Read Las flores de la guerra Online
Authors: Geling Yan
Hasta Shujuan sabía que si los soldados japoneses giraban justo por el callejón que daba a la iglesia, todas las personas de dentro y de fuera estarían acabadas.
—¿Cómo has podido mentirme? Está claro que no hay sólo un herido. En una situación como ésta y vosotros los chinos seguís mintiendo como bellacos.
—Padre, puestos a ayudar a alguien, ¿qué más da que sean uno o cien?
Era la primera vez que Fabio se enfrentaba abiertamente con su mentor.
—Tú calla —fue su respuesta.
Aunque los de fuera no entendían lo que decían aquellos dos extranjeros, sabían, sin embargo, que de ello dependía que siguieran vivos o muertos. El enterrador, cada vez más nervioso, les informó a la desesperada:
—El ruido de los caballos viene hacia aquí.
El padre Engelmann se giró para volver por donde había venido con la llave en la mano. No había dado más de seis pasos cuando una sombra se interpuso en su camino. Por la rapidez y el sigilo con los que actuó, era fácil deducir que pertenecía a un militar excelentemente preparado.
Sophie, que estaba al lado de Shujuan, gimió como si fuera un cachorrito. La guerra había cruzado aquellos muros y el lugar estaba a punto de convertirse en un campo de batalla.
—¡Abra la puerta ahora mismo! —dijo quien había lanzado ese ataque por sorpresa mientras se aproximaba al padre Engelmann. A lo lejos, un edificio ardía en llamas y el resplandor iluminaba a intervalos las distintas zonas del patio. Gracias a esa luz, las niñas pudieron ver a un soldado que sostenía una pistola contra el pecho del sacerdote. Bajo la túnica negra, el corazón le palpitaba con fuerza amenazado por el arma. Shujuan pensó que si el militar era un poco sensible, podría percibir sus latidos desbocados atravesando el cañón de la pistola hasta llegar a su mano.
Fabio arrancó la llave de la mano del padre Engelmann, abrió la puerta y permitió que entrara un pequeño grupo de hombres: un cuerpo tumbado sobre una carretilla en medio de un charco de sangre, el soldado herido que había conseguido conmoverlos con sus palabras apoyado en una rama gruesa a modo de muleta y el miembro de la tropa de enterramiento, un hombre de unos cincuenta años con un chaleco negro y que tiraba de la carreta.
Al poco de volver a cerrar la puerta, los jinetes japoneses pasaron por delante canturreando y riéndose de sus bromas. Parecían de un humor excelente.
Dentro, todos se quedaron en sus posiciones inmóviles como figuras de barro a la espera de que se alejara aquel grupo de soldados tan alegre. El militar chino sostenía su pistola con ambas manos, preparado para abrir fuego en cuanto se entornara la puerta. Permanecieron quietos hasta que el sonido de los cascos de los caballos se perdió en la noche.
—Vamos abajo a echar un vistazo —susurró Shujuan a Xiaoyu.
—¡No podemos! —dijo Xiaoyu al tiempo que la agarraba.
—Venga, es fácil.
La expresión de Xiaoyu se endureció.
—Ve tú sola. Y no cuentes con que yo vaya a salvarte el pellejo.
Shujuan la ignoró. Abrió la trampilla y la escalera de madera se desplegó ante ella. Oyó entonces cómo Xiaoyu les decía a las otras niñas:
—Miradla, ya la está liando.
Aquello le sentó fatal. Hacía un momento había contado sólo con ella para aquella misión secreta y ella se había apresurado a delatarla. Descendió hasta el taller de encuadernación, desatrancó con cuidado la puerta y la abrió lo suficiente para poder observar lo que estaba sucediendo afuera. No le gustaba que la mantuvieran al margen de ninguna situación, aunque lo hicieran por protegerla.
A través de los escasos centímetros de abertura de la puerta, Shujuan observó que el conflicto del patio aún no estaba resuelto. La carretilla se había convertido en un tanque de ataque y atravesaba rechinando el suelo de la parroquia mientras el militar les abría camino pistola en mano. Shujuan vio que el chaleco del hombre que tiraba de la carretilla tenía un círculo de tela blanco pegado delante y otro detrás, y dedujo que era el uniforme de los miembros de la tropa de enterramiento.
—Ah Gu, trae las medicinas del botiquín inmediatamente, sobre todo mucho algodón y gasas, y dáselas para que se las lleven —dijo el padre Engelmann dando a entender a las claras que no iba a permitir que se quedasen.
El hombre de la pistola no depuso su actitud amenazante.
—¿Adónde quiere que vayan? —preguntó al sacerdote sin dejar de apuntarle.
—Por favor, baje el arma para hablar conmigo, comandante —replicó el otro muy digno.
Había conseguido distinguir su cargo militar. Y también que en la parte inferior izquierda de su uniforme destacaba algo de color oscuro. Era una mancha de sangre.
—Padre, discúlpeme —dijo el comandante aún sin bajar el arma.
—¿Cree que podrá obligarme a alojarlos a punta de pistola?
—La gente sólo accede a escuchar frente a un arma.
—¿Y por qué no va con su pistola a que le escuchen los japoneses?
El militar no respondió.
—Verá, oficial —continuó el sacerdote—, nadie consigue entablar una conversación conmigo con un arma. Por favor, bájela.
El militar bajó la pistola.
—¿Le importaría decirme quién es usted y cómo ha entrado aquí? —le preguntó Fabio.
—Entrar no ha sido nada difícil. Llevo aquí dos días. Soy el comandante Dai Tao, jefe segundo del segundo regimiento de la 73.ª división.
Su discusión se vio de pronto interrumpida por unos susurros.
Shujuan se asomó un poco y vio a Hongling al frente de media docena de mujeres que se acercaban desde la cocina. Ahora sí que no se podrían quejar de que «estaban muertas de aburrimiento». Al ver aquella masa de carne y sangre sobre la carretilla pararon los cuchicheos. Por primera vez fueron conscientes de que la paz de aquel refugio era un espejismo, y que sus risitas y sus bromas habituales de antaño quedaban convertidas también en una falsa ilusión. Los ríos de sangre que corrían fuera de allí habían penetrado finalmente aquellos muros.
—¿A cuánta gente han fusilado? —preguntó el comandante mirando al soldado herido de la carretilla y luego al soldado con rango de sargento primero que se apoyaba en la rama.
—Unos cinco mil o seis mil —contestó éste, y a continuación añadió en un tono donde se mezclaban la tristeza, la indignación y la deshonra—: ¡Nos engañaron! Esos perros nos dijeron que nos llevaban a una isla en medio del río a arar nuevas tierras de cultivo, pero al llegar a la orilla no había ni un barco...
—¿Sois de la división 154.ª? —le cortó el comandante.
—Sí, ¿cómo lo sabe, señor? —le preguntó el sargento.
El comandante Dai no respondió. Había deducido el número de su división por el acento de la región con el que hablaba.
—No perdáis más tiempo y buscad un lugar caldeado donde vendarle las heridas —dijo el comandante como si hubiera tomado el control de la iglesia y fuera él quien mandara allí.
Cuando el que tiraba de la carretilla y el sargento cojo se disponían a obedecerle, el padre Engelmann los detuvo:
—Esperad un momento. Comandante, os acabo de salvar una vez —dijo señalando la puerta principal—, pero no puedo de ninguna manera volver a ayudaros. En la iglesia se refugia un grupo de niñas de poco más de diez años. Si os permito demoraros más tiempo, los japoneses dispondrán de una excusa para irrumpir aquí —dijo utilizando un chino tan pedante que a los demás les costó entenderlo.
—Si salen de aquí, volverán a fusilarlos —dijo el comandante.
Hongling aprovechó este momento para intervenir:
—¡Malditos japoneses asesinos! Oficial, pueden hacerse un hueco en el sótano con nosotras.
—De ninguna manera —dijo el padre Engelmann, alzando la voz.
—Padre, deje que primero les venden las heridas y luego ya veremos, ¿de acuerdo? —le pidió Fabio.
—Ni hablar. Bastante complicada está ya la situación. No tenemos agua ni comida. Con tres personas más... Por favor, paraos a pensar. De las dieciséis estudiantes, la mayor sólo tiene catorce años. ¿Qué haríais vosotros en mi lugar? Seguro que actuaríais como yo y no permitiríais que se alojaran aquí militares. Vuestra condición de soldados puede provocar que acudan los japoneses, ¿sería justo para las niñas?
Su chino sonó tan preciso esta vez que a nadie le costó entenderlo.
—¿Cree que si no es por nosotros los japoneses no vendrán? ¡No hay lugar en el que no se atrevan a entrar! —dijo el sargento.
El padre Engelmann se quedó un momento pensativo. Aquel argumento estaba cargado de razón. En plena barbarie de ocupación militar, no existían los lugares prohibidos ni sagrados. Se giró hacia el comandante:
—Por favor, hágase cargo de mi situación y lléveselos de aquí. Dios os protegerá para que lleguéis a salvo a la Zona de Seguridad. Id y que Dios os acompañe.
—Llévalo ahí dentro —ordenó el comandante al enterrador al tiempo que señalaba la cocina—. Dadle un poco de agua y luego examinaré sus heridas.
Se limitó a actuar como si simplemente no comprendiera el chino del padre Engelmann.
—No os lo permitiré —dijo éste colocándose delante de la carretilla. Las mangas de su casulla se desplegaron como dos alas negras.
El comandante volvió a apuntarlo con la pistola.
—¿Va a disparar? Si lo hace, la parroquia será suya y podrá alojarlos donde le plazca. Vamos, dispare.
El comandante liberó el seguro de la pistola.
Fabio abrió la boca de par en par pero no se movió. Temía que el mínimo movimiento pudiera sobresaltarlo y provocar un disparo.
El soldado herido de la carretilla emitió un quejido que sonó como el lamento de un moribundo. Era también la voz aguda de un joven de catorce o quince años al que le estaba cambiando la voz. ¿Cómo podían seguir con sus disputas ante el sufrimiento de aquel soldado adolescente? ¿Qué podría haber más importante en aquel momento?
—Está bien, tratadle primero las heridas y luego ya veremos —accedió el padre Engelmann.
—¡Ya he calentado agua!
George había presenciado en silencio aquel conflicto desde el comienzo. Hacía rato que se había posicionado y ya había tomado la iniciativa de comenzar los preparativos para atender al herido. Lo primero había sido poner a hervir la poca agua que les quedaba para beber en el depósito.
George se apresuró a abrirle camino a la carretilla y el sargento los siguió apoyándose en la rama. El grupo completo de prostitutas había subido del sótano y, sin mediar palabra, observaron al joven soldado medio muerto y al sargento cojo. No era fácil discernir si aquella escena les producía repulsión o terror, si se apartaron como si dejaran pasar a una comitiva fúnebre o para darles la bienvenida.
El comandante Dai se dispuso a ir tras ellos pero el padre Engelmann lo detuvo.
—Comandante, deme la pistola.
El militar frunció el ceño: ¿qué se creía aquel anciano extranjero? Ni los japoneses habían podido desarmarlo.
—Si desea buscar refugio en esta iglesia, debe entregar las armas. Gozamos del privilegio que nos brinda nuestra neutralidad. Si se acuartelan personas armadas, perderemos esta posición ventajosa. Por ese motivo, tiene que entregarme la pistola.
El comandante miró aquellos ojos claros de distinta raza y sólo dijo:
—No.
—Entonces no puedo dejar que se quede.
—No me quedaré mucho tiempo, quizá uno o dos días.
—Aunque sea un minuto, si se queda tiene que hacerlo como un ciudadano corriente. Si los japoneses descubren que se aloja aquí con un arma, no podré defenderlo ante ellos ni tampoco demostrar que la iglesia es un lugar neutral.
—Si de verdad entran los japoneses y no tengo mi pistola, sólo me quedará dejarme matar por ellos.
—Sólo si me entrega el arma se podrá refugiar aquí en calidad de ciudadano. De lo contrario, tendrá que marcharse inmediatamente.
El comandante dudó unos instantes y a continuación dijo:
—Sólo estaré una noche más. Me iré en cuanto los dos soldados heridos me informen sobre la masacre de prisioneros a manos de los japoneses.
—Ya se lo he dicho. Ni siquiera un minuto.
—Comandante, hágale caso al padre —intervino Fabio—. Usted también está herido. Si sale de aquí sin nada que comer ni beber y con soldados japoneses por todas partes, ¿cree que irá muy lejos? Al menos espere a que se le cure la herida y se sienta recuperado antes de marcharse.
Su dialecto del norte del Yangtsé resultó de lo más eficaz para hacerle entrar en razón. Parecía estar apaciguando a dos muchachos del pueblo que se hubieran peleado.
El comandante Dai puso lentamente el seguro, que encajó con un
clic
. A continuación giró la pistola dirigiendo la boca hacia él y se la tendió al padre Engelmann.
Fabio bajó al sótano y pudo comprobar que aún se guardaban las formas en aquel refugio provisional. Habían colgado una vieja cortina de la biblioteca para dividir en dos el espacio: los hombres se habían instalado en un rinconcito y el resto había quedado para las mujeres. Jamás había percibido un olor tan turbio y denso como el de aquel almacén subterráneo. Cereales, encurtidos, quesos, vino... almacenados generación tras generación que, aunque ya habían dejado de existir materialmente, seguían conservando una existencia inmaterial, y no sólo como esencia, sino que además seguían teniendo vida: sus aromas continuaban fermentando, enriqueciéndose y haciéndose más espesos y concentrados. Con el paso de los años habían ido sufriendo graduales variaciones hasta convertirse en un único olor, amo y señor del lugar, que ofrecía una feroz resistencia a cualquiera que se adentrara en su territorio.
Mientras descendía la escalera el olor le golpeó de tal manera que estuvo a punto de desvanecerse. Al ya predominante se le habían añadido los efluvios corporales de más de una docena de mujeres y tres hombres, dos grandes cubos para excrementos, perfumes, cremas de belleza, aceite para el cabello, maquillaje en polvo, tabaco...
El sargento primero se llamaba Li Quanyou y el joven soldado Wang Pusheng. Según llegó a saber Fabio, el joven soldado llevaba apenas un mes en el ejército. Lo habían arrastrado directamente desde el campo de boniatos a las puertas de su casa hasta el campamento y enfundado allí en un uniforme militar. Aquel mismo día recibió un fusil y una cartuchera, a continuación lo llevaron a una era donde le enseñaron unos cuantos movimientos de carga con bayoneta, unas cuantas posiciones de disparo y lo enviaron sin más a Nanjing. No había descargado ni un solo tiro, ya que, como les explicó el oficial al mando, las balas valían su peso en oro y debían conservarse para el campo de batalla. Ya en acción, tan sólo había empleado una pequeña parte de la munición cuando cayó herido. En el momento en que la tropa al completo se rindió, él aún no había comprendido del todo que su carrera militar ya había terminado y que, a sus quince años, su vida también estaba prácticamente acabada.