Read Las flores de la guerra Online
Authors: Geling Yan
—Yo también.
—Entonces ¿por qué no ha arriesgado su vida rechazando la propuesta?
—Siempre estamos a tiempo de jugárnosla y al menos hemos ganado una hora. Ahora, déjame solo.
Cuando Fabio se alejó del padre Engelmann, afuera estaba tan oscuro como si fuese medianoche. Se giró y vio al viejo sacerdote caminar hacia la figura de Cristo y arrodillarse lentamente frente a la cruz. Fabio aún desconocía que, durante su conversación con el oficial, una idea le había cruzado por la cabeza como un relámpago y ahora estaba tratando de recuperarla para observarla atentamente y analizarla con sensatez.
En el momento en que el padre Engelmann le explicaba al oficial chino que las niñas necesitaban peinarse, lavarse y vestirse para asistir a la velada, Shujuan y sus compañeras escuchaban atentamente con los ojos como platos. ¿Había perdido la cabeza el sacerdote? ¿No había sido él precisamente el que les había contado cómo había acabado Doukou? ¿Pensaba permitir que los japoneses hicieran lo mismo con ellas? La vaguedad de lo que pensaban que podía suceder sólo servía para acrecentar su miedo.
—¿De verdad que los japoneses nos traerán de vuelta? —preguntó una. En un momento como aquél, seguía sin enterarse de nada.
Ninguna de las niñas se molestó en responderle a aquella estudiante de un curso inferior a Shujuan. Provenía de la zona rural de Anqing, en la provincia de Anhui.
—¿Lo habéis escuchado? Habrá comida rica y flores —insistió aquella pequeña necia.
—Pues ve tú —dijo Sophie con toda la intención de que aquellas palabras aparentemente inofensivas sonaran como un insulto.
—Voy si tú vienes —replicó la niña de Anqing.
—Yo no voy ni aunque vayas tú —dijo Sophie subiendo el tono de voz. La niña de Anqing enmudeció—. ¡Pero tú ve! —le chilló encontrando en la otra una víctima contra la que descargar su ira y su desesperación—. ¡Los japoneses tienen cosas ricas para comer y beber, y también para dormir!
La niña de Anqing se lanzó a por Sophie y soltó un manotazo en medio de la oscuridad con la intención de alcanzarla no importara dónde. A la otra no sólo no le dolió sino que más bien le estaba agradecida por aquel ataque sorpresa que le permitió desplegar toda una variedad de efectos con puños, uñas, pies y el resto de su cuerpo a una para descargar su rabia. La niña de Anqing se echó a llorar y Sophie se unió inmediatamente con un llanto aún más lastimero, como si sus golpes le hicieran daño a ella. Las compañeras que acudieron a separarlas también se pusieron a llorar mientras tiraban de ellas.
—¡Puta apestosa! ¡Puta asquerosa! —gritaba Sophie al tiempo que soltaba puñetazos y patadas a diestro y siniestro. Tenía demasiada rabia para descargar, incluido su resentimiento contra Xiaoyu. Aquella niña caprichosa que cambiaba de opinión cada dos por tres había jugado cruelmente con sus sentimientos y, hasta en una situación de vida o muerte, se había divertido a su costa—. ¡Puta apestosa!
Sus insultos se alternaban con los sollozos y los golpes.
—¡Eh! ¿A quién insultas tú? —la cortina se levantó y apareció Hongling. Detrás de ella estaban Nanni y Yusheng—. Que las putas también somos personas —dijo Hongling como queriendo chincharla—, para ya con eso de que apestan y son asquerosas.
—Una niña tan educadita, ¿cómo puede decir algo tan barriobajero? ¿De quién lo has aprendido? —dijo Yusheng.
—¿No habrá sido de nosotras? —dijo Nanni—. ¿Cómo se os ocurre haber aprendido algo de mujeres como nosotras?
Las niñas fueron poco a poco dejando de pelear. En silencio, se secaron las lágrimas y se arreglaron la ropa y el pelo.
Sólo la niña de Anqing seguía llorando.
La cortina volvió a abrirse y por ella salió Zhao Yumo. Tenía sus largos y finos brazos colocados en jarras en una pose que imponía temor y respeto.
—¡Hay que jorobarse! —dijo Yumo al más puro estilo de barrio de Nanjing—. Por mucho que lloréis, ni vuestras mamás ni vuestros papás os van a oír, sólo los japoneses. Y vosotras —dijo señalando a Hongling y las otras—, menos cháchara.
A continuación apartó la cortina de un manotazo y regresó al lado de las mujeres.
Las niñas permanecieron en silencio desconcertadas. ¡El tono de Zhao Yumo les había sonado tan familiar y cotidiano! Era como el de una madre riñendo a sus hijos, o como el de las monjas que se ocupaban de vigilar las labores rutinarias en la escuela y hacían callar a las estudiantes charlatanas. Las niñas parecían necesitar en aquel momento palabras como aquéllas, dichas despreocupadamente, un poco ásperas pero como si no estuviera pasando nada serio.
Cuando el padre Engelmann se puso en pie frente a la cruz, sus pensamientos y su consciencia se nublaron de golpe. Se daba cuenta de que estaba al borde del colapso, consumido por el cansancio, el hambre y el desaliento. La energía que le quedaba apenas era suficiente para lo que tendría que decir y hacer a continuación. Era demasiado cruel. Debía sacrificar unas cuantas vidas para proteger otras tantas. Serían sacrificadas porque no eran lo bastante puras, porque eran vidas de segunda categoría, inferiores, que no merecían su protección, ni la de su iglesia, ni la de Dios. Se veía obligado a hacer esa elección, enviar al altar de los sacrificios aquellas vidas impuras de bajo rango para preservar otras más puras que merecían mucho más ser salvadas.
Pero ¿tenía derecho a hacer de Dios y elegir quién vivía y quién moría? ¿Podía actuar en su lugar y decidir quién era superior o inferior? Cruzó el patio y se encaminó hacia la cocina.
Comenzaría su «sentencia» con un «hijas mías», tal y como había hecho miles de veces cuando se dirigía a las estudiantes. ¿Acaso ellas no eran también hijas suyas? Lo más extraño era que lo sentía como un impulso, deseaba de verdad llamarlas «hijas», y no sentía que fuera a hacerlo de manera artificial o forzada. ¿Exactamente en qué momento había cambiado su parecer sobre ellas? De hecho, no había cambiado del todo, de lo contrario no las ofrecería como sacrificio. Seguía sin considerarlas dignas de respeto, pero ya no las detestaba.
Quería expresarles el dolor que le producía que no hubiera otra alternativa y que si los japoneses se iban a llevar a alguien, tenía que ser a ellas. Tan sólo sacrificándolas podía salvar a las niñas. Les diría: «Hijas mías, sacrificarse uno mismo en aras de otras personas lleva al alma al reino de la santidad. Mediante el sacrificio, os convertiréis en mujeres santas y puras».
Sin embargo, antes de atravesar la puerta de la cocina, tuvo la repentina sensación de que aquellas palabras sonaban ridículas, totalmente falsas, hasta el punto de hacerle sentirse avergonzado.
¿Y qué podría decir en su lugar?
Llegó incluso a desear que se resistieran, que se enfrentaran a él, que le dedicaran toda clase de insultos. De esa manera sacaría fuerzas para decirles: «Lo lamento mucho pero debéis marcharos con los japoneses y abandonar la parroquia».
Pese a que no podían permitirse perder ni un segundo, el padre Engelmann seguía desperdiciando el tiempo debido a la angustia que oprimía su corazón.
—¡Padre! —Fabio apareció corriendo desde la parte trasera del patio—. El cementerio está lleno de soldados japoneses. Han saltado el muro y se han emboscado allí.
El padre Engelmann empujó con decisión la puerta de la cocina. En su cabeza sólo albergaba una idea: ojalá aquellas mujeres se comportaran igual que las buenas mujeres chinas que aceptaban con docilidad el destino que las aguardaba.
Se detuvo en seco antes de atravesar la puerta.
Las mujeres rodeaban la gran tabla de cocina, sobre la que había una vela a punto de consumirse. Parecía como si estuvieran llevando a cabo una reunión secreta.
—¿Cómo es que estáis aquí? —preguntó Fabio en voz baja.
—Les he pedido yo que subieran —dijo Yumo.
—¡Hay más de diez soldados que no se han ido con el oficial y están al acecho en el cementerio! —dijo Fabio.
Yumo lo miró con indiferencia y luego desvió su mirada hacia el padre Engelmann:
—Mis compañeras y yo acabamos de acordar...
—¿Con quién lo has acordado? —dijo Yusheng.
Yumo continuó:
—Nos vamos con los japoneses y las estudiantes se quedan.
El padre Engelmann sintió un gran alivio nada más oírlo, seguido de un sentimiento de culpabilidad por ello. Se despreciaba a sí mismo por su crueldad.
—¿De verdad creéis que habrá vino y carne? —la interrumpió Fabio, indignado.
—Yo no voy ni aunque haya vino y carne —dijo Nanni.
—No puedo obligaros, pero yo sí voy en lugar de una de ellas —dijo Yumo.
Hongling se levantó perezosamente al tiempo que decía:
—¿Creéis que sois más valiosas que Zhao Yumo? Vuestras vidas valen menos que el fango apestoso y todavía os tomáis por piedras preciosas.
Caminó hasta Yumo, le pasó un brazo alrededor de la cintura y le dijo:
—Yo te sigo a donde haga falta. Me voy contigo.
—¡Sean más o menos valiosas, todas son vidas! —dijo Yusheng elevando la voz—. ¡Y les ha tocado a ellas!
Algunas mujeres comenzaron a murmurar entre sí:
—Yo todavía tengo padres y hermanos a los que mantener.
—Mi nombre no lo han pronunciado, ¿por qué voy a tener que ir?
—¡Muy bien! —dijo Yumo, furiosa—. A ver si tenéis el valor de seguir aquí escondidas hasta el final, ocupando su espacio, comiéndoos su comida y viendo cómo los japoneses se las llevan por la fuerza a su propia destrucción. ¿Para quién os reserváis aquí escondidas? ¿Queda alguien ahí afuera que se preocupe por vosotras? —parecía ahora una campesina de mal genio que con cada palabra que salía de su boca reñía e insultaba a varias personas, aunque no se distinguiera bien a quién maldecía concretamente—. ¡Escondeos, venga! Escondeos hasta que volváis a nacer y tengáis una buena reencarnación, que sea como estudiantes y vengan unas fulanas a hacer de putos chivos expiatorios para vosotras.
El padre Engelmann no entendió todas y cada una de las palabras de Yumo, algunas porque las desconocía y otras porque no captó sus implicaciones. Fabio, en cambio, sí. Se había criado en un pueblo del norte del Yangtsé donde abundaban las mujeres desgraciadas que aprovechaban cualquier oportunidad, por ejemplo una reprimenda a sus hijos, para lamentarse por todas las penalidades que habían pasado en su vida. Quien las escuchara sentía que su desdicha era obra del destino, pero que terminaban por aceptar todos sus injustos desafíos, precisamente porque lo único que podían hacer era resignarse a su suerte. Como era de esperar, las palabras de Yumo hicieron que todas las mujeres se resignaran a su suerte y guardaran un silencio dócil.
—No estáis obligadas a sustituir a las estudiantes —le dijo Fabio a Yumo.
Yumo se quedó desconcertada. El diácono sintió la mirada del padre Engelmann clavada en su cara.
—No va a ir nadie —insistió.
—¡Di algo más útil, Fabio! —le dijo el padre Engelmann en inglés.
—Si se quedan todas escondidas en el sótano, es probable que los japoneses no las encuentren.
—No podemos correr ese riesgo.
—Durante el Incidente de Nanjing, cuando las tropas entraron varias veces en la parroquia, ¿no estuvimos nosotros ahí ocultos? —quiso recordarle Fabio.
—Pero es que los japoneses ya saben que hay niñas escondidas en la parroquia.
—Así que cuando lo admitió ante los japoneses ya había planeado sacrificar a estas mujeres —dijo Fabio alterado, a toda velocidad, sin conseguir pronunciar claramente.
Se dio cuenta de que al viejo sacerdote le estaba costando un gran esfuerzo entenderle, por lo que volvió a repetir una vez más su acusación. Nunca se había sentido como en ese momento, como un hombre chino hasta la médula, así de xenófobo, incluso de una cierta mentalidad feudal, tratando de impedir que ningún hombre extranjero cometiera un atropello contra las mujeres de su propia nación.
—Fabio Adornato, no voy a discutir este asunto contigo —dijo el padre Engelmann bajando el tono de su voz para contrarrestar los agudos de Fabio.
Sonó el timbre de la puerta. La llama de la vela tembló.
—¡Rápido, bajad al sótano! —ordenó Fabio a las mujeres—. Mientras yo viva, nadie va a obligaros a hacer de chivos expiatorios.
—Nadie nos obliga, lo hacemos por propia voluntad —dijo Yumo mirándolo. Fabio había esperado tantas horas, tantos días, tantas noches, una mirada como aquélla, que se sintió inmediatamente enganchado a ella como a una droga. Ahora esos ojos se iban a ir junto con su cuerpo y lo único que le iban a dejar a Fabio era su adicción a ellos.
—Voy a hablar con el oficial para pedirle que nos dé otros diez minutos —dijo el padre Engelmann.
—Pídale veinte. Necesitaremos ese tiempo como mínimo para vestirnos como estudiantes —dijo Yumo.
Al padre Engelmann se le iluminaron los ojos. No se esperaba que Zhao Yumo tuviera una idea más inteligente que la suya, más madura. ¡Disfrazarse además de estudiantes!
—¿Crees que conseguiréis parecerlo? —le preguntó.
—Tranquilo, padre —intervino Hongling—, sólo si nos disfrazamos de nosotras mismas no nos parecemos, pero si lo hacemos de otras lo conseguimos seguro.
—Fabio, trae por favor sus uniformes, pero no los de diario. Tiene que ser el de las ocasiones especiales, ¡rápido! —dijo Yumo.
Fabio corrió hacia el taller de encuadernación. En el momento en que comenzaba a ascender al desván, se dio cuenta de repente de que Yumo no le había llamado «diácono» sino que se había dirigido a él como «Fabio», haciendo que sonara como un auténtico nombre chino.
El oficial accedió a la petición del padre Engelmann y su tropa esperó en silencio veinte minutos más en medio del frío invernal. La justificación que le dio era muy razonable: hacía mucho que no se ponían la ropa de coro y necesitaban coser algún botón, hacer algún remiendo y plancharla. Los soldados permanecían de pie rodeando el muro, uno a continuación del otro, con las bayonetas apuntando hacia delante. Veinte minutos más eran veinte minutos más, pero merecía la pena esperar por algo tan bueno. Los japoneses daban mucha importancia a los rituales. Para servir un plato de pez globo en la mesa, lo decoraban como una obra de arte; no iban a ser menos con unas deliciosas vírgenes.
Pasados veinte minutos se abrió la puerta de la cocina y salió un grupo de muchachitas con vestidos marineros y birretes negros. Caminaban con la cabeza ligeramente agachada y el torso hacia adentro, como si se odiaran a sí mismas por haber desarrollado pecho en su cuerpo de vírgenes. Cada una llevaba bajo el brazo un libro de himnos.