Las flores de la guerra (6 page)

Yumo pareció escuchar hasta esa advertencia que se había hecho él para sus adentros.

—No quiero robarle más tiempo —le dijo sonriendo apenas y con una pequeña inclinación de cabeza.

—Si la situación va a peor y no volvemos a tener agua, no sé qué haremos.

Fabio se dio cuenta de que había añadido un nuevo comentario sin ton ni son únicamente para retener a Yumo. Deseó que ella lo tomara como algo que se decía a sí mismo y que no había podido callar, y que se despidiera sin más. Pero no fue así y la mujer continuó con el hilo de la conversación.

—Habrá alguna manera. Si de verdad se ponen tan mal las cosas, podríamos salir a buscar agua y traerla. Cuando veníamos huyendo hacia aquí vimos un estanque un poco más al norte.

—¿Cómo es que no recuerdo ningún estanque?

Esto era lo último que decía. Dijera lo que dijera ella, no le contestaría.

—Yo sí me acuerdo —aseguró mostrando de nuevo aquella sonrisa que dejaba a las claras que era capaz de leerle la mente a cada instante. Los hombres siempre deseaban quedarse un segundo más a su lado, y más aún los que estaban tan solos como él. Desde el primer momento en que lo vio había captado lo solo que se sentía. Nadie lo reconocía como uno de los suyos. Tanto para la raza a la que pertenecía por nacimiento como para la que lo había criado, Fabio era un extraño.

Él asintió con la cabeza mientras la observaba. Efectivamente, no pronunció una palabra más para alimentar la conversación, pero su mirada continuó hablando en su lugar sin que él fuera consciente de ello. Yumo se dio la vuelta y se marchó. Fabio descubrió lo bonita que era su espalda, lo hermoso que era todo su cuerpo.

Cuando se había alejado unos pasos, Yumo se detuvo y se volvió:

—Ayer por la noche hicimos una apuesta sobre en qué bando se quedaría usted si los chinos se pelearan con los occidentales.

—¿Tú qué crees?

Yumo se lo quedó mirando unos instantes, sonriente, y luego se marchó.

Un sentimiento de odio le sobrevino de repente: «¡Hija del demonio!». Una vez perdió de vista su espalda, se prometió a sí mismo que no le concedería ni medio segundo para que volviera a seducirlo con sus grandes ojos negros.

★ ★ ★

Aquella noche, el aguanieve que cayó hizo descender la temperatura varios grados más. El padre Engelmann estaba leyendo en la sala de lectura junto a la biblioteca. A pesar de que la chimenea se encontraba encendida, sintió cómo el frío le calaba los huesos. Tras el derrumbamiento del campanario, el aire se colaba por todas las habitaciones del primer piso. George no paraba de venir para añadir más leña, pero ni así lograba combatir el frío. La siguiente vez que fue a avivar el fuego, el padre Engelmann le dijo que era mejor que trataran de ahorrar. El suministro de carbón vegetal era escaso y en la Zona de Seguridad muchos enfermos y ancianos habían muerto congelados. A partir de ahora regresaría a su dormitorio para sus lecturas nocturnas.

En torno a la medianoche, incapaz de conciliar el sueño, decidió regresar a la biblioteca para coger unos cuantos libros. Justo cuando acababa de subir la escalera escuchó voces femeninas procedentes de la sala de lectura. Pensó que aquellas mujeres eran una auténtica plaga que infectaba todo a su paso. Caminó hasta la puerta de la estancia y vio a Yumo, Nanni y Hongling junto al fuego que quedaba en la chimenea, sosteniendo en sus manos ropa interior de todos los colores, cuchicheando y riéndose en voz baja mientras la secaban.

¡Precisamente entre esas cuatro paredes que albergaban incontables libros sagrados y de las que colgaban imágenes de santos!

El padre Engelmann apretó la mandíbula. Consideró que aquellas mujeres no eran merecedoras de escuchar sus reproches y fue en busca del diácono a su dormitorio.

—Fabio, ¿cómo han entrado esas mujerzuelas en la sala de lectura?

Fabio, que había estado bebiendo hasta emborracharse, acababa de caer profundamente dormido. El alcohol avivó su furia y momentos más tarde maldecía a voz en grito:

—¡Sacrílegas! ¿Cómo os atrevéis a venir aquí? ¿Tenéis idea de qué lugar es éste?

—¡Me han salido sabañones del frío! ¡Mirad! —dijo Hongling, sacando del zapato sus pies desnudos y levantándolos hacia los dos hombres. Las uñas habían perdido parte del esmalte. Al ver cómo Fabio retrocedía como si escapara de la peste, Nanni soltó una carcajada. Yumo le dio un codazo. Sabía que en ese momento se encontraban en serios problemas. Era la primera vez que veía perder la compostura a aquel viejo sacerdote que siempre se mostraba tan educado.

—¡Vámonos! —dijo al tiempo que escondía el sujetador que tenía en la mano. La cara le ardía por el calor del fuego, pero su espalda estaba helada.

—Yo no me voy. Si aquí hay fuego, ¿por qué tenemos que morirnos de frío? —dijo Hongling.

Se giró dándoles la espalda a los dos hombres y dirigió sus pies desnudos hacia la chimenea. Los estiró y los contrajo con agilidad como si estuvieran hablando en un lenguaje de signos.

—Si no os marcháis de aquí inmediatamente, os invitaré a todas vosotras a abandonar la parroquia al instante —les dijo Fabio.

—¿Cómo nos invitarás? —preguntó Hongling mientras curvaba el dedo gordo del pie en un gesto travieso y vulgar a la vez.

—No la líes —dijo Yumo levantándose y tirando de ella.

—¿Queréis que nos vayamos? Es fácil. Dadnos un brasero —replicó Hongling.

—¡George!

El padre Engelmann percibió una sombra que titubeaba en el rincón de la escalera. Se trataba de George. Su intención era dirigirse hacia la estancia a ver qué pasaba, pero de repente prefirió no intervenir en la pelea y sigilosamente se dio la vuelta para bajar la escalera.

—¡Te he visto, George! ¡Ven aquí!

El chico se acercó tenso como un palo. Echó un vistazo rápido a la sala y preguntó algo obvio:

—¿Aún no está descansando, padre?

—Te pedí que apagaras el fuego, ¿no lo entendiste? —dijo el padre Engelmann señalando la chimenea.

—Precisamente venía a apagarlo —dijo George.

—Es obvio que has echado más leña —le dijo el padre Engelmann.

—George no podía consentir que esta mujercita se muriera de frío, ¿a que no? —dijo Hongling echándole una miradita.

Él le devolvió una mirada rápida y el padre Engelmann comprendió al vuelo que el cocinero ya había disfrutado de los placeres de aquella prostituta de cuerpo opulento.

Capítulo 5

Fuera, en la oscuridad y el frío, un soldado del ejército chino se envolvió aún con más fuerza en su capote y trató de dormir, sin ningún éxito. Llevaba dos días oculto en el cementerio de la iglesia de Santa María Magdalena, sobreviviendo gracias a unos cuantos boniatos secos y al agua del depósito.

El soldado Dai era un comandante de veintinueve años, segundo oficial al mando del segundo regimiento de la 73.ª división del Ejército Nacionalista. Pertenecía a la división de élite enviada por Chiang Kaishek a Shanghai para combatir al ejército japonés. Chiang Kaishek contaba con otras dos divisiones más del calibre de esta 73.ª división, y eran las niñas de sus ojos. El oficial jefe instructor de las tres era el general Falkenhausen, un aristócrata alemán que incluso cuando no estaba enfadado daba muestras de su temperamento germano. La tropa que estuvo a punto de lograr en una semana que las fuerzas japonesas retrocedieran hasta el río Huangpu había sido precisamente la del comandante Dai.

Ya en Nanjing, su plan inicial la noche del día 12 de diciembre era llevar a medio batallón a defender a muerte el baluarte de la calle Zhongyan. Cuando comenzaba a oscurecer se cruzaron con un gran número de soldados y oficiales que huían hacia el río. Aunque no entendía el dialecto en el que hablaban pudo, sin embargo, enterarse a grandes rasgos de que en una reunión que había convocado aquella tarde el máximo oficial al mando de la defensa de Nanjing, el general Tang, con todos los oficiales de alto rango, se había decidido que todas las líneas se retiraran hacia el río. Se había comunicado la orden una hora antes.

A Dai le pareció completamente imposible. Ellos no habían recibido por radio ninguna orden de retirada. Y si su división de élite no la había recibido, ¿cómo es que esos soldaduchos se habían deshecho de las armas, habían enterrado las municiones y retrocedían sin autorización?

Lo que vino a continuación fue una negociación entre las tropas en retirada y las que la impedían, que pronto pasó de los insultos a los disparos. Por supuesto que en los registros militares aquello quedó como «fuego amigo». En realidad, un oficial de los que huían tiró al suelo de un empujón a uno de los jefes de compañía bajo el mando de Dai. Cuando este jefe se levantó, sacó su pistola y disparó a su atacante. Al instante, todos los soldados que marchaban para la defensa a muerte se dividieron en dos bandos y la mayoría se dejó arrastrar por la corriente de los que se retiraban. Los veintitantos restantes, aprovechándose de que ellos sí disponían de armas, al contrario de quienes se retiraban, se lanzaron al ataque contra los desertores. Tras poco más de cinco minutos de lucha, apareció un gran contingente de tropas que huían en tanques y camiones. El reducido grupo de hombres a las órdenes de Dai les cerró el paso, momento que aprovecharon los que escapaban a pie para tratar de trepar a los vehículos. Los que ya estaban subidos se lo impidieron a empujones. En aquellos pocos minutos, el comandante Dai conoció el sabor amargo de lo que significaba una huida en desbandada. Habiendo crecido en una familia de militares, para él el día del fin del mundo no sería más trágico que una derrota como aquélla. Dio la orden de alto el fuego.

Cuando llegó hasta el río junto con su ayudante de campo eran ya las diez de la noche. Cada palmo de la orilla estaba abarrotado de personas que habían perdido cualquier esperanza de sobrevivir. Incontables manos se aferraban a los bordes de los barcos desesperadas por subirse a bordo. El ayudante intentaba abrirse camino entre la muchedumbre, pero nadie cedía el paso cuando anunciaba el alto rango de Dai ni el número de división a la que pertenecían, y no consiguieron acercarse a los últimos barcos en los que hubieran podido huir a salvo. A la una de la madrugada, la gente que trataba de embarcar excedía por diez la capacidad máxima de pasajeros. Cientos de manos continuaban aferrándose con una tenacidad inhumana a la cubierta, hasta que el jefe de la tripulación los amenazaba blandiendo un hacha sobre ellas.

Dai desistió de seguir intentándolo. Ya eran las tres y media de la madrugada y en la superficie del río no sólo navegaban barcos de motor y de vela sino que flotaban también bañeras de madera, arcones de alcanforero y tablas para lavar la ropa. En una situación desesperada como aquélla, la gente llegaba a perder el sentido común y no se le ocurría más que utilizar una tabla de lavar como medio de transporte con la vana esperanza de cruzar el Yangtsé y ponerse a salvo en la otra orilla. Dai calculó que los primeros en lanzarse sobre bañeras y arcones de madera ya debían de estar sepultados bajo las aguas heladas del mes de diciembre. Él y su ayudante dieron media vuelta y se abrieron paso para regresar por donde habían venido.

A las cuatro de la madrugada perdieron el contacto entre ellos. La carretera seguía abarrotada de soldados y civiles que se dirigían hacia el río. Un soldado no dejaba de soltar improperios mientras le quitaba la túnica a un civil que le contestaba con igual grosería. Pese a ir vestido con ropa fina llena de remiendos, estar descalzo y temblar de frío de pies a cabeza, el civil se negaba a ponerse el abrigo militar de invierno que le ofrecía a cambio en aquel «trato justo». El comandante Dai le dio una orden acompañada de un insulto, pero el otro no la oyó. Aquel soldado desesperado por hacerse pasar por un vendedor ambulante de Nanjing se habría convertido en otra víctima de un «fuego amigo» de no ser porque Dai no deseaba desperdiciar las cinco balas que le quedaban.

Se deslizó a tientas por los callejones. Las casas que no se habían derrumbado estaban cerradas a cal y canto. Entró en un patio en el que había caído medio muro y cuya puerta delantera había quedado carbonizada. Encontró tendidas bajo el alero de una veranda unas ristras de boniatos que aún no se habían secado al aire completamente. Las descolgó y se las guardó en los bolsillos.

Pretendía huir hacia el este siguiendo el mapa de Nanjing que había memorizado. El enemigo venía principalmente desde esa misma dirección. Si conseguía atravesar sus posiciones y adentrarse en las aldeas que ya se habían rendido, podría sobrevivir aprovechando que eran lugares poco habitados en los que le resultaría fácil ocultarse. Desde allí, podría planear su siguiente paso. El oficio de militar no dependía tan sólo de conocimientos y experiencia, sino también de talento innato. Gracias a estas cualidades, había ascendido más rápido que sus compañeros de promoción de la Escuela Militar de Baoding y a sus veintinueve años era ya comandante. Él mismo reconoció como obra de su talento el plan de cruzar y esconderse tras la retaguardia del enemigo, aunque fuera una idea más bien temeraria.

Eran alrededor de las cinco de la mañana cuando se topó con el primer grupo de soldados japoneses que invadió la ciudad. Parecía como si hubieran entrado con la misión expresa de buscar alimentos y quemaban cada edificio en el que no encontraban nada que llevarse a la boca. Fue así como llegaron al patio en el que se había escondido Dai. Retrocedió hasta la parte de atrás y el corazón apenas contuvo su impaciencia al ver que únicamente entraban siete u ocho soldados. Un par de granadas bastarían para deshacerse de ellos. Sólo un estúpido hijo de perra desaprovecharía una ocasión tan ventajosa para enfrentarse al enemigo. Dai acarició las dos granadas que colgaban sobre su trasero y dudó si merecía la pena utilizarlas. Pero un buen militar no sólo poseía conocimientos, experiencia y talento, sino también fervor: la pasión que lo empujaba a entrar en acción sin pensarlo dos veces. Y Dai estaba poseído en ese momento por la misma pasión con la que había descargado su odio contra los japoneses en Shanghai.

El corazón le latía con fuerza mientras se escondía en la habitación principal del fondo del patio. La ventana de la estancia daba a un pequeño callejón. La abrió y vio que apenas necesitaría dos segundos para salir de allí. Estaba tan excitado que el disgusto que sentía por la caída de Nanjing desapareció completamente.

Los soldados japoneses se adentraron en el patio trasero y aparecieron en su campo de visión. Sostenía la pistola en una mano y entre sus dientes apretaba la anilla de seguridad de la granada. Tiró de ella, contó en silencio hasta tres y, al llegar a cuatro, la lanzó con suavidad. Para asegurarse de que no derrochaba el explosivo, tenía que arrojarlo de manera que cayese en el lugar ideal para explotar. En cuanto soltó la granada, se giró y saltó por la ventana. En ese momento fue consciente de lo beneficioso que le había resultado no descuidar el entrenamiento militar básico: no necesitó más de dos segundos para escurrirse por la ventana y caer en un abrir y cerrar de ojos a los pies del muro.

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