Las muertas (4 page)

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Authors: Jorge Ibargüengoitia

Tags: #Narrativa

En la última de estas desveladas comprendió que Simón no iba a regresar con ella y decidió que si no iba a ser suyo no sería de nadie. Es decir, hizo el firme propósito de buscarlo por toda la faz de la tierra hasta encontrarlo, y matarlo. Se imaginó a sí misma con una pistola en la mano, disparando, y en un rincón, a Simón Corona, con agujeros en la camisa, haciendo un gesto de dolor. Después de contemplar esta imagen se durmió profundamente.

La semana siguiente hizo su primer viaje al Salto de la Tuxpana, el pueblo que aborrecía. Llevaba en su bolsa de charol una pistola calibre .25, a la que no le tenía confianza, y unas tijeras, por si fallaba.

Anduvo en el pueblo, que le pareció horrible, preguntando por Simón Corona, sin encontrarlo. En cambio, dio con dos mujeres que habían sido amantes de él —Simón había abandonado a una de ellas para irse con Serafina, había abandonado a Serafina para irse con la otra y había abandonado a la otra para regresar con Serafina—.

Aquellas tres mujeres que durante años se habían detestado conociéndose dos de ellas nomás de vista y las tres por referencias vagas, se reunieron en un restaurante y se cayeron muy bien. Las unía su condición común de abandonadas y la perfidia de un solo hombre: Simón Corona.

—Estoy tan resentida, que lo busco para hacerle un mal que de veras le duela —confesó Serafina.

Puesto que las otras dos no pusieron objeciones ni rehusaron participar en la iniquidad, las tres celebraron un pacto, según el cual las dos que vivían en el Salto de la Tuxpana se comprometieron a avisarle a Serafina, por telegrama, en el momento en que Simón Corona regresara al pueblo. Serafina se comprometió a su vez a entregarle quinientos pesos a cualquiera de las dos que le diera un informe que resultara cierto. Cuando se pusieron de acuerdo, brindaron con Urdiñola. Esa tarde fue la primera en que se vio en un restaurante del Salto de la Tuxpana a tres mujeres solas borrachas.

El pacto estaba destinado a quedar sin efecto. Simón Corona, después de abandonar a Serafina en Acapulco, estuvo trabajando durante tres meses en una panadería de Mezcala. Cuando regresó por fin al Salto de la Tuxpana, sus dos ex amantes cumplieron con sus respectivas partes del trato, enviando a Serafina en Pedrones sendos telegramas. Pero para esas fechas Serafina había perdido por completo el interés en la búsqueda. No pagó los quinientos pesos a ninguna de sus informantes y dos años y nueve meses transcurrieron antes de que ella tomara la venganza que aparece en el primer capítulo.

Cuando Serafina Baladro vio por primera vez al capitán Bedoya, ella estaba parada en la esquina de las calles de la Soledad y de Cinco de Mayo, en Pedrones. El iba montado en un caballo tordillo —prestado—, con sable desenvainado y casco reglamentario. Se oía la Marcha Dragona. Era el desfile del 16 de septiembre de 1960. Ella dice que se fijó en él porque iba montado en un caballo diferente a los demás y porque era el más prieto de todos los que pasaron —un regimiento—. Él no la vio a ella. Pasado el desfile Serafina se fue a su casa y no volvió a acordarse del capitán hasta cinco meses después, que volvió a encontrarlo y lo reconoció.

En ese intervalo podemos imaginar al capitán Bedoya montado en otro caballo —éste es alazán tostado y propiedad del Gobierno— que camina al paso por una vereda escabrosa de la sierra de Güemes. Hace calor, las moscas se paran en la cara del capitán, los cazahuates están floreando. Detrás de él va una fila de soldados montados, que atajan con la mano las ramas de los huizaches. Adelante de él va un solo hombre: un ranchero de huaraches y sombrero ancho que camina a pie. Es el informante.

La vereda se hace cada vez más angosta y cuando parece que se acaba, el ranchero se detiene y levanta el brazo para señalar algo que está del otro lado de la cañada: allí están las flores (amapolas).

Podemos imaginar la emboscada: dos campesinos llegan a la cañada —que parece desierta— con unos costales para cosechar su hierba; el susto: comprenden que están rodeados de federales; el tormento: algo muy sencillo, como el dedo roto, o el pie tostado de Cuauhtémoc. No son heroicos. Dicen el nombre del aparcerista que les da la semilla y les compra la producción.

El siguiente paso no está documentado. No se sabe cómo el capitán Bedoya supo que Humberto Paredes, el denunciado, era hijo de Arcángela Baladro, ni qué instinto lo condujo a visitar a la madre en vez de avisar a la policía para que apresara al hijo.

Al terminar la patrulla gloriosa —nunca antes había descubierto un plantío—, el capitán regresó a la base, escribió en el parte que había tomado dos prisioneros y quemado la cosecha, pero no que aquellos le habían dicho el nombre del traficante. Después se quitó el uniforme, y vestido de civil hizo el viaje a San Pedro de las Corrientes en un autobús de la línea Flecha Escarlata.

Su entrevista con Arcángela puso a prueba su temple. Ella lo trató primero con altanería, porque creyó que quería venderle algo, después lo tomó por coyote de Salubridad —los excusados del México Lindo nunca funcionaron correctamente—, y cuando él dijo que el asunto que quería tratar se refería a Humberto Paredes, ella lo hizo pasar al comedor pensando que era un amigo de su hijo que venía a pedirle prestado. La confusión fue molesta, la aclaración fue tormentosa.

El capitán, con una firmeza que más tarde, cada vez que recordaba el incidente, lo dejaba asombrado, se empeñó en dar su mensaje de principio a fin: el hijo de la señora era abastecedor de drogas; no sólo era delincuente, sino que había sido denunciado y estaba prácticamente preso. Como resultado de esto tuvo que contemplar, en minutos que le parecieron horas, el tránsito doloroso de una madre entre la ignorancia y el conocimiento.

En el primer momento de incredulidad Arcángela insultó al capitán —«es usted un mentiroso», le dijo—. Él no se inmutó. Repitió la acusación. Arcángela, entonces, trató de explicarle al capitán todo lo que una madre puede sufrir: ella, que hubiera querido que su hijo estudiara medicina, que se había sacrificado separándose de él, para que el niño no tuviera malas influencias y se convirtiera en un hombre de provecho, que había pagado una fortuna en colegiaturas, se veía ahora ante la terrible realidad: su hijo era traficante de drogas.

—¿Cómo quiere que yo me sienta, capitán? Los trabajos y las privaciones de toda mi vida echados a perder por la insensatez de un muchacho.

Lloró abundantemente. Quitó el mantel blanco con manchas de café con leche que había sobre la mesa y lo usó para enjugarse las lágrimas. En el silencio que se produjo cuando Arcángela hacía esta operación, el capitán Bedoya tuvo tiempo para decir:

—Yo no quiero perjudicar a ese muchacho…

El capitán salió del México Lindo con cinco mil pesos en la bolsa.

Este fue el primer contacto que el capitán Bedoya tuvo con las hermanas Baladro. Unos meses más tarde, cuando Serafina, en su afán de venganza, quiso comprar un arma más poderosa que la pistola que tenía y contratar un maestro de tiro, Arcángela recomendó como hombre digno de confianza al capitán Bedoya.

Serafina quería un arma grande, aunque al disparar ella tuviera que sostenerla con ambas manos, aunque el retroceso levantara la boca del cañón, aunque la detonación fuera ensordecedora, aunque la bala, al entrar en el pecho de la víctima, le abriera un boquete en la espalda. Todos estos defectos quedaban compensados, en opinión de Serafina, con la seguridad que un arma de esta índole le daba de que el “ajusticiado”, ya herido, no iba a ir caminando hacia ella, con la mirada de loco y los brazos abiertos, como si quisiera darle un abrazo.

Arcángela, después de hacer la recomendación, arregló la cita. En la fecha convenida, el capitán Bedoya se presentó en la casa del Molino, en Pedrones, a las ocho en punto de la noche, se dirigió al encargado de la cantina y pidió hablar con la dueña.

Serafina, que estaba en su temporada de abstinencia, había decidido tratar al capitán con cortesía pero con alejamiento. Su plan era recibirlo en un apartado, explicarle lo que quería, él le diría si era posible conseguirlo y cuánto costaba; si su precio era razonable, llegarían a un acuerdo y cerrarían el trato; entonces, ella pensaba llamar a varias muchachas, hacer que trajeran botellas y levantarse de la mesa diciéndole al capitán que estaba en su casa, que tomara e hiciera lo que quisiera, que los gastos corrían por cuenta de ella. Dicho esto se despedirían, ella saldría del apartado y se iría a atender su negocio.

Al principio de la entrevista ocurrió algo que Serafina no había tenido en cuenta: al entrar el capitán en el apartado ella lo reconoció como el hombre más prieto del regimiento —el capitán Bedoya es negro amoratado—.

—¿Usted tiene un caballo tordillo?

El capitán se sintió impulsado a contestar:

—Es prestado, señora —de todas maneras sintió el halago.

—Señorita, por favor.

El capitán Bedoya pidió perdón, corrigió, se sentó, aceptó el brandy que Serafina le ofreció y fue correcto y servicial. ¿Qué quería la señorita? Una pistola grande —ella explicó las características que buscaba—. El recomendó una 45 especial, escuadra, de reglamento. Él podía conseguirla por mil doscientos pesos y entregarla en dos semanas con una dotación de cien tiros.

—¿Quiere usted parte del dinero anticipado?

—Ni un centavo.

Ella quería también que alguien le enseñara a manejar la pistola. El capitán prometió llevarla a un lugar desierto en donde ella podría practicar hasta tener dominio absoluto del arma. ¿Cuánto costarían estas clases? Él volvió a decir «ni un centavo».

El trato estaba cerrado. Había llegado el momento de que Serafina se levantara para llamar a las muchachas. Dice que no sabe qué le dio por platicar otro ratito con aquel hombre tan feo. Ella sirvió otra copa y le preguntó de la vida militar, que dicen que es tan sacrificada. El capitán habló con fluidez de cabalgatas, de pasar hambres, de sedes, de noches de aguacero haciendo guardia. De pronto, la conversación cesó.

Serafina vio que el capitán metía el brazo derecho debajo de la mesa y después sintió una mano que se posaba en su vientre. Dice que sintió alarma, pero que no supo qué hacer.

Esa noche Serafina terminó su abstinencia y olvido la venganza.

Serafina conoció al capitán Bedoya el 3 de febrero de 1961. La influencia que el capitán ejerció en los destinos de las hermanas Baladro durante los meses que siguen a esta fecha es notable. Él había prometido conseguir la pistola en dos semanas, pero tuvo suerte y la consiguió en tres días. La puso, junto con la dotación de cien cartuchos, en una caja de zapatos vacía, y con ésta bajo el brazo, se presentó por segunda vez en la casa del Molino, se acercó al encargado de la cantina y le dijo que quería hablar con la dueña. Serafina salió a saludarlo radiante, lo hizo pasar a su cuarto, en donde él le entregó la pistola, ella a él el dinero y cerrado el trato pasaron la noche juntos.

Pasados tres días, el capitán vuelve a presentarse en la casa del Molino. Esta vez son las once de la mañana. El capitán está uniformado. Toca a la puerta de la casa, porque la del cabaret está cerrada, y cuando la Calavera le abre, pregunta por la señorita —Serafina fue señora para todos y señorita nomás para él—. Después de hacerlo esperar un rato en el corredor, ella apareció, sofocada y ruborosa, en bata lila. El capitán le dijo que venía por ella para darle su primera lección de tiro. Serafina se vistió rápidamente y se puso un sombrero ancho con holanes que la protegiera del sol. Creía que el capitán iba a llevarla, como le había dicho, a un lugar desierto, en el campo. No fue así. Abordaron un autobús Flecha Escarlata que los llevó a Concepción de Ruiz, el pueblo en donde el capitán estaba destacado.

(Este viaje de Serafina a un pueblo que ella no había visto más que de lejos como un caserío en medio de un llano fue determinante en su vida y en las de los demás protagonistas de esta historia. Concepción de Ruiz no está sobre la carretera de Mezcala, que une Pedrones con San Pedro de las Corrientes, sino conectado con ella por una desviación de tres kilómetros).

El capitán había inventado patrullas, escoltas y ejercicios a campo traviesa para entretener a sus soldados, de manera que aquel medio día no hubiera en el cuartel más que la escuadra de guardia. Serafina recibió del capitán la instrucción preliminar sobre el uso de las armas y después hizo su primera descarga —errática— en el pequeño stand de tiro del destacamento, sin que la contemplaran ojos indiscretos ni se hicieran comentarios burlones. Terminada la práctica, el capitán la llevó a la comandancia, en donde el catre de campaña resultó demasiado estrecho y el piso de cemento demasiado frío, por lo que hubo necesidad de cambiar de sitio la máquina de escribir y hacer el amor sobre la mesa de trabajo, ante un mapa detallado de la zona militar. Después, el capitán la invitó a comer en el hotel Gómez.

Ella dice que en el curso de esa comida —siempre dan seis platillos— comprendió que se había enamorado del capitán Bedoya. Se dio cuenta de que le costaba trabajo acordarse de Simón Corona, de que ya no le interesaba la venganza y se arrepintió de haber, gastado mil doscientos pesos en una pistola que la dejaba sorda después de cada disparo.

Ella ha de haberle dicho al capitán:

—Cuéntame tu vida.

El ha de haberle hablado entonces de la esposa que tenía en Atzcapozalco, a quien había conocido, conquistado, seducido e impregnado durante el baile de graduación en el Colegio Militar, de los cuatro hijos que tenían —especialmente la niña, Carmelita—, del día en que su esposa lo encontró en el Paseo Viejo de la ciudad de Puebla, comiendo chalupas acompañado de otra mujer, de la reclamación que ella le hizo y de los puñetazos que él le dio hasta tirarla en el piso. Ha de haberle dicho también que cada dos o tres años la pareja se reunía en un intento infructuoso de rehacer el matrimonio. (Nota: estas reuniones del capitán y su esposa no volvieron a ocurrir, él estaba destinado a vivir con Serafina, felices ambos, tres años, y a no separarse de ella más que para entrar en la cárcel —él en la de hombres, ella en la de mujeres). Para terminar, el capitán ha de haberse quejado de su soledad. Serafina ha de haberlo compadecido.

El capitán pidió la cuenta, pagó y dejó un peso de propina —nunca dio ni más ni menos, los meseros lo odiaban—. Salieron al portal. Serafina se detuvo entre los boleros y se quedó mirando la Plaza de Armas. En ese momento comprendió que aquel pueblo estaba que ni mandado hacer para abrir un tercer burdel.

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