Las flores de la guerra (15 page)

—Pues yo sí que no me entero y Doukou seguro que tampoco. Me apuesto algo a que si la insultas así es capaz de ponerse a tocar la
pipa
para ti —dijo Nanni.

—¡La tocará tu madre! —le dijo Doukou.

—Si vierais con vuestros propios ojos cómo está Nanjing en estos momentos, cómo su población va disminuyendo a cada minuto, a cada segundo, no os comportaríais con tanta desvergüenza.

En cuanto lo dijo, Fabio se dio la vuelta y subió la escalera. El comandante Dai carraspeó.

Al salir de la cocina le hizo un gesto sin mediar palabra a Shujuan para que regresara inmediatamente al desván.

Capítulo 10

Fabio descubrió dónde había ido a parar Ah Gu la tercera vez que fue al estanque, cuando salió a la superficie el cadáver atrapado en el fango. Con el estómago revuelto, trató de imaginar qué habría sucedido. Ah Gu había llegado al lugar acarreando con una pértiga al hombro dos cubos. En ese momento debió de toparse con los japoneses que le reclamaron los baldes, pero el chico no entendió lo que le gritaban. Al ver que estaban perdiendo el tiempo esperando a que los comprendiera, los soldados prefirieron sacar una pistola y acabar con él. Tras el primer tiro, Ah Gu debió de intentar la huida y, aturdido, corrió al estanque, donde lo alcanzó una segunda bala y acabó hundiéndose en el agua.

Hundido en el lodo hasta las rodillas, Fabio tiró de él para arrastrarlo hasta el borde y entonces se dio cuenta de que tenía espectadores: más de diez soldados japoneses habían aparecido quién sabe en qué momento a su espalda y más de diez pistolas le apuntaban. Sin embargo, en cuanto giró la cara, fueron bajándolas una a una. Gracias a su rostro caucásico, el trato que recibió fue muy diferente al de Ah Gu.

En lugar de cargado con agua, aquella vez Fabio regresó con el cuerpo de Ah Gu, que, habitualmente flaco y de piel oscura, se había hinchado y blanqueado. El padre Engelmann ofició un funeral sencillo y luego lo enterraron en el cementerio del patio trasero. Las estudiantes supieron entonces que el agua que habían estado bebiendo y con la que se habían lavado aquellos dos días era la misma en la que había permanecido Ah Gu hundido en silencio, la misma con la que George había preparado las gachas y la sopa...

Después de que George echase sobre la tumba la última palada de tierra y él y Fabio regresasen a la cocina, el padre Engelmann se quedó en el camposanto. Se arrodilló junto a la fosa de Ah Gu y sus rodillas crujieron como el carbón al resquebrajarse. Varios días sin comer nada sólido habían trastocado su movilidad física. Se acostumbró a levantarse muy despacio para permitir que el flujo de sangre tuviera tiempo suficiente de llegarle al cerebro y evitar así desmayarse. Había comenzado a reducir sus movimientos de manera que tan sólo realizaba los estrictamente necesarios, ni uno más, para no derrochar calorías.

Ahora pasaba cada noche en la pequeña sala de lectura de la segunda planta. Se hallaba junto a la biblioteca, donde se guardaban las obras recopiladas por siete párrocos y algunos volúmenes adquiridos a un precio muy bajo en los bazares benéficos. Los diplomáticos extranjeros solían organizar aquel tipo de ferias cuando cambiaban de destino para vender por muy poco dinero todos los objetos o libros que consideraban que no merecía la pena sacar por barco de China, o bien los donaban directamente. Al fin y al cabo, no suponía una gran diferencia venderlos o donarlos. En los últimos cien años, la biblioteca de la iglesia se había deshecho de lo que no interesaba para quedarse con lo esencial, lo había clasificado por categorías y había creado una colección muy variada y completa.

Pese a la gran cantidad de gente alojada en la parroquia, el padre Engelmann se sentía solo. Ni siquiera podía hablar con Fabio, aun cuando se conocían desde hacía años. No sabía muy bien por qué, pero siempre que se buscaban para conversar nunca coincidía bien: cuando era Fabio el que acudía a él, casualmente estaba disfrutando de un momento de soledad y, cuando buscaba de nuevo compañía y entonces era él quien acudía a Fabio, o bien éste se limitaba a escucharlo casi con desgana y por obligación, o bien no había ni rastro suyo. El padre Engelmann llegó a la triste conclusión de que todas las personas parecían comportarse igual que ellos dos: no podían separarse el uno del otro pero tampoco eran capaces de estar juntos. Cuando A necesita a B, justo en ese momento B se encuentra muy bien a solas consigo mismo y lo que menos desea es que lo molesten; y cuando B necesita la compañía, el consuelo o la opinión de A, su necesidad le resulta a A una verdadera carga. Una compañía inoportuna puede ser irritante, por lo que, para asegurarnos de no ser importunados, optamos por evitar la presencia de los demás. Las personas no buscan a otras porque se encuentren bien juntas, sino porque no pueden prescindir de ellas. Se resignan a hacer compañía a otras porque no les queda más remedio y soportan lo que con frecuencia se convierte en una presencia indeseada e innecesaria.

Ahora le tocaba a él aguantar a las mujeres y los militares del sótano, una compañía tan molesta como peligrosa.

Al día siguiente de que el miembro de la tropa de enterramiento dejara en la iglesia a los dos soldados chinos heridos, el padre Engelmann visitó la Zona de Seguridad. Allí acudían también varias veces al día los soldados japoneses para registrarla de arriba abajo y llevarse a cualquier muchacho que fuera tomado por un soldado chino escondido. Los dirigentes de la Zona trataban por todos los medios de rescatarlos, pero en vano cada vez. Si alguno de los jóvenes ofrecía la menor resistencia, era ejecutado allí mismo. En consecuencia, el padre Engelmann se tuvo que quedar con las ganas de pedirles que acogieran a los soldados heridos. En lugar de esto, se dirigió discretamente al doctor Robinson, que en ese momento atendía a una larguísima fila de personas enfermas, lo apartó a un lado y le preguntó si podría disponer de una hora para operar a alguien en la iglesia.

—¿Qué tipo de operación?

—Una herida de bayoneta en el abdomen.

Nada más oír la respuesta del padre Engelmann, el doctor Robinson se apresuró a preguntarle preocupado:

—¿No se tratará de un prisionero de guerra chino?

—¿Cómo lo sabe?

—Alguna escoria de la tropa de enterramiento reveló a los japoneses que otros compañeros habían auxiliado a unos prisioneros.

Debido a ello, los japoneses habían sepultado vivos al amanecer a un buen número de enterradores y desde entonces hacían guardia durante las labores de enterramiento de los cadáveres de los prisioneros. El doctor Robinson le aconsejó que, si de verdad se trataba de los soldados chinos que habían escapado del campo de ejecución, se los llevara inmediatamente de la iglesia.

El comandante Dai vio al padre Engelmann arrodillado en el cementerio del patio trasero. Éste era el lugar que mejor conocía de toda la parroquia. Era allí donde había aterrizado cuando saltó los muros de la iglesia. Cogió una rama de ciprés y barrió con ella una lápida de cemento de un occidental. No sabía qué le había llevado hasta allí. Era la misma sensación de andar sin rumbo con la que había actuado los últimos días. Cada vez le resultaba más insoportable jugar a las cartas y a los dados con las prostitutas. Pasarse todo el día con mujeres era algo que volvía loco a cualquiera, y más si se trataba de mujeres como aquéllas, que podían estar horas discutiendo por una nimiedad. Como militar le resultaban más reconfortantes las batallas de los días anteriores que pasarse todo el tiempo jugueteando con unas mujeres acicaladas con colorete. Sólo una de ellas conseguía hacerle olvidar sus penas, y era Zhao Yumo.

Pensó que quizás sí tenía un motivo para haber ido al cementerio: si recuperaba las armas que había entregado al padre Engelmann, podría abandonar aquella prisión.

El sacerdote le había visto y se acercaba a él.

—Buenas tardes, comandante. Aquí no está enterrado lo que busca.

—No he tratado de desenterrar nada —le dijo el comandante soltando la rama.

—Ya veo que no está desenterrando nada —continuó con una sonrisa burlona—. Debería saber que los vivos no debemos aprovecharnos de estos pocos muertos respetables escondiendo junto a ellos cosas que perturben su descanso eterno.

Era verdaderamente curioso que aunque el chino que hablaba el padre Engelmann tendría que rayar la perfección, seguía sonando, sin embargo, como un idioma extranjero. Aquella manera de expresarse que sonaba tan extravagante se debía a que utilizaba palabras chinas para reflejar un sistema de pensamiento perteneciente a otra cultura.

El comandante Dai se puso de pie y el dolor en sus costillas izquierdas le hizo contraer el gesto. El sacerdote lo miró con preocupación.

—¿Le duele la herida?

—No mucho.

El padre Engelmann recorrió la vista sobre el cementerio con la misma mirada orgullosa con la que un señor contemplaría su feudo. A continuación le presentó al comandante a cada uno de los siete curas que estaban enterrados allí, declamando breves alabanzas como si de una ceremonia de recepción se tratara. El oficial no tuvo más remedio que postergar su petición y aparentar interés y paciencia mientras el sacerdote continuaba hablando.

—¿No cree que estos occidentales fueron estúpidos por recorrer medio mundo para acabar enterrados aquí? —le preguntó el padre Engelmann.

¡Como si el comandante tuviera el humor y el tiempo de pararse a pensar en ello!

—La última vez que charlamos mencionó que el general alemán Falkenhausen fue consejero militar de su ejército, ¿no es así? Pues bien, he estado reflexionando sobre él —lo dijo y se rió fugazmente ante la ocurrencia que se le cruzó por la cabeza—. La música es una obra espiritual, y la filosofía y la ciencia se construyen sobre una base racional; y Alemania, de hecho, es rica en estos tres tipos de personas: músicos, filósofos y científicos. Son capaces también de racionalizar la economía y los asuntos militares hasta convertirlos en temas filosóficos. Por lo tanto, considero que el general Falkenhausen no es en realidad un buen estratega militar sino un buen filósofo militar. Quizás lo que digo suena demasiado arbitrario...

—Padre —dijo el comandante. El padre Engelmann pensó que iba a añadir algo pero enseguida se dio cuenta de que el oficial no había prestado atención a aquella reflexión que le hubiera gustado discutir con él. En realidad, había sido un soliloquio. Permaneció en silencio esperando, aunque intuía de lo que le iba a hablar—. Quiero marcharme.

—¿Adónde?

—Por favor, devuélvame las armas.

—No podrá ir muy lejos. Los soldados japoneses están por todas partes. En estos momentos hay en Nanjing trescientos mil. Si se lleva las armas, le resultará todavía más difícil escapar.

—No puedo quedarme aquí más tiempo.

El comandante no dijo lo que en realidad quería decir: aun sin haber muerto, comenzaba a pudrirse y a cubrirse de moho en aquel almacén subterráneo. Lo primero que se le estaba descomponiendo era el alma.

—¿Dónde está tu hogar? —le preguntó el padre Engelmann.

El comandante lo miró con extrañeza.

—En Hebei —contestó.

Su padre era un militar que se había forjado en el fragor de las batallas. Tenía más de una docena de cicatrices en el cuerpo e incontables puntos de sutura. Casi analfabeto, sólo había tenido una manera de ascender: no temiendo a la muerte. El comandante Dai y su hermano mayor se habían graduado en la escuela militar y sus dos hermanas pequeñas se habían casado con militares. Se trataba, pues, de un linaje de leales servidores de la patria. No tenía ganas, sin embargo, de extenderse mucho en su respuesta.

Parecía como si el padre Engelmann hubiera percibido el espíritu heroico que corría por sus venas, porque continuó con el tema:

—Me doy cuenta de que usted no es igual que el resto. La mayoría de los militares chinos que conozco me parecen despreciables porque lo único que desean del ejército es ascender, enriquecerse y tomar a mujeres por la fuerza.

—¿Puede devolverme las armas?

—Ahora hablamos sobre ello, ¿de acuerdo? ¿Tiene familia?

—Ajá.

Su respuesta no podía ser menos extensa.

—¿Hijos?

—Uno.

Al mencionar a su hijo, el corazón se le encogió de dolor. Había cumplido cinco años y le aguardaba una larga vida por delante. ¿Tendría a su lado a su padre para acompañarlo?

El sacerdote se fijó en una mancha blanquecina que le había salido al militar en un extremo de la boca. Seguro que se trataba de un afta. Los chinos la atribuían a un exceso de fuego en el corazón. Los estadounidenses, a un debilitamiento del sistema inmunitario por falta de vitaminas y a una consiguiente infección vírica. En aquel momento, ambos diagnósticos parecían acertar con el comandante. Tenía la boca ligeramente torcida y la comisura del afta no estaba a la misma altura que la otra. De no ser por eso, su cara de piel ligeramente oscura y de facciones angulosas tendría un aspecto aún más marcial y atractivo. Los hombres con un rostro como aquél se podían dedicar a escribir manuales de guerra si se inclinaban por las letras o a dirigir las tropas en la guerra si optaban por las armas. Pero el padre Engelmann no lograba imaginar qué papel le tocaría representar a un hombre como aquél si la humanidad llegase a vivir en un estado de paz permanente.

—Yo tenía sólo diez años cuando murió mi madre —le dijo el padre Engelmann. La emoción con la que le habló de repente atrajo la atención del comandante—. Y dieciséis cuando falleció mi padre.

—¿Fue tras su muerte cuando se convirtió al catolicismo?

—Tanto mi padre como mi madre eran católicos. Comencé a estudiar teología a los veinte. En aquel entonces estaba atravesando una profunda depresión.

—¿Por qué?

—¡Quién sabe! Pero ocurrió.

De hecho, no estaba diciendo la verdad. Aquella depresión se la había producido un desengaño amoroso. Había estado enamorado en secreto desde la infancia hasta su juventud pensando que era un amor recíproco, pero finalmente descubrió que se trataba de un sentimiento no correspondido.

—Cuando me encontraba sumido en la enfermedad sin esperanzas de curación, conocí por casualidad a un vagabundo anciano que había contraído difteria y estaba al borde de la muerte. Por aquel entonces yo vivía con mi hermano mayor. Llevé al anciano a escondidas al establo de nuestra granja y lo oculté entre el forraje. Como mi hermano no se encargaba de los animales de carga, nadie más que yo entraba allí. Le compré medicinas y acudía cada día a cuidarlo y llevarle comida. Así, aquel moribundo fue recuperándose muy lentamente. Cada pequeña mejoría suya me proporcionaba una gran sensación de plenitud, mayor que la que pudiera ofrecerme cualquier otra cosa. Pasó el invierno y el anciano se curó por completo. No dejaba de agradecerme que le hubiera salvado la vida, pero, de hecho, fue él quien me la salvó a mí. Todo el tiempo que había dedicado a cuidarle había acabado curándome a mí. Aquel invierno salí de una depresión que parecía incurable. El prestar auxilio a quien lo necesitaba me aportó una gran felicidad.

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