Read Las flores de la guerra Online
Authors: Geling Yan
Shitiao le preguntó si le haría el honor de acompañarlo a beber una taza de café. Ella lo miró y fingió cierta timidez antes de levantarse. Permaneció de pie con mucho estilo esperando a que él le pusiera el abrigo sobre los hombros, como hacían las mujeres que conocían las normas de etiqueta extranjeras. Shitiao escuchó los silbidos y los gritos de admiración de sus amigos. Era el clamor de sus celos.
—¿Puedo preguntarle su nombre? —dijo él.
—Me llamo Zhao Yumo. ¿Y usted?
Zhang Shitiao le dijo su nombre al tiempo que admiraba la naturalidad y la seguridad con la que se comportaba ella. Mientras tomaban el café, le preguntó qué estaba leyendo y ella le describió lo que acababa de leer en la revista como si dominara todos sus contenidos.
Actualidad
trataba sobre temas candentes de política, economía, tendencias, salud, así como de la vida y los últimos escándalos de las estrellas de cine. La atracción que comenzó a sentir por ella no se redujo a su aspecto refinado. Las esporádicas miradas que caían rápidamente sobre él le deslumbraban y le provocaron un leve sudor por todo el cuerpo. A cada una de ellas, la garganta se le paralizaba y el corazón le latía con fuerza. Las mujeres de su círculo familiar nunca daban rienda suelta a sus dotes femeninas de seducción y despreciaban, además, a las que lo hacían. De acuerdo a la tradición, el entorno cotidiano de los hombres se reducía a mujeres como sus esposas o sus madres, aunque éstos pensaran para sus adentros que así sus corazones y sus cuerpos se perdían algo importante. Los hombres que ya tenían cierta experiencia de la vida sabían que por muy femeninas y seductoras que fueran las mujeres, su deseo de placer carnal moría en cuanto se casaban. Era un sueño irrealizable que las virtudes de una mujer disoluta se fusionaran con el cuerpo de una mujer de buena familia; pero, por el contrario, sí era posible que el cuerpo de una prostituta se revistiera del aspecto de una dama refinada para presentarse ante el mundo mientras en la intimidad se comportaba como lo que era en realidad. Zhao Yumo era un ejemplo.
Yumo era una mujer de grandes aspiraciones y recursos, capaz de adaptar su comportamiento y conversación a cualquier tipo de situación y persona. Desde pequeña sintió que el destino la había hecho nacer en el lugar equivocado, que en realidad tenía que haber sido la hija amada de una familia rica e influyente. ¿Acaso era menos que cualquier señorita de buena cuna? Ella también había leído los Cuatro Libros y los Cinco Clásicos
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y estaba versada en música, ajedrez, caligrafía y pintura. Sus padres eran personas con estudios que habían gozado de cierta posición, sólo que habían sido unos despilfarradores. Cuando tenía diez años su padre la entregó como prenda a su primo para pagar una deuda de juego. Al morir éste, su esposa la vendió a un barco-burdel. A los catorce años era una de las sensaciones del río Qinhuai. En los juegos con los que se divertían haciendo beber a quien perdía, ella siempre salía airosa recitando versos de poemas antiguos, y siempre con su cita exacta. Cuando a los veinticuatro años se encontró con Shitiao preparó su estrategia: no le contaría la verdad hasta que él se sintiera tan loco por ella que estuviera dispuesto a olvidarse de su propia familia. Una prostituta de su edad, consciente de que ya no le quedaban muchas más copas para brindar como acompañante en banquetes y fiestas, debía pensar y prepararse para el futuro.
Él escucho por primera vez retazos de su historia cuando llegó el día en que se encontraron en la habitación de un hotel. Acababa de descubrir lo maravilloso que resultaba ser hombre y tenía la sensación de haber desperdiciado los treinta años anteriores de su vida. Acostada a su lado se hallaba la encarnación de su ideal: una prostituta por dentro y una dama por fuera. En ese instante aún desconocía que Zhao Yumo era una reputada meretriz profesional de pies a cabeza.
Yumo falseó gran parte de su relato. Le dijo que no había mantenido relaciones sexuales con un hombre hasta los diecinueve años, que sólo se había dedicado a acompañarlos a beber y bailar, hasta que apareció uno que la conquistó y luego la engañó: le había prometido que se casaría con ella y por eso se había entregado a él. Sin embargo, unos años más tarde aquel amante traidor desapareció sin dejar rastro. Yumo se había quitado el anillo de compromiso de diamantes y había caído tan enferma a causa de aquel desamor que había estado a punto de morir. Acurrucada contra el pecho de Shitiao, lloró mientras le narraba tan triste historia. Incluso el hombre más insensible se habría sentido conmovido en aquel momento; más aún él, que tenía un corazón más blando que un pastelito de arroz glutinoso y aspiraba a salvar el mundo. Shitiao no sólo no sintió rechazo por la confesión de Yumo sino que le juró amor eterno: él jamás sería un segundo amante traidor en su vida.
La verdadera historia de Zhao Yumo la descubriría Shitiao por boca de su propia esposa. Un día encontró en el bolsillo de uno de los trajes de estilo occidental de su marido la tarjeta del director de un hotel y desde entonces no dejó de darle vueltas a por qué habría ido allí Shitiao. Si algo había en casa eran habitaciones, así que no podía tratarse de nada bueno. Marcó aquel teléfono y preguntó sin preámbulos:
—¿Está el señor Zhang Shitiao?
Cuando el director la saludó como «señorita Zhao», reaccionó rápidamente y se hizo pasar por ella limitándose a responder «ajá».
—El señor Zhang me ha pedido que le diga que hoy llegará a las cuatro, una hora más tarde, que por favor le espere en la habitación.
La señora Zhang sólo necesitó medio día para enterarse de todo lo relativo a Zhao Yumo. Cuando le puso las cartas sobre la mesa a Shitiao, éste negó categóricamente que fuera una prostituta. Su mujer movilizó entonces a todos los compañeros de estudios de su marido para que lo convencieran de que la única Zhao Yumo de Nanjing era una reputada meretriz del Palacio de las Joyas de Jade del río Qinhuai. Sin embargo, era demasiado tarde: el plan y las artes amatorias de Yumo habían atrapado a Shitiao en sus redes. Él rebatió sus palabras explicándoles que era la mujer más hermosa y desgraciada del mundo y les recriminó que siendo personas cultas pudieran mostrar tantos prejuicios y animadversión contra ella.
Pero, de hecho, no fue difícil lograr que acabara regresando como un hijo pródigo. Para ello, su mujer tuvo que resignarse a las consecuencias amargas de todo aquello, admitir a su pesar la realidad, y dedicarse en cuerpo y alma al cuidado de sus mayores y de sus hijos. Shitiao había vivido seis años en Europa y la virtud de la que más alardeaba era la de ser una persona con principios éticos que jamás hacía daño a nadie, especialmente a los más débiles y, sobre todo, a los débiles que ya hubieran sufrido algún daño. Su mujer soportó aquella situación con paciencia y, a pesar de sentirse enferma —a veces de verdad y otras veces fingiendo—, a pesar de su mirada desesperada y sus incesantes suspiros, jamás le soltó un reproche, ni siquiera le preguntaba adónde iba cada noche. Aquella actitud consiguió que los sentimientos de Shitiao se inclinaran de nuevo hacia ella. En cambio, el que Yumo siempre estuviera dispuesta a discutir por pequeños detalles ya no le resultaba tan encantador, sino más bien una molestia. Cuando el gobierno entero tuvo que trasladarse a Chongqing a causa de la guerra, Shitiao le había prometido que le compraría al burdel su libertad y le entregaría un pasaje de barco para que lo siguiera en secreto. La víspera de la partida, le llegó una carta suya explicándole que había sido herido en un bombardeo aéreo y que tenía que aplazar su marcha a Chongqing. De momento, su mujer lo acompañaba a que se repusiera en Huizhou, un lugar en las montañas de donde procedía su familia. Junto con la carta le enviaba cincuenta monedas de plata y un lingote de oro, nada comparado con aquel amante traidor que había llegado a un anillo de diamantes. Este eminente director de un departamento del Ministerio de Educación, que creía firmemente en que todas las personas eran iguales por nacimiento, consideró que el valor de Yumo equivalía a un lingote de oro y cincuenta monedas de plata.
—¡Putas asquerosas!
El grito que llegó a través del respiradero sacó de golpe a Yumo de su ensimismamiento. Todos los ruidos del sótano cesaron al instante.
—¿Quién está ahí fuera? —preguntó Yumo.
—¡Putas apestosas!
Las mujeres se miraron entre sí. Era una de las estudiantes.
—Seas puta o no, ya se encargarán los japoneses de convertirte en una —gritó Yusheng, la prostituta de piel oscura.
—Creéis que sois diferentes de las putas, pero con los pantalones bajados somos todas iguales.
Ésa había sido Hongling. Luego fue Nanni quien habló:
—Por si no lo sabéis, a los japoneses les encanta hacerse con niñas vírgenes para que ejerzan de rameras.
—Los japoneses han ido a la Zona de Seguridad en busca de niñas vírgenes y se han llevado unas cuantas —se regodeó Hongling añadiendo más detalles.
Arriba, de pie entre dos de los respiraderos, con la espalda pegada a la pared de la cocina, Shujuan temblaba. Tenía los hombros cubiertos de nieve, pero eran las palabras de aquellas mujeres las que le producían escalofríos. ¿Sería verdad lo que había dicho Nanni? Seguro que no, se había inventado aquella historia de terror solamente para asustarla.
Entonces lo terrible no era sólo que te violaran, pensó Shujuan, sino que para aquellos violadores las mujeres eran todas iguales fueran de la clase que fueran, les daba lo mismo que fueran chicas decentes o no. Todas recibirían el mismo castigo. De repente su odio hacia aquellas prostitutas se hizo aún mayor: de lo que se estaban regodeando era precisamente de que violaran sin distinciones a mujeres decentes o a mujerzuelas.
Shujuan sopesaba la longitud de la pala cargada de carbón que aún mantenía entre las manos y sopesaba la manera de aumentar las posibilidades de que las brasas acertaran a su objetivo, cuando oyó una voz a su espalda.
—¿Qué estás haciendo ahí?
Las cenizas y la pala cayeron al suelo a la vez. Shujuan se volvió y se encontró con Fabio.
—¿Qué pretendes hacer? —le dijo al ver las cenizas y el parpadeo de las brasas.
Shujuan no respondió y simplemente se quedó de pie con la espalda pegada a la pared. Ni siquiera si un profesor la hubiera castigado habría tenido que mantenerse tan derecha. Fabio, desde su altura, no podía de ninguna manera ver lo que ocurría al otro lado de aquel «tutilimundi».
El ambiente en el sótano estaba cada vez más animado. Había quien tocaba las palmas y el ritmo de baile se había acelerado. Querían hacer enfadar así a quien las había insultado.
Fabio se dirigió a la puerta de la cocina. En cuanto se giró, Shujuan se agachó a mirar por el respiradero.
Zhao Yumo había cambiado de baile y había abandonado la expresión y la pose de hallarse en un lugar de encuentro de las clases altas. Bailaba ahora de una manera muy desenfadada. Se trataba de un
jitterbug
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y sus movimientos eran mucho más apropiados para una depravada como ella. Se arrimaba bailando a los hombres y les daba golpecitos con los hombros y las caderas con una familiaridad impropia. Cuando golpeó con su cadera al comandante Dai, éste, totalmente cautivado, sólo acertó a devolverle una carcajada. Sabía que la niña que la había llamado «puta asquerosa» seguía de espectadora y se agitaba ante ella para que viera que había quien se rendía a sus pies, todos los hombres se rendían a sus pies...
Shujuan vio cómo la fiesta se detuvo de repente en el interior del sótano y todos levantaban la cabeza hacia la puerta que comunicaba con la cocina. Sabía que se trataba de Fabio, que llamaba para que le abrieran.
Yumo se quedó quieta unos instantes y luego continuó bailando.
No se sabe quién le abrió la trampilla. En cuanto Fabio descendió al sótano, Yumo le dedicó una sonrisa.
—¡Silencio! —dijo el diácono en inglés.
Hongling no lo entendió y se dirigió a él:
—¡Fabio el de Yangzhou ha venido! Baile conmigo, verá qué pronto entra en calor.
Fabio no utilizó su habitual dialecto impoluto del norte del Yangtsé para dar aquella orden. En su lugar, habló en su inglés teñido del acento de esa zona para repetirla:
—Detengan todo esto, por favor.
Su rostro marchito y cansado no mostraba ninguna expresión. Parecía querer darles a entender que hasta demostrarles su aborrecimiento era elevarlas de categoría. Deseaba mantener una actitud noble y comportarse con la misma condescendencia con la que Dios trataría a alguien de la peor calaña.
Como era de esperar, el silencio y el rostro inexpresivo de Fabio consiguieron aplacarles. Yumo dejó de bailar, sacó un cigarrillo retorcido a causa de sus contoneos, lo encendió con una vela y aspiró una larga calada. El comandante Dai se acercó a ella y le cogió el cigarrillo para encender el suyo.
—Por favor, compórtense. Esto no es el Palacio de las Joyas de Jade ni la Corte de las Fragancias —dijo Fabio.
—Vaya, padre, conoce muy bien los rótulos de los burdeles del Qinhuai —dijo Nanni sin darse cuenta de lo poco oportuna que resultaba su locuacidad.
—¿Usted ha visitado nuestra casa, padre? —le preguntó Yusheng con un tono lascivo, aún más inoportuna.
Las mujeres se echaron a reír.
Fabio echó una mirada de soslayo a Yumo con la que quiso decirle que sabía desde hacía tiempo que su pose elegante y comedida era fingida. «Ahora ha salido a la luz tu verdadera naturaleza. Pues vale, no pretendas seguir disimulando conmigo ni trates de nuevo de arrojar tus redes depravadas sobre mí.»
—Discúlpenos, padre, es sólo que teníamos frío y hemos bebido un poco de vino y bailado para entrar en calor —dijo el comandante Dai recuperando la seriedad para justificarse a sí mismo y al resto.
Antes de salir del sótano, Fabio se volvió y les dijo:
—Que no se diga que, como afirma el poema, «las mujeres de vida alegre contemplan indiferentes la caída de su nación».
Los grandes ojos negros de Yumo volvieron a posarse sobre su rostro.
—«Al otro lado del río el harén prosigue con su canto» —añadió Hongling en dialecto de Yangzhou.
—Vaya, Hongling no es sólo una cara bonita —se burló otra de las prostitutas—, en su tripa no hay sólo cáscaras de trigo, ¡hay también poesía!
—Sólo sé esos dos versos —añadió Hongling entre risas—. Me sé los poemas en los que nos insultan, no vaya a ser que alguien los use para meterse conmigo y yo no me entere.