Read Las flores de la guerra Online
Authors: Geling Yan
—... de verdad que no puedo. Si te los doy, el padre Engelmann me echará.
—Cuece sólo unas patatas, no tiene por qué enterarse —dijo la mujer.
—Si el padre me echa, tendré que mendigar de nuevo.
—Si te echa, yo te cuidaré.
Shujuan reconoció la voz de Hongling.
—Cuece cinco, ¿vale?
—No.
—Tres.
—... ¡Ay! Me vas a hacer agujeros en la boca con tus pellizcos.
—¿Por los pellizcos? Pues verás mis mordiscos.
Las voces de aquellas dos personas se convirtieron en gruñidos de animales. Shujuan se asustó tanto que volvió sobre sus pasos. Como aquellas mujeres repugnantes no podían vender por dinero su carne apestosa, se conformaban con ofrecerla a cambio de unas patatas para comer. Retrocedió unos ocho pasos hasta encontrarse justo entre los dos respiraderos que daban al sótano. Oyó que alguien lloraba. Se sentó con las piernas cruzadas y se puso a espiar.
No era una sola persona la que lloraba. Se trataba de Nanni y otras dos mujeres. Era el típico llanto de la gente cuando se emborrachaba, con cara de tonta y un lloriqueo igual de idiota. Zhao Yumo también estaba borracha y, con un tazón de vino en la mano, trataba de consolar a las otras tres. Así se encargaban de malgastar ellas el poco vino que quedaba en el almacén.
—... he visto a los soldados japoneses —decía Nanni—, ¡son unas bestias! Te abren de piernas y te follan hasta que te mueres.
—¿Cómo los vas a haber visto? De haber mirado, sólo les habrías visto las botas —dijo Yumo.
—¡Sí que los he visto!
—Bueno, vale, los has visto, los has visto.
—Quiero salir de aquí, quiero irme, no quiero quedarme esperando en esta ratonera a que vengan a abrirme a mí de piernas —decía Nanni con cara cada vez más de boba.
En ese momento oyó la voz de Li Quanyou, pero no podía ver el lugar del que provenía:
—¿Para qué coño le limpias la herida? No sirve de nada.
Shujuan cambió rápidamente de respiradero y vio a Doukou de rodillas junto a Wang Pusheng. El muchacho estaba desnudo de cintura para arriba y sobre el pecho le habían puesto una chaqueta de mujer. La parte del rostro que le quedaba al descubierto era diferente de la última vez que lo había visto: sus ojos, su nariz y su boca apenas se distinguían a causa de una hinchazón que no presagiaba nada bueno.
—¿Qué dice? —le preguntó Li Quanyou a Doukou.
—Que le duele.
—Está todo podrido, ¿para qué le haces la cura? Déjale que aguante el dolor.
Doukou se puso en pie y le quitó a Li Quanyou el tazón que tenía en la mano. Le dio un trago, se volvió a arrodillar junto a Wang Pusheng y pasó el vino de su boca a la del muchacho.
—El vino le aliviará —dijo ella, y a continuación repitió la operación sorbo a sorbo. Los demás permanecieron en silencio, como si estuvieran aguantando el dolor por él.
Su ángulo de visión le permitía a Shujuan percibir un ligero forcejeo de la parte superior del cuerpo del muchacho, como si quisiera resistirse a aquel vino extranjero al que no estaba acostumbrado o bien quisiera evitar los labios de Doukou. A pesar de encontrarse al borde de la muerte no había perdido su timidez.
Cuando acabó de limpiarle la herida, Doukou tomó la
pipa
, a la que únicamente le quedaba una cuerda, justo la más gruesa, la que tenía un tono grave y prolongado. A la vez que punteaba, tarareó una melodía.
—¿Te gusta? —le preguntó a Wang Pusheng.
—Sí.
—¿De verdad que te gusta?
—Mmm.
—A partir de ahora tocaré para ti cada día.
—Gracias.
—No me des las gracias, cásate conmigo.
Esa vez nadie lo tomó como una nueva majadería suya de la que reírse.
—Regresaremos juntos a tu casa y trabajaremos las tierras —continuó Doukou como si fuera una niña jugando a mamás y papás.
—No tengo tierras —rió Wang Pusheng.
—¿Y qué tienes entonces?
—No tengo nada —contestó el muchacho tras una pausa.
—Pues entonces —dijo Doukou tras unos instantes en silencio— tocaré la
pipa
cada día para ti, y mientras, tú cogerás un bastón y te irás a mendigar para conseguir comida para tu madre.
Se sentía feliz sólo con imaginarlo.
—No tengo madre.
Doukou no fue capaz de reaccionar durante unos segundos. Luego lo abrazó y los demás se dieron cuenta de que sacudía los hombros. Era la primera vez que lloraba igual que una muchacha adulta.
El lloriqueo tonto de Nanni se detuvo y se convirtió en un llanto silencioso que acompañó al de Doukou y que contagió a las mujeres que la rodeaban.
Cuando se calmó, Doukou agarró la
pipa
y la lanzó lejos.
—Es todo culpa suya. Ha hecho llorar a todo el mundo. El sonido de esta cuerda es más desagradable que rasgar hilos de algodón.
En ese momento Shujuan fue consciente de que la irrupción de los japoneses había trastocado a aquellas mujeres. Se habían dado cuenta de que ningún lugar era seguro, que no había ningún área prohibida para el ejército de ocupación. Habían creído que su escondite era un rinconcito que había pasado inadvertido por fortuna para la guerra, aunque nadie podía asegurar por cuánto tiempo. Sin embargo, la aparición aquella noche de los japoneses suponía que alguien se iba a encargar de remediar aquel descuido en cualquier momento. Los trescientos mil soldados japoneses que habían invadido la ciudad al completo no tardaron en infiltrarse en cada callejón, en cada puerta, en cada rinconcito.
Cuando se retiró del respiradero, Shujuan advirtió que también ella tenía lágrimas en los ojos. Nunca hubiera imaginado que las mujeres del sótano la conmoverían hasta hacerla llorar.
Quizá se sentía triste a causa del muchacho moribundo. O quizás había sido la niñería de Doukou al «pedirle matrimonio» lo que le provocó aquella pena. Incluso podía deberse a la melodía que había salido de la cuerda de la
pipa
. Era
La recogida de las hojas del té
, muy popular al sur del Yangtsé. Ahora que aquella región había caído, lo único que les quedaba de allí era
La recogida de las hojas del té
tocada con una sola cuerda.
Cuando se despertaron aquella mañana, las mujeres del sótano descubrieron que faltaba Doukou. George explicó que cuando se levantó para poner a hervir el agua antes del amanecer, la vio dando tumbos borracha por el patio. Al ver a George, le había pedido que la ayudara a conseguir tres cuerdas para la
pipa
, porque sólo con una sonaba muy mal. Él trató de convencerla de que esperara a que amaneciera y entonces la ayudaría.
—No pienso esperar tanto. Para entonces Wang Pusheng se habrá ido y no podrá oírme tocar.
George trató de persuadirla nuevamente diciéndole que no conocía el camino.
—¿No sabes llegar al río Qinhuai? Yo te indico. Las cuerdas están en un cajón de mi tocador.
—Todavía tengo mucho sueño. Espera a que duerma un poco y te acompaño.
—Wang Pusheng no puede esperar.
Luego se marchó sin que George se fijara hacia dónde.
La ausencia de Doukou los inquietó a todos. Cuando llegada la noche aún no había regresado, el padre Engelmann y Fabio subieron al desván para hablar con las niñas. Debido a su altura, se movían con dificultad en aquel espacio, encorvados como si estuvieran a punto de ponerse a rezar. Las niñas se hicieron señas entre ellas tratando de averiguar qué les pasaba a aquellos dos curas que se habían presentado con la cara más rígida que una estatua de escayola.
Fabio fue el primero en hablar. Les contó que Doukou había desaparecido. El padre Engelmann consideró que sólo aquello no era suficiente:
—No sirve de nada que tratemos de ocultároslo. Debemos asumir lo peor. Doukou ha debido de caer en manos de los japoneses y debe de haber sufrido quién sabe qué torturas... En el futuro todas serviréis como testigos —continuó el padre Engelmann mirándolas a todas—. Si una de vosotras falta, habrá otra para contarlo. Lo importante es que siempre haya alguien que pueda atestiguarlo.
Después de oír aquello, las niñas también parecían figuras de yeso. El que la desgracia hubiera caído sobre alguien cercano hacía que el peligro resultara más real y evidente. Algunas de las niñas recordaron el día que llegó Doukou y cómo se pelearon con ella porque quería un tazón de sopa. En realidad tenía que haber sufrido mucho, vendida varias veces como si fuera un animal durante sus quince años de vida. De haber tenido otra salida, ¿se habría resignado a aquella vida humillante? ¿Quién decía que las putas no tenían sentimientos? Se había entregado totalmente al cuidado de Wang Pusheng. Recordaron cómo le lavaba las vendas con sus manos enrojecidas llenas de sabañones y luego las tendía al sol. Y cómo había recogido a un gatito callejero recién nacido que había caído del alero del tejado y había buscado desesperada algo con que alimentarlo; cómo había llorado mientras lo enterraba bajo el nogal cuando murió. Las niñas sintieron de repente un gran cariño y una enorme tristeza por ella. Si hubiera sido cualquier otra de las prostitutas, no habría importado, pero ¿por qué le había tenido que tocar a Doukou?
—Recoged inmediatamente vuestras cosas. Os vais a trasladar al sótano —les dijo el padre Engelmann—. Durante el Incidente de Nanjing de 1927, Fabio, yo y otros profesores de teología estuvimos allí escondidos y no nos encontraron ninguna de las veces que las distintas tropas entraron a saquear la iglesia. Así que se puede decir que el sótano es mucho más seguro que este desván.
—¿Es adecuado? Esas mujeres se comportan y hablan con absoluta desvergüenza... —dijo Fabio cuestionando aquella decisión.
—Nada es más importante que su seguridad. Preparaos para el traslado, niñas.
Las dieciséis estudiantes se instalaron en el sótano maloliente antes de la cena. Los tres militares, a su vez, trasladaron su cuartel al taller de encuadernación. En caso de que los japoneses los encontraran, el padre Engelmann tendría que hacer uso de sus mejores artes para justificarlo y convencerles de que eran civiles heridos. El que lo creyeran o no quedaría únicamente en manos de Dios. Fue el comandante Dai quien le sugirió aquel plan, cuyo propósito estaba muy claro: los hombres, en un momento como aquél, no tenían más elección que proteger a las mujeres y a las niñas.
A la hora de la cena, mientras estaban tomando en el sótano una sopa con encurtidos, Fabio llamó a través del respiradero.
—Xiaoyu, sube, por favor.
El presagio de que algo bueno estaba a punto de suceder hizo que los ojos de la niña brillaran y parecieran aún más hermosos, y Shujuan se sintió por unos instantes encandilada de nuevo por quien había sido su mejor amiga. Las estudiantes se arremolinaron frente a los respiraderos y vieron los delicados pies de Xiaoyu caminar hasta un par de lustrosos zapatos de piel de hombre al tiempo que la niña daba un grito de alegría entre sollozos:
—¡Papá!
Más tarde Shujuan supo que el padre de Xiaoyu había vendido un local comercial que tenía en Macao para poder volver a Nanjing a rescatar a su hija. A su regreso descubrió que el dinero ya no tenía valor en esta ciudad porque a los japoneses no les hacía falta para conseguir todo lo que querían. Era, sin embargo, un experimentado hombre de negocios y estableció algunos tratos con ellos para venderles antigüedades, joyas y obras de caligrafía y pintura. Les vendió también parte de su integridad y su conciencia para conseguir un salvoconducto que le permitiera acceder a cualquier lugar sin problemas y salir de Nanjing con su hija. Entrar en Nanjing era tan difícil como subir al cielo, pero salir era casi tan imposible como atravesar el cielo y seguir subiendo.
La escena del reencuentro entre padre e hija no fue una excepción y resultó igual de conmovedora que cualquier otra en la que dos personas que habían tenido que separarse a causa de la guerra volvían a reunirse.
Xiaoyu se puso en cuclillas lo más agachada que pudo y se dirigió a las caras apiñadas contra los respiraderos que presenciaban su reencuentro:
—¡Mi padre ha venido a buscarme!
Sus palabras sonaron como si hubiese dicho: «¡Un ejército invencible ha venido a liberarme!».
Todas la envidiaban en ese momento hasta el punto de odiarla, por lo que ninguna respondió a su entusiasmo. Incluso Anna, a la que había prometido que se la llevaría con ella, tenía una expresión seria y no dijo una sola palabra. ¿Cómo alguien tan afortunado y feliz iba a recordar su promesa? Mejor no hacerse ilusiones.
Xiaoyu se puso de pie y las niñas le escucharon decir:
—Papá, quiero que venga una compañera con nosotros.
—Eso es imposible —le contestó él con rudeza.
—Tiene que venir.
Su padre dudó unos instantes. Durante veinte segundos, las estudiantes contuvieron la respiración.
—De acuerdo, ¿a cuál quieres llevarte?
Cuando Xiaoyu descendió por el acceso de la cocina, las estudiantes seguían sin atreverse a abrir la boca. Aquella niña tenía en sus manos el poder de otorgar la vida o la muerte. Las prostitutas, al otro lado de la cortina, permanecieron también calladas, expectantes por conocer en quién recaería aquella suerte.
Xiaoyu miró una a una a sus compañeras. La expresión de la mayoría de las caras reflejaba su ansia por ser elegidas. Estaban dispuestas a convertirse en sirvientas de la familia Xu si hacía falta.
—Anna Liu.
Como si sintiera que no merecía aquel honor, Anna se puso toda colorada, se levantó muy despacio y caminó hasta Xiaoyu.
Xiaoyu miró las caras de las que se quedaban, cada vez más ansiosas y expectantes. Shujuan continuaba sentada en su sitio con la vista fija en el respiradero. Estaba profundamente arrepentida de no haberse rebajado ante Xiaoyu, pero ahora ya era demasiado tarde. Adoptó un aire de indiferencia, fingiendo que no le importaba si vivía o moría en aquel lugar, como diciendo: «Tú, Xiaoyu, sigue tu vida y no te preocupes por lo que me pueda pasar a mí».
—Xiaoyu, ¿no me habías dicho que también le pedirías a tu padre que me llevara a mí? —dijo Sophie con un susurro que recordaba al zumbido de un mosquito.
Shujuan quiso lanzarle una mirada furiosa —¿así que se había vendido para obtener su recompensa?—, pero no lo hizo al darse cuenta de que Xiaoyu la estaba mirando. La expresión de sus ojos era benevolente, aunque era la benevolencia de quien se sabía en una situación ventajosa. Sólo con que Shujuan abriera la boca, aunque sólo fuera para decir «Xiaoyu», se quedaría satisfecha, podría olvidar todas las rencillas pasadas y reconciliarse con ella. Al fin y al cabo, su posición social, su conducta y su rendimiento en la escuela estaban a la altura de merecer una amistad con Xiaoyu de por vida.