy un poco paleta y no puedo con el pan extranjero.
Doukou inclinó la olla que había encima de la mesa y echó un vistazo a su interior. Sólo quedaba un poco de sopa en el fondo, unos trozos de col blanca recocida y unos cuantos fideos reblandecidos. Echándole todavía más cara, cogió el cucharón de cobre. El cazo y el mango formaban un ángulo de noventa grados, por lo que llenarlo y servir la sopa requería levantar el cucharón bien recto, como si estuviera sacando agua de un pozo. Incapaz de cogerle el tranquillo, Doukou levantó y derramó la sopa varias veces en la olla. Las niñas hicieron como si no estuviera allí y continuaron concentradas en sus platos.
—¿Quién me echa una mano? —preguntó sonriendo con desfachatez y mostrando unos enormes hoyuelos.
—Que alguien vaya a avisar al diácono Adornato —dijo una de las niñas.
—Ya han ido —dijo otra.
Doukou no se dio por vencida.
—Si no queréis ayudarme, pues nada —les dijo con un mohín.
Se puso de puntillas tambaleándose sobre las puntas de los pies. Alzó el cucharón recto hacia la parte superior de la olla, pero su brazo era muy corto y, cuando ya lo había levantado hasta la altura de la cabeza, el cazo aún no había llegado al borde.
—La mesa es demasiado alta —dijo a modo de justificación.
—Eres un tapón y encima le echas la culpa a la mesa —intervino una de las niñas.
—He visto melones de invierno
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más altos —dijo otra.
—¡Melón de invierno lo serás tú!
Doukou ya había tenido bastante. Abrió la mano y el cazo cayó dentro de la olla retumbando como un gong que anunciara el inicio del espectáculo.
—Un melón de invierno podrido —añadió otra niña.
Parecía que los ojos de Doukou se le fueran a salir de las órbitas.
—¡Poneos de pie para insultarme si os atrevéis!
Ninguna de las niñas tenía ganas de «atreverse». Bastante favor le habían hecho ya prestándole atención a esa fulana. Así que continuaron tranquilamente y en silencio con su cena. Pero en cuanto Doukou se encaminó hacia la puerta, alguien soltó:
—Más podrido que un melón de invierno en junio. Sólo las moscas se lo comen.
Fue Xu Xiaoyu la que lo dijo.
—Tan podrido que apesta —añadió Sophie.
Doukou se giró, caminó hacia donde estaba sentada Sophie y, tomándola por sorpresa, vertió su cuenco de sopa sobre ella. Doukou no era mucho mayor que aquellas niñas, no tenía estudios y su mentalidad era bastante más infantil, sólo que su cuerpo había madurado antes. Las niñas encontraron en ese momento la ocasión de liberar la angustia, las preocupaciones y la tristeza acumuladas en sus corazones, y se lanzaron sin dudarlo sobre Doukou. Una de ellas corrió a cerrar la puerta del comedor y se quedó apoyada de espaldas contra ella. Los japoneses eran aún un enemigo abstracto, mientras que aquella prostituta adolescente era un rival de carne y hueso.
La salida estaba bloqueada, pero no así la boca de Doukou, por la que no dejaban de salir obscenidades tan claras y nítidas que se colaron por entre los resquicios de la puerta hasta llegar a oídos de Fabio. Éste se acercaba caminando hacia el comedor demasiado despacio, como comprobó George con desagrado.
—Llevan un rato pegándose, padre. Me temo que se están destrozando.
En efecto, cuando se abrió la puerta, Doukou tenía la cara llena de sangre y le faltaba un mechón de pelo. Se palpaba con la mano la calva del tamaño de una moneda que le quedó en la cabeza y en la que se reflejaba la luz de las velas. George corrió a ayudarla a levantarse, pero Doukou lo apartó de un empujón y se puso de pie como pudo ella sola. Su boca aún no se había rendido:
—Desde pequeña mi abuela me daba palizas y me han partido en el cuerpo no pocos palos de escoba, ¿me van a dar miedo vuestros puños delicados? Más de diez contra una, ¡vaya chusma!
Las niñas permanecían pálidas y con lágrimas en los ojos, como si fuesen ellas las víctimas. Varias afirmaron con rotundidad que había sido Doukou la primera en insultarlas y pegarles.
—¿Alguna de vosotras está herida? —preguntó Fabio mientras paseaba la mirada de una a otra.
Le miraron. Por supuesto que lo estaban. Estaban profundamente lastimadas. Las palabras indecentes y sucias de aquella apestosa cría-larvas habían violentado sus oídos inocentes, más acostumbrados a las homilías del padre Engelmann, a la música del órgano y a los recitales de poesía clásica en clase. Todo lo que aún no eran para ellas más que hipótesis sobre las relaciones sexuales entre hombres y mujeres Doukou acababa de corroborárselo.
Fabio pidió a George que llevara a Doukou de vuelta al sótano. Cuando el cocinero regresó, informó al sacerdote de que «la señorita Zhao Yumo» deseaba verlo.
—¡No!
Él mismo se asustó ante la brusquedad de su tono. También la cara de sorpresa de George reflejó lo inesperada y abrupta que había resultado su indignación. Se giró y se dirigió como un rayo hacia la vivienda del padre Engelmann.
«¡Bah, Zhao Yumo! ¿Te crees que con un par de miraditas coquetas caeré en tus redes? —iba pensando para sí—. ¿Crees que tienes la sartén por el mango y que sólo con decir que me quieres ver tengo que salir corriendo? ¡Bah!».
Iba a encontrar la manera de deshacerse de ellas. Convencería al padre Engelmann para que les buscara un hueco en la Zona de Seguridad, que las metiera allí aunque no cupiera un alfiler. Los japoneses acudían a diario en busca de prostitutas, así que ellas les servirían y, de esa manera, asunto arreglado... ¿De verdad asunto arreglado?
Fabio ralentizó de repente sus pasos. A su pesar, se dio cuenta de que no tenía el corazón tan duro como para permitir algo semejante.
Cuando Fabio Adornato tenía seis años, sus padres se contagiaron de peste durante uno de sus viajes como misioneros y murieron casi al mismo tiempo. Para él, su verdadera madre era en realidad su «abuela», una mujer china a la que llamaba así aunque tan sólo era unos años mayor que su madre. Fue ella quien le abrazó desde el momento en que nació y la que lo acarreó a la espalda. Sus pechos flácidos y blandos habían sido el lugar en el que había disfrutado de la ternura y la calidez de una mujer durante su infancia. Sólo con recostarse sobre ellos se quedaba plácidamente dormido. Tras la muerte de sus padres, su verdadera abuela vino a China a buscarlo. Vestía de negro de arriba abajo, era alta y tenía el pelo muy rizado. Guarecido tras su «abuela china», se negó a presentarse frente a la verdadera. Había venido para llevárselo con ella a Estados Unidos. Una maestra de la escuela del pueblo tradujo con no pocas dificultades las palabras de ambas partes. En cuanto Fabio oyó las malas noticias, se escabulló sigilosamente.
Era la época en la que se acababa de cosechar el arroz y por todas partes se alzaban pajares en los que resultaba fácil esconderse. Por la noche, Fabio regresaba a hurtadillas a la cabaña de su «abuela china», cogía castañas de agua ya secas que la mujer había puesto a secar al sol bajo el alero, unos pastelitos de arroz glutinoso y se comía todo de vuelta en el pajar. Fabio conocía también los lugares en los que ponían los huevos los doce patos moteados que ella criaba, así que se hacía con ellos antes de que su abuela llegara a la orilla del río a recolectarlos, rompía la cáscara y se los bebía crudos. La mujer se daba cuenta de que no dejaban de desaparecer cosas y sabía de sobra que el ladrón estaba en la familia. Se preguntaba si no estaría siendo una egoísta por guardar silencio para evitar que lo separaran de ella.
La abuela verdadera arregló la herencia de su hija y su yerno, puso en venta todos los muebles, ropa y demás objetos vendibles y esperó en vano medio mes a que Fabio regresara. Finalmente, no pudo soportar más la comida, el aposento, la manera de tener que hacer sus necesidades ni los mosquitos de aquella aldea china al norte del Yangtsé, y decidió renunciar a su plan de llevarse a su nieto con ella. Habló con el jefe del clan del lugar para que en cuanto encontraran a Fabio le pidiera a la maestra que le escribiera una carta en inglés y ella volvería otra vez a buscarlo. Sin embargo, nunca recibió ninguna carta de ninguna aldea china del norte del Yangtsé.
Ya de mayor, y aunque no llegó a confesarlo, Fabio se arrepintió de haber sido tan impulsivo y testarudo. Para entonces, el padre Engelmann ya lo había captado para entrar en el seminario. Cuando su abuela verdadera se marchó, Fabio y su «abuela china» buscaron refugio en la casa de un pariente lejano de ella, que había sido amigo de sus padres y que, precisamente, les había recomendado que contrataran a la mujer para ayudarlos en la casa. Tras su llegada, la abuela pasó a lavar y barrer para aquel pariente y Fabio, a compartir techo y comida con los señoritos de la casa. A los diecisiete años se graduó en la escuela secundaria misionera de Yangzhou, momento que coincidió con la visita del padre Engelmann. El sacerdote había acudido al colegio a dar una charla y se había acercado a hablar con él lleno de curiosidad por saber quién era aquel jovencito chino de rasgos occidentales. Cuando el cura regresó de Yangzhou a Nanjing, era Fabio Adornato quien cargaba con su equipaje. En el momento en que el padre Engelmann bajó del púlpito y se acercó hacia él sonriendo, se dio cuenta de lo solo que se había sentido en sus diecisiete años de vida, porque nunca había logrado sentirse un chino de verdad. Los modales reposados y elegantes del padre Engelmann, además de su elocuencia y sabiduría, se ganaron al joven Fabio en menos de una hora y el muchacho fue consciente entonces de que en realidad no deseaba ser chino. Comprendió también que el padre Engelmann se había fijado en él porque era occidental. Su nuevo mentor le dio a entender que si continuaba mezclado con los chinos y tratando de ser uno de ellos, desperdiciaría su vida. Eran como dos camellos que se hubieran topado el uno con el otro en medio de una manada de caballos. Se sintieron como dos amigos de toda la vida que se reencontraban por fin.
Cuando Fabio se graduó en el seminario de Nanjing, el padre Engelmann, que era uno de sus profesores, le consiguió una beca para que fuera a Estados Unidos a continuar con su formación durante tres años. Una vez allí, tuvo un encuentro con todos los miembros de su familia, que, entre mayores y niños, era muy numerosa. Durante el tiempo que estuvo reunido con ellos se rascó tan insistentemente la cabeza que llegó a levantarse la piel. Cuando se sentía incómodo y nervioso comenzaba a picarle el cuero cabelludo como si lo tuviera lleno de hormigas. Fue entonces cuando se dio cuenta de que tampoco podría llegar a considerarse jamás estadounidense. Sentía que el Fabio que intercambiaba saludos afectuosos con sus parientes era un impostor. El verdadero permanecía acurrucado en un rinconcito en su interior, contando cada minuto y deseando que aquella reunión familiar acabara cuanto antes.
Cruzó la parcela de césped hasta llegar a la vivienda del padre Engelmann y llamó con suavidad a la puerta.
—Adelante.
La relación entre el sacerdote y Fabio mantenía intactas las buenas maneras del primer encuentro y no mostraba ni un ápice más de familiaridad. Si el padre Engelmann fuera tu vecino de la puerta de al lado, te saludaría la primera vez con una cordialidad sincera: «¡Me alegro de verte!», pero tras varios años como vecinos seguiría siendo «¡Me alegro de verte!». Podía crear una sólida sensación de ser viejos conocidos y que el grado de amistad ni fuera más allá ni desapareciera completamente.
—¿Ocurre algo, Fabio? —le preguntó sin invitarle a sentarse, como acostumbraba a hacer.