Read Las flores de la guerra Online
Authors: Geling Yan
Li Quanyou encontró al muchacho escondido, igual que había hecho él, bajo unos cadáveres. Había recibido una cuchillada en el vientre y si no llega a ser porque la pantorrilla de otro cuerpo había caído sobre su barriga, se le habrían salido las tripas. Li Quanyou vio que las comisuras de su boca empujaban las vendas que le cubrían la mayor parte de la cara en un gesto de dolor. Sabía que estaba a punto de echarse a llorar.
—Nada de lágrimas. Si lloras, no te llevo conmigo. Piensa en la suerte que hemos tenido, ¡aún estamos vivos!
El muchacho apretó los labios. Li Quanyou le pidió que le ayudara a desatarse y él sacó fuerzas de donde no tenía para hacerlo. Al cabo de una hora, después de que ambos estuvieran a punto de desistir varias veces, consiguió liberarle las manos. Ahora que disponía de tres de sus cuatro extremidades, Li Quanyou podría moverse con mucha más facilidad. En primer lugar se arrastró hasta el río. Los cadáveres de sus compañeros formaban un dique sobre la superficie. Tuvo que apartar varios cuerpos para poder entrar en el agua. Bebió de aquella agua manchada de sangre y sesos hasta saciarse y, a continuación, empapó una gorra militar de algodón, regresó arrastrándose hasta donde estaba el joven soldado y la escurrió sobre su boca. El muchacho parecía un bebé que fuera a mamar: atrapó con ambas manos la gorra y chupó con ansia.
Cuando aplacaron la sed, ambos se tumbaron hombro con hombro y una pipa colgando de la boca. Li Quanyou la había llevado todo el tiempo encima y encontró otra para Wang Pusheng tras palpar en los cadáveres de alrededor.
—Chaval, ahora que hemos matado la sed, fumar un poco nos hará recobrar el ánimo del todo para ponernos en marcha y escapar de aquí.
Wang Pusheng jamás habría podido imaginar que la primera vez que se llevase una pipa a la boca sería junto a una pila de muertos. Imitó a Li Quanyou, aspirando una bocanada y soltando el humo cada vez. Deseaba que lo que acababa de decirle fuera cierto y que realmente fuera a tener ánimos para soportar aquello.
—Sin beber agua, uno se muere en tres días; pero si bebe, puede vivir mucho tiempo —dijo Li Quanyou.
El tiempo de fumar una pipa en aquel bancal lleno de muertos se les hizo eterno. Al terminar, Li Quanyou estaba convencido de que aunque Wang Pusheng era una carga, no lo dejaría allí tirado. Parecía imposible que pudieran escapar llevando al joven soldado con los intestinos fuera apoyándose en él, que no disponía de sus cuatro extremidades en pleno. Pero mientras fumaban, Li Quanyou ya había pensado qué camino tomarían. Sólo era posible subir por uno de los tres promontorios que los rodeaban. Los japoneses habían estudiado muy bien en qué lugar establecer el campo de ejecución. Allí resultaba muy fácil desembarazarse de los cadáveres, sólo tenían que empujarlos al agua y el río se los llevaría.
Li Quanyou encontró un botiquín de primeros auxilios en el cuerpo de un jefe de pelotón. Lo abrió y sacó vendas y algodón. Dentro había también un tubito de ungüento, que dedujo que podría servir para desinfectar y desinflamar. Untó con él el algodón y lo puso sobre el agujero que tenía Wang Pusheng en el vientre. El muchacho soltó un quejido.
—Mira al cielo, cómo vuelan nuestros aviones —le dijo Li Quanyou.
Wang Pusheng dirigió sus ojos cubiertos de lágrimas de dolor hacia el firmamento envuelto en la noche. Li Quanyou apretó con la punta de los dedos para meterle un trozo de intestino que colgaba sobre su piel.
En ese momento, Wang Pusheng, en lugar de quejarse, se desmayó directamente.
Era una suerte que el chico no hubiera comido en los últimos días, ya que de esta manera los intestinos estaban limpios y brillantes y el peligro de infección era menor. Esperó a su lado a que se despertara para llevárselo. Si no recuperaba el conocimiento, entonces se iría él solo.
La respiración del muchacho era muy débil y parecía detenerse constantemente. En varias ocasiones Li Quanyou dejó de sentir sobre la punta de sus dedos el aire caliente saliendo de la boca del joven soldado, pero al tocarlo con más detenimiento percibió que su corazón seguía latiendo. Sabía que cuanto más esperara menos posibilidades tendrían de ponerse a salvo. El enemigo acabaría regresando para deshacerse de los cadáveres, con toda probabilidad en cuanto amaneciera. Pero el muchacho seguía sin despertarse. Se dio cuenta de que tenía los dos puños apretados con fuerza, aunque no a causa del dolor terrible de la herida de su pierna, sino por la angustia con que aguardaba.
Quizás en aquel momento vaciló y pensó en dejarlo allí y escaparse solo. Pero en la historia que le contó al comandante Dai, no lo reconoció. Por el contrario, le explicó que no habría podido actuar con tan pocos escrúpulos. Al fin y al cabo, Wang Pusheng lo había ayudado y le había desatado las manos. En lugar de abandonar allí a aquel muchacho moribundo, se quedó a su lado hasta que comenzó a clarear.
Al amanecer, Wang Pusheng recuperó el conocimiento. Dos ojos negros brillantes se abrieron en su cara grisácea como la de un muerto. Vio a Li Quanyou tumbado a su lado. Ambos se cubrían con un abrigo acolchado rígido como una piedra debido a la sangre seca.
—Chaval, nos tenemos que ir de aquí.
El muchacho le contestó, pero habló tan bajito que Li Quanyou no lo entendió.
—¿Qué?
Lo repitió y esta vez sí que lo escuchó. No podía caminar, prefería morir allí. No deseaba volver a pasar por todo aquel tormento.
—¿Me has hecho esperar toda la noche para nada?
Wang Pusheng le rogó que aguardara un poco más, hasta que le dejara de doler la herida abierta en su tripa, y entonces se marcharía con él.
Li Quanyou, al ver que el día comenzaba a echárseles encima, se pasó un brazo del muchacho por el hombro. Realmente estaba muy bien entrenado: no sólo podía arrastrarse con una pierna, sino que además podía cargar con una persona al hombro. Era una ventaja que Wang Pusheng no pesara más que un saco de trigo.
La bruma proveniente del río comenzó a cubrirlos como si se tratara de una bomba de humo, y eso también era una ventaja, una gran ventaja.
Cuando llevaban poco más de dos metros avanzados, escucharon unos pasos entre la niebla. Aprovechando el cobijo que le proporcionaba la bruma, Li Quanyou se apresuró a hacerse un hueco entre dos cadáveres. El corazón le latía en la garganta como si se le fuera a escapar si abría la boca.
El ruido de pasos llegó desde lo alto del promontorio, pero no eran pisadas de botas militares. Li Quanyou pudo escuchar que decían:
—Hay miles...
¡Hablaban en chino!
—Y eso que aún no se ve bien, hay mucha niebla. ¡A cuántos soldados chinos han ejecutado estos perros japoneses!
—¡Putos demonios hijos de perra!
Por el acento, supo que hablaban el dialecto de Nanjing y dedujo también que debían de tener entre cuarenta y cincuenta años.
—Con los pocos que somos, ¿cuántos días nos va a llevar deshacernos de todos estos cadáveres?
—¡Putos demonios hijos de perra!
No dejaron de maldecir y protestar mientras bajaban.
—Si los arrojamos al río, va a quedar taponado.
—Empecemos rápido, no vaya a ser que los perros japoneses vuelvan a aparecer por aquí.
Los hombres comenzaron aquella enorme tarea como hormiguitas disponiéndose a roer un gran hueso.
Li Quanyou pensó que era mejor salir a su encuentro en ese instante que un poco más tarde, ya que los japoneses podían aparecer en cualquier momento y entonces aquellos compatriotas no podrían hacer nada por él con los otros vigilando.
—Hermanos, ¡ayuda! —gritó.
La charla se detuvo en seco y se hizo un silencio que permitió que llegara claramente a sus oídos el estrépito de las olas al golpear contra los cadáveres.
—¡Ayuda!
El segundo grito atrajo a uno de los hombres, que avanzó con dificultad pisando con cuidado en los huecos irregulares que quedaban entre los hombros, cabezas, piernas y brazos.
—¡Aquí! —lo guió Li Quanyou con la voz a través de la niebla.
El que uno de ellos tomara la iniciativa infundió valor al resto, que abrió una vía a través del mar de cuerpos para acercarse a Li Quanyou y Wang Pusheng. Todos a una, echaron una mano para levantarlos y llevarlos ladera arriba.
—No hagáis ruido —dijo uno de los que los transportaban—, primero busquemos un lugar para esconderos y ya pensaremos qué hacer cuando oscurezca.
En este trecho desde la orilla hasta lo alto, Li Quanyou se enteró de que los japoneses habían reclutado a aquellos hombres vestidos con chalecos negros como mano de obra para hacerse cargo de los prisioneros chinos ejecutados en secreto.
No había amanecido cuando Ah Gu salió a buscar agua. Ya en pleno día, aún no había regresado y Fabio comenzó a preocuparse.
Bajó al sótano a preguntar a Zhao Yumo si le había explicado bien cómo llegar al estanque. Ella estaba segura de que sí, y además Ah Gu le había dicho que sabía a cuál se refería. Estaba situado en el templo dedicado a los ancestros de una familia muy influyente que disfrutaba de los lotos que crecían en él en verano.
—¡Este Ah Gu ya lleva fuera tres horas! —exclamó Fabio.
Eligió la sotana ligeramente más nueva entre las dos que tenía y se lavó la cara frotándose con una toalla húmeda. Iba a salir a buscar a Ah Gu. Si se había metido en algún problema con los japoneses, tenía la esperanza de que el ir vestido como sacerdote le ayudaría a que lo trataran con respeto. Debía encontrarlo. Si no, se quedarían sin nadie para cargar agua. George no serviría, porque todos los hombres de su edad eran hechos prisioneros y ejecutados o decapitados. Según el relato de los dos últimos periodistas estadounidenses que abandonaron Nanjing, los soldados japoneses exponían las cabezas de los chinos alineadas como trofeos y las fotografiaban para mostrarlas con orgullo en su país.
Siguió las indicaciones de Zhao Yumo y se dirigió hacia el norte por la callejuela frente a la puerta principal. Dobló en el segundo callejón y lo recorrió hasta el final. Comparado con la última vez que había pasado por allí, el paisaje era diferente: había más paredes ennegrecidas y algunos edificios habían desaparecido. Siete u ocho perros pasaron corriendo a toda velocidad junto a él. En los últimos días los perros se habían cebado y mostraban un pelo brillante. Cada vez que se topaba con un grupo concentrado en algún lugar, Fabio apartaba la mirada. Con toda seguridad estaban despedazando un cadáver.
Llevaba en la mano derecha un cubo metálico preparado para golpearlos con él en caso necesario. Si aquellos animales asilvestrados por comer cuerpos muertos cambiaban de golpe su naturaleza canina y les daba por comerse también a los vivos, el cubo le ayudaría a protegerse. Al salir del callejón se encontró con un viejo muro de ladrillos ennegrecidos que se había desplomado por el fuego. Tras él, los rayos del sol del amanecer se reflejaban sobre la superficie de un estanque. No había rastro de Ah Gu, ni vivo ni muerto. Quizás había tenido un golpe de suerte y había decidido dejar atrás al anciano padre Engelmann y el ridículo salario que recibía. O posiblemente los japoneses lo habían reclutado como mano de obra para la tropa de enterramiento. El número de cadáveres no dejaba de aumentar día a día, por lo que necesitaban compensarlo aumentando también el número de hombres que se deshicieran de ellos.
Sobre el agua flotaban las hojas marchitas de los lotos. Aquélla era la escena más tranquila y placentera que había presenciado Fabio en muchos días. Arrojó el cubo al estanque, lo sacó lleno de agua y regresó por donde había venido. Era una cantidad insignificante teniendo en cuenta el número de personas que se alojaban en la iglesia, así que utilizaría el Ford del padre Engelmann para acarrear más en el siguiente viaje.
De vuelta en la iglesia desmontó la fila de asientos trasera del coche y lo llenó con todos los cubos, palanganas y ollas que pudo recolectar. Con el primer gran cargamento de agua, George preparó una gran cazuela de gachas, que repartió a tazón por persona junto con un platito de verduras encurtidas que olían a trapo viejo y sabían a podrido, pero que a todos les supieron a gloria.
Fabio contempló cómo mujeres y niñas se lavaban. Ninguna había podido hacerlo en días, pero ahora disponían de una taza de agua cada una y la utilizaron para lavarse en cuclillas junto a los desagües que había bajo los aleros. Empaparon primero sus pañuelos para limpiarse la cara y, con el agua que les quedó, se aclararon las gargantas y se lavaron los dientes.
Yumo mojó una de sus cintas del pelo y se frotó minuciosamente por detrás de las orejas y la nuca. Era tan poquita agua que le daba pena desperdiciarla empapando un pañuelo. Se desabrochó el botón de la tirilla del vestido y se pasó por la parte superior del pecho la cinta verde que acababa de hundir en la taza. Al levantar la vista descubrió que Fabio la miraba embobado y se le puso la piel de gallina. Una especie de sentimientos enfermizos crecían entre ella y Fabio, y se enroscaban y retorcían en su interior igual que una hiedra de raíces ocultas asomando por la hendidura de una piedra.
El frío era incluso mayor aquella noche. La nieve caía incesante envuelta en la oscuridad de una noche sin viento, igual que caían sin cesar los disparos allá afuera. El aire llegaba húmedo. Era el tipo de nieve que lo vuelve todo sucio al día siguiente.
Shujuan descendió del desván en busca de aire fresco y descubrió a varias compañeras delante de los respiraderos del sótano. Se trataba de Xu Xiaoyu, Sophie y una tercera llamada Anna Liu, que también era huérfana. Desde el día que Xiaoyu la había traicionado, Shujuan la evitaba y le daba la espalda a la hora de dormir. Aun así, a Xiaoyu no le faltaban buenas amigas y enseguida eligió a Anna para sustituirla.
Al principio, lo único que pudo ver a través de aquel orificio de ventilación alargado y plano que se hallaba a poco menos de un metro de altura del suelo fue a un hombre de hombros anchos y cintura estrecha que se encontraba de espaldas. Aunque el jersey de lana que le había dejado Fabio le quedaba largo y holgado, se le ceñía completamente en los hombros y el cuello. Se pusiera lo que se pusiera, cualquier vestimenta adquiría sobre él la apariencia de uniforme militar. Shujuan sabía que se trataba del comandante Dai Tao. Había escuchado su conversación con el padre Engelmann en la que le contó las victorias y derrotas sufridas en la lucha de resistencia contra los japoneses en Shanghai y cómo habían estado a punto de hacerlos retroceder y arrojarlos al río Huangpu. Al militar se le hacía mala sangre cuando pensaba en cómo se había entregado Shanghai y abandonado Nanjing, no le cabía en la cabeza. Si el plan para una rendición a gran escala que decían haber trazado los altos mandos del Ejército Nacionalista hubiera sido por el bien de la población y para conservar las fuerzas militares restantes, entonces habrían pedido la intermediación del Comité de Seguridad Internacional para lograr un alto el fuego de tres días entre los ejércitos chino y japonés. Habrían facilitado así que las tropas chinas se hubiesen replegado sanas y salvas de Nanjing y habrían logrado un acuerdo para la entrega pacífica de la ciudad a los japoneses. Pero ¿por qué Chiang Kaishek se había negado? El resultado fue que la moral de los soldados decayó ante la imposibilidad de seguir defendiéndose a muerte y ante una orden de retirada para la que tampoco estaban preparados.