Las muertas (7 page)

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Authors: Jorge Ibargüengoitia

Tags: #Narrativa

7
UNA VIDA

1

El hombre baja la cuesta con los hombros erguidos, los brazos rígidos, los puños cerrados, la cabeza gacha, las piernas tiesas a veces y a veces lacias, los pies encuentran el suelo a medio camino o bien pierden fondo en el escalón y lo obligan a dar un traspié. (Los que lo vieron pasar, después se supo, creyeron que estaba borracho).

Son las nueve de la noche. La bajada del Santuario es una calle empedrada, con escalones cada vez que hace falta, bordeada de casas de dos pisos, con muros de colores y puertas cerradas. Hay un farol cada cien metros. Al pie de la loma están las luces del centro. El cielo se ilumina cada rato con los fuegos artificiales que hay en la plaza de la Concepción. Se oyen cohetes, bandas de música, sinfonolas, mariachis, voces, gritos de alegría ranchera, aullidos de perros. Es el ocho de diciembre.

El hombre no tiene ánimos para saber de esto: lleva la mirada turbia fija en el suelo, está absorto en llegar a la meta. Los perros que lo ven pasar le ladran y luego se acercan a oler la sangre que escurre. Unos cincuenta metros más arriba de la cuesta, siguiendo sus pasos, van los dos agentes de la Judicial, que se detienen cuando él se detiene a tomar aliento, apoyado en el tronco de un fresno, y que echan a andar cuando él sigue su camino terco.

Al llegar al pie de la loma viene la prueba más grave. En la esquina el hombre se detiene y, sin levantar la mirada, como reconociendo las piedras del piso, da la vuelta a la derecha y va por la calle de Allende, caminando con paso más lento. La gente lo ve pasar, tropezar, golpearse con la pared y dejar una mancha que nadie reconocerá hasta el día siguiente.

—Aquí dejó la sangre el muerto —dirán las mujeres, señalando el borrón negruzco.

El hombre va de un traspié en otro, pierde el sentido de dirección, cruza la calle de sesgo y se estrella con un puesto de fritangas que está en el umbral de una casa. La mesa, el anafre, las brasas, el sartén y los tacos, se separan con estruendo y van a caer, cada cual por su lado, en el empedrado. El hombre sigue su camino, cada vez más torpe y cada vez más rápido. La gente le abre el paso. La fritanguera lo persigue, lo alcanza, empieza a reclamarle, pero la palidez que le nota la cohíbe y regresa desalentada a recoger los tacos.

«México Lindo», dice el letrero de luces. El hombre, haciendo un esfuerzo supremo, sube el escalón de la entrada, aparta las hojas de la puertecita, entra en el cabaret lleno de humo, empuja a dos parroquianos, se apoya en una mesa cuyos comensales lo miran sin reconocerlo, vuelca un vaso y cae al piso.

El rumor de la conversación cesa cuando una mujer grita. La gente se amontona. La sinfonola automática empieza a tocar un mambo. Alguien, sensato, la desconecta. Hay un silencio. Serafina, que está en la caja, cruza la pista de baile, se abre paso entre los curiosos y llega hasta el lugar que es el centro de la atención. Se da cuenta de que el cadáver que está en el suelo es el de su sobrino.

2

Lo que se sabe de la vida de Humberto Paredes Baladro, el hijo de Arcángela, tiene tantas lagunas como lo que se sabe de su muerte.

Nació en 1939, en la casa del Molino. Su madre fue Arcángela y su padre un hombre del que se ignora todo menos que se apellidaba Paredes. (Al ser interrogada acerca de este individuo, Arcángela finge sordera).

Serafina dice que en los meses anteriores al nacimiento encontró a su hermana en el mercado y que la notó embarazada, pero que no se atrevió a comentar el fenómeno, por parecerle «que hubiera sido falta de respeto». Supo que Arcángela había dado a luz cuando fue invitada al bautizo. Está segura de que ni entonces ni después hizo mención la madre del padre de la criatura.

El niño creció en el burdel, pero Arcángela decidió hacer de él un hombre de provecho. Le tenía prohibido, dice la Calavera, salir del patio, subir las escaleras, entrar en los cuartos y asomarse en el corral. A las empleadas, Arcángela les prohibió explicarle al niño lo que buscaban los hombres que entraban en la casa. Ambas prohibiciones surtieron tan buen efecto, que cuando Humberto Paredes entró en la escuela Josefa Ortiz de Domínguez era completamente ignorante. En el primer día de clases, sus compañeros, que sabían quién era, lo instruyeron. Cuando el niño regresó a la casa preguntó a la Calavera, «¿tú eres puta?», la Calavera contestó que sí, el niño preguntó si su madre era puta, la Calavera contestó que no, que era madrota.

Al tercer día de clases, la directora de la escuela oyó gritos acompasados en el patio y salió a ver qué pasaba. Vio a treinta niños brincando en círculos “como indios pieles rojas” y gritando “hijo de la Baladrona”. En el centro de los círculos estaba el alumno Paredes Baladro, que lloraba.

Humberto fue enviado a su casa con un mozo, un sobre con los treinta pesos que Arcángela había pagado por la inscripción y un recado de la directora que rogaba a la madre enviar al niño a otra escuela.

Al leer este mensaje Arcángela comprendió que había llegado el momento de separarse de su hijo. Con el objeto de alejarlo del vicio lo inscribió, a partir de ese día, en escuelas que estaban en ciudades lejanas, en donde nadie sabía el nombre de la madre ni sospechaba su oficio.

En la época que sigue, Arcángela le escribía a su hijo cartas semanales, muy largas, con tinta verde en papel rayado, en las que le daba consejos, untarse sebo detrás de las orejas para protegerse del enfriamiento, dormir con los pies apuntando al sur para evitar el mal de ojo, etc., de las que se conservan nomás las que el hijo traspapeló. El contestaba con misivas cortas, pidiendo dinero —no se sabe de dónde sacó Arcángela la idea de que el dinero era el peor corruptor de menores—, que no surtieron efecto, pero que Arcángela conserva hasta la fecha en una cajita de Olinalá.

El niño cambió varias veces de internado. La primera, cuando el encargado del Ignacio Allende, en Muérdago, descubrió dos horadaciones en la pared del baño que usaba su esposa. Según revelaron varios internos, al ser interrogados, las horadaciones, que daban a un pasillo poco transitado, habían sido hechas por el alumno Paredes Baladro —que tenía doce años—, quien cobraba a sus compañeros un tostón por ver a la esposa del encargado en la tina de baño, y veinte centavos por verla sentada en el excusado.

Un año después, varios alumnos de la escuela Juan Escutia, de Cuévano, se quejaron a la dirección del plantel de que el alumno Paredes Baladro los explotaba. Les cobraba un peso semanal a cada uno, y si no se lo daban, los hacía golpear por el alumno Gutiérrez Carrasco —alias el Gorila—.

Se sabe que ingresó en la escuela de Medicina, en Cuévano, pero no terminó el primer año. Sus estudios se interrumpieron bruscamente el día en que le dio una puñalada a un compañero —no se sabe el motivo—. El hecho ocurrió en un salón de clases, llegó la policía, hubo un lío. Arcángela tuvo que intervenir. Pagó la curación del herido y le dio a la familia una indemnización muy grande para que retiraran los cargos —le tocó la suerte de tratar con gente pobre y razonable—, compró testigos, compró al juez y no descansó hasta ver a su hijo libre, en la calle. El licenciado Rendón la convenció de que lo mejor sería que Humberto se fuera a los Estados Unidos mientras pasaba el escándalo.

Un año pasó Humberto Paredes en Los Ángeles. La madre tenía la esperanza de que aprendiera inglés y que con ese conocimiento pudiera establecerse en el comercio. Se equivocó nomás a medias: Humberto regresó a San Pedro de las Corrientes sin hablar una palabra de inglés, pero en cambio trajo las semillas de amapola que iban a constituir la fuente de sus ingresos en los pocos años que le quedaban de vida.

Humberto Paredes siguió viviendo en el México Lindo, pero por instrucciones de los que lo empleaban —parece— alquiló una casa en la calle de Los Bridones, en donde en apariencia compraba y vendía semillas y en realidad ha de haber guardado la droga y hecho las transacciones. Conviene advertir que la policía no encontró nada comprometedor en ella después de la muerte de Humberto, ni logró descubrir quiénes eran sus contactos.

3

En las tres fotos que se conservan de Humberto Paredes aparece la misma cara ancha y chata, la mandíbula firme que heredó de su madre, el pelo lacio de indio y el rictus propio del autócrata: una especie de Benito Juárez del hampa. En la primera foto el sujeto aparece al volante del Buick convertible —rojo sangre, dicen los que lo vieron— que compró con el primer producto de su trabajo y que constituyó el único lujo que tuvo en su vida. Al fondo de la foto se ve un huizache. En la segunda foto está de perfil, con suéter rayado. Con la mano derecha empuña la escuadra calibre.38 que llevaba en la bolsa cuando fue asesinado. A pesar de que Arcángela afirma que nunca vio a su hijo usar un arma de fuego, la barda que se ve al fondo de la fotografía es sin duda la del México Lindo. En la tercera foto Humberto aparece en traje de baño, con el pelo mojado. Sonríe mirando a la cámara y rodea con el brazo el talle de una mujer que es bella de pueblo, lleva el pelo en racimo de bucles artificiales, y tiene puesto un traje de baño espectacular.

4

Dice que ya lo había visto en el coche rojo, que no le simpatizaba por parecerle que “nomás quería llamar la atención”. —Humberto usaba una camisa roja y anteojos verdes, abría el escape del motor, tocaba la bocina con frecuencia, etc.—. Un día ella iba cruzando la calle cuando él apareció en el coche, tomó una vuelta forzada y estuvo a punto de atropellarla. Cuando la vio asustada, detuvo el coche y en vez de disculparse, abrió la portezuela y la invitó a subir. Ella, sintiéndose ofendida, siguió su camino. Él fue tras de ella en el coche, a vuelta de rueda, sin decirle ninguna de las cosas que los hombres les dicen a las mujeres en estos casos. Esto la extrañó. Fue en el coche tras de ella hasta la subida del Santuario, que es transitable nomás a pie. Cuando vio que ella tomaba la cuesta dejó el convertible y la siguió de lejos, sin tratar de alcanzarla, “sin decirle cosas groseras ni acercarse a ella con intenciones de tocarla”. Ella llegó a su casa, entró, cerró la puerta, subió a su cuarto y asomó a la ventana a tiempo para verlo, parado enfrente de la casa, titubear un instante y empezar a bajar la cuesta. En los días que siguieron lo describió a varias de sus amigas y ellas le dijeron lo que se decía de él: que era hijo de la Baladrona, que le había dado una puñalada a un muchacho, que había estado en la cárcel, que había tenido que salir del país mientras pasaba el escándalo, que era traficante de drogas, además de varios crímenes imaginarios.

El agente Demetrio Guillomar llegó a Pedrones con instrucciones precisas. Su misión consistía en descubrir al intermediario entre los campesinos productores de amapola y los que la refinaban, y en reunir pruebas para abrirle juicio. Como había la sospecha de que el intermediario gozaba de la protección de las autoridades locales, Guillomar tenía órdenes de no comunicarse con éstas ni revelar el motivo de su visita. Se registró en el hotel Francés como agente vendedor de seguros de vida y pasó varias semanas en la región sin resultados. De pronto descubrió algo. No se sabe qué ni cómo: es posible que siguiendo la pista de Bedoya —quien había descubierto los sembradíos y quemado las cosechas— haya dado con Humberto Paredes, cuyo nombre aparece por primera vez en el archivo de la policía judicial el día 15 de noviembre, en un comunicado de Guillomar.

Dice que sufría mucho. Que no sabía si creer lo que decía la gente: que Humberto era un hombre malo, o lo que le decía su corazón: que no podía ser malo uno que era tan cariñoso. Conserva todavía un jarro de loza de Cuévano que él le regaló y que dice «amor sincero». No aceptó nunca subirse con él en el coche, ni cuando la invitó a tomar helados en Muérdago, en primer lugar, porque era abierto, y podía verla la gente, en segundo, porque creía que si se subía en un coche sola con un muchacho perdería la virginidad, que había decidido conservar hasta su matrimonio. Estas limitaciones no dejaban a la pareja más alternativa que pasear conversando por las calles que están cerca del río, que están arboladas y son solitarias. En estos paseos, Humberto le contaba cosas de su vida que no coincidían con lo que decía la gente, por lo que Conchita dudaba si lo que le estaba diciendo era la verdad o si la estaba engañando. Ella le hablaba del futuro, de sus planes matrimoniales, de los hijos que iba a tener, de cómo se iban a llamar y de la educación que ella les iba a dar. No comprendía que estas conversaciones lo exasperaban hasta el día en que, tomándola del brazo firmemente la llevó al talud, la tumbó en el piso y le arrancó los calzones. Hecho esto, Humberto quedó un momento como azorado, que Conchita aprovechó para salir corriendo. El no la siguió. Al día siguiente, Humberto la esperó en donde sabía que tenía que pasar —Conchita da clase en una escuela de monjas— y le pidió perdón. Ella le dijo que no quería volver a verlo.

El agente Guillomar hizo varios viajes a San Pedro de las Corrientes y habló varias veces con Humberto Paredes. Es posible que haya estado inclusive en la casa de la calle de Los Bridones. No se sabe qué dijeron. Quizá el agente fingió querer vender un plantío o comprar droga. Quizá no fingió nada y dijo sencillamente quién era. Existe una fuerte probabilidad de que los diez mil pesos que Humberto retiró del banco el día 1 de diciembre hayan ido a dar a manos del agente Guillomar. En los días que siguieron, parece, Humberto tuvo su última oportunidad de escapar —que no aprovechó.

Dice que cansada de la insistencia de él accedió a ir al balneario El Farallón, que puso al principio como condición que el viaje lo hicieran en un autobús y no en el coche, que cambió de parecer al ver que los autobuses iban repletos, que se fueron en el coche, que Humberto la trató con mucha consideración y que no intentó abusar de ella. Un fotógrafo de oficio les tomó la foto que se conserva. Pasaron el día felices. Cuando regresaron a San Pedro de las Corrientes, él estaba abriendo la portezuela del coche, para que ella se apeara, cuando pasaron los dos hermanos de ella. Dice Conchita que por un momento temió que sus hermanos le reclamaran a Humberto —a ella le tenían prohibido andar con hombres—, pero ellos se fueron caminando por la banqueta, sin voltear siquiera, como si no hubieran visto nada. Eso fue lo que ella creyó, pero cuando regresó a su casa, ellos la estaban esperando, furiosos. La regañaron severamente y le prohibieron volver a ver al «hijo de la Baladrona».

—Si ese hombre vuelve a acercarse a ti, se muere —dijo uno de ellos.

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