Las muertas (8 page)

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Authors: Jorge Ibargüengoitia

Tags: #Narrativa

Más tarde, Conchita vio que sus hermanos sacaban las pistolas que habían estado guardadas en un cajón, y que las aceitaban.

El día siete de diciembre llegó a Pedrones el agente Pacheco, se reunió con el agente Guillomar y le entregó las instrucciones que traía de la oficina central de efectuar la captura.

Dice que en la mañana del día ocho —día de su santo—, tocó a la puerta de la casa un hombre desconocido —por la descripción se deduce que es Ticho—, con un paquete envuelto para regalo que enviaba Humberto Paredes. Conchita se negó a aceptarlo. Había decidido no volver a ver a Humberto, ya que sus hermanos se lo habían prohibido.

Los agentes Guillomar y Pacheco estuvieron a punto de efectuar la captura de Humberto Paredes a las siete de la noche, cuando éste salía de la cantina El Galeón acompañado de varios mariachis. No lo hicieron por el temor de que los mariachis fueran amigos del inculpado y de que opusieran resistencia. Decidieron esperar un rato y seguir de lejos al grupo, que se fue por la subida del Santuario.

Dice que cuando oyó que los mariachis tocaban “La Ingrata” sintió una angustia muy grande. Sabía que la canción estaba dedicada a ella y que era Humberto el que se la dedicaba. Hubiera querido decirle a Humberto que se fuera, que sus hermanos estaban en la casa y que se habían armado. Pero no podía salir a la calle porque había visitas que habían ido a felicitarla y ella tenía que atenderlas. Dice que los mariachis tocaron varias canciones —“Perfidia”, entre otras—, y que las personas que estaban en su casa le preguntaban, con sorna:

—¿Para quién será esa serenata, Conchita?

Dice que vio que sus hermanos salían de la sala y bajaban al patio. Que poco después de que los mariachis terminaron la última canción asomó a la ventana, que los alcanzó a ver caminando cuesta abajo, sin Humberto, que entonces oyó que tocaban a la puerta, que no pudo más y decidió ir a ver qué pasaba. Iba bajando la escalera cuando oyó los disparos. (Parece que los hermanos Zamora estaban parapetados en unas macetas. Abrieron la puerta tirando de un cordón y dispararon sobre el que estaba en el umbral, que era Humberto).

Los agentes Guillomar y Pacheco siguieron al que iban a aprehender de lejos, cuando bajó la cuesta y cuando recorrió la calle de Allende. Cuando lo vieron entrar en el México Lindo, dieron aviso al policía Segoviano, que estaba parado en la esquina.

8
LA MALA NOCHE

1

Una de las mujeres sale del cabaret para avisarle a la madre. Pasado este movimiento, la escena parece cuadro plástico. Todos miran fascinados al cadáver. No se mueven más que los que se acomodan para ver mejor. Silencio.

De pronto se oye un silbatazo. Es el policía Segoviano anunciándose desde la esquina. En un instante se rompe el trance. A la contemplación fascinada y respetuosa de la muerte sigue el pánico. El silbato recuerda a la clientela que existe la policía y la hace lanzarse sobre la puerta —nadie quiere aparecer en la lista de los testigos que vieron lo que pasó en el antro—, amontonarse, arrancar las hojas, derribar el cancel, salir a la calle y desperdigarse —los más precavidos se van sin volver la cabeza hasta llegar a la Plaza de Armas—. Cuando pasa el tumulto y el policía Segoviano entra en el local no encuentra más que el cadáver, las mujeres y los meseros. Da otro silbatazo y dice:

—Nadie se mueva. Cierren las puertas.

Lo que sigue es entre triste y aburrido: mientras se espera la llegada del médico forense y del Ministerio Público, la madre, que estaba en su cuarto haciendo apuntes en la libreta, entra en el cabaret a ver qué pasa —le avisaron de algo terrible, pero no se atrevieron a decirle qué— y al ver en el piso a su hijo muerto lanza gritos extraños, inarticulados, guturales, como nadie había oído antes ni volverá a oír después. No se acerca al cadáver, ni lo toma en sus brazos, ni lo mira llorosa, como se podría suponer, sino que retrocede, se sienta en el borde de una silla y, con las manos en las rodillas, cierra los ojos y grita.

El agente del Ministerio Público hace las preguntas necesarias para levantar el acta: “¿dónde estaba usted cuando oyó los disparos?”, “no oí los disparos”; “¿cómo se dio cuenta entonces de que algo raro pasaba?”, “vi un muerto en el piso”, etc.

El médico llega tarde, con sombrero y bufanda —está acatarrado—, pone la maleta en el piso y toma el pulso al cadáver. Después va al teléfono y pide una ambulancia, cuelga, recoge la maleta y se va a su casa.

Las mujeres encienden veladoras y las colocan alrededor de Humberto. La cara —está boca arriba— la cubren con una mascada de seda azul. Llegan los ambulantes con la camilla, ponen el cuerpo sobre ella —volcando dos veladoras— y salen cargándola. En la calle hay un gentío a pesar de ser las once y media de la noche. El agente del Ministerio Público sigue interrogando: «¿y usted qué notó?».

Humberto Paredes fue velado en ausencia. Mientras su cadáver estaba en el Hospital Civil, sobre una plancha, esperando ser autopsiado, las mujeres llorosas, vestidas de negro, se reunieron en el comedor, pusieron la mesa en un rincón, encendieron velas, se hincaron y rezaron rosarios dirigidas por la Calavera, quien había tenido una juventud devota. Arcángela no asistió al velorio. Pasó la noche tranquila, sola y amodorrada, en su cuarto a oscuras, gracias a un cocimiento de hojas de lechuga que le dio a beber la Calavera. El capitán Bedoya, a quien Serafina avisó por teléfono del suceso, llegó a San Pedro de las Corrientes en el último autobús de la Flecha Escarlata, entró en el comedor a la mitad de un Padre Nuestro, se quitó la gorra, hincó una sola rodilla en tierra y se santiguó, cosa que rara vez hacía por ser ateo. Al cabo de un rato, cuando se dio cuenta de que el difunto no estaba en el cuarto, se sentó en una silla.

A las diez de la mañana siguiente, Serafina, acompañada del capitán Bedoya y del licenciado Rendón, solicitó en la Presidencia Municipal permiso para retirar el cadáver de su sobrino del Hospital Civil. El Presidente Municipal, que era amigo de ella, le dio la noticia: había llegado una orden de clausurar el México Lindo. Serafina se alarmó al principio, pero más tarde, entre el capitán Bedoya y el licenciado Rendón la convencieron de que lo que había dicho el Presidente Municipal no podía ser cierto: equivaldría a violar la Constitución del Estado.

A las cuatro de la tarde, cuando los empleados de la funeraria estaban sacando de la casa el féretro, llegó el actuario con la notificación: se retiraba a Arcángela
indefinidamente
la licencia de operar el México Lindo, por no cumplir el local con lo dispuesto por el Reglamento de Salubridad del Estado de Mezcala: la ventana de los excusados de hombres tenía ochenta centímetros de ancho, en vez de uno veinte, como marca la ley. Se concedía a la propietaria un plazo de veinticuatro horas para desalojar el local.

Cuando Arcángela firmó al pie del documento dándose por enterada, no sabía lo que hacía, porque el dolor la había dejado trastornada. El licenciado Rendón fue notificado por Serafina del suceso y prometió ir a buscar un amparo. Durante la procesión, la carroza fúnebre se descompuso. El padre Grajales, capellán del panteón, se negó a decir las oraciones de costumbre, por considerar que el difunto había vivido en pecado y muerto sin dar señales de arrepentimiento sincero. Cuando los enterradores echaron la primera palada de tierra, Arcángela se desmayó.

Cuando las dolientes regresaban del panteón, a las seis de la tarde, encontraron al licenciado Rendón que les dijo que ninguno de los jueces del pueblo había querido concederles amparo. Al entrar en el México Lindo se dieron cuenta de que el juez Torres había improvisado oficina en el cabaret. Con él estaban un notario público y dos mecanógrafos. El juez separó a las Baladro de sus empleadas, hizo que éstas entraran en el cabaret, que se sentaran en unas sillas que había hecho poner en un rincón a propósito, y que allí esperaran turno para pasar al otro extremo del salón en donde estaban él, el notario público y los mecanógrafos. El juez hacía preguntas en voz baja y pedía a cada mujer que contestara en voz baja también, para no influenciar a las otras, ni darles tiempo de que se prepararan. Una vez que cada mujer contestaba las preguntas que le hacía el juez, salía del cabaret.

Las preguntas que hizo el juez a cada una de las mujeres fueron: cuánto tiempo tenía de ejercer la prostitución, cuánto de trabajar con las hermanas Baladro, si había recibido mal trato y si ejercía el oficio voluntariamente u obligada por otra persona.

Las veintiséis examinadas respondieron que no habían recibido mal trato y que ejercían la prostitución voluntariamente. Este interrogatorio se llevó a cabo en condiciones propicias para que las mujeres contestaran la verdad. El interés que tiene se debe a que varias de las interrogadas declararon exactamente lo contrario catorce meses después.

El acta original de este examen está en el archivo del juzgado de San Pedro de las Corrientes.

(En los documentos referentes a la muerte de Humberto Paredes Baladro aparecen tres irregularidades: el acta levantada por el Ministerio Público da a entender que el occiso murió a consecuencia de un tiroteo ocurrido en el interior del México Lindo, a pesar de que ninguno de los que estaban allí dijo haber oído disparos; a los hermanos Zamora no se les formó juicio; los agentes Guillomar y Pacheco admiten haber bajado la cuesta siguiendo al individuo que tenían órdenes de aprehender, pero no dicen haberse dado cuenta de que se estaba muriendo. No hay evidencia de que las autoridades hayan encontrado, en el México Lindo o en la casa de la calle de Los Bridones, pruebas de que Humberto Paredes Baladro se dedicara al tráfico de drogas).

Esa noche, en el comedor, Serafina discutió con el capitán Bedoya lo que había que hacer al día siguiente, cuando desocuparan la casa. Arcángela, parece, no tomó parte en esta conversación.

El capitán Bedoya afirma que, en vista de que todas las casas de las hermanas estaban clausuradas, aconsejó a Serafina despedir a las empleadas y dedicarse a otra actividad.

Dice que Serafina se negó a seguir su consejo por dos razones. La primera es que había un juez presente, que seguramente la hubiera obligado a pagar indemnización a cada una de las despedidas. La segunda es que el licenciado Rendón opinaba que la clausura del México Lindo era injustificada y que no iba a ser definitiva. El licenciado Rendón iba a iniciar un trámite para revocar la orden y le había prometido a Serafina que en dos meses o cuando mucho tres, ella y su hermana iban a poder reabrir su negocio.

Después de eliminar la idea de despedir a las mujeres, Serafina y el capitán discutieron dónde llevarlas mientras volvía a funcionar el México Lindo. Estudiaron varias posibilidades, desde la de llegar con veintiséis mujeres a un hotel, que se desechó por costosa, hasta repartir a las mujeres en varios burdeles de la región, que Serafina rechazó, por el peligro que había de que los lenones hospitalarios se negaran después a devolver la mercancía. La solución que adoptaron fue ilegal pero sencillísima: salir de un burdel clausurado para entrar en otro burdel clausurado. Decidieron llevar a las mujeres al Casino del Danzón, una casa con todas las comodidades, quince cuartos, en donde podrían pasar dos o tres meses sin que nadie las viera. Los sellos que había en las puertas no había necesidad de romperlos, porque se podía entrar en la casa brincando por la azotea de la de junto, que era de la señora Aurora Benavides, una mujer de buen corazón que no les podía negar un favor a las hermanas Baladro.

Dice Aurora Bautista que Serafina las reunió en el corredor y les dijo:

—Esta misma noche nos vamos. Tráiganse nomás lo puesto, dejen en sus cuartos todo lo demás, que al fin en dos meses vamos a estar de regreso.

Por más que le preguntaron no quiso decirles a dónde iba a llevarlas.

Dice el capitán Bedoya que fue del Escalera la idea de que él, Bedoya, se sentara junto a la ventanilla del coche, con la gorra del uniforme puesta, con el objeto de que las tres barras infundieran respeto en caso de que algún policía de caminos los detuviera, por parecerle raro ver cinco coches en fila, por la carretera, en la madrugada, llenos de mujeres apeñuscadas.

Dice Aurora Bautista que estaba sentada en el coche, junto al Escalera, afuera del México Lindo, cuando salió el capitán de la casa, abrió la puerta del coche y se sentó encima de ella.

Dice el capitán Bedoya que el viaje fue incómodo, pero sin contratiempos. En cambio, cuando llegaron a Concepción de Ruiz y a la calle Independencia, estuvieron tocando en el número 83 cerca de una hora, antes de que despertara la señora Benavides y les abriera la puerta.

Dice Aurora Bautista que ella vio que Serafina le dio al capitán Bedoya el dinero que sacó de su bolsa y que el capitán Bedoya lo repartió entre los choferes, diciéndoles: —Lo que vieron esta noche se les olvida, y si se acuerdan acuérdense también de ésta —puso la mano sobre la pistola que traía colgando del cinto.

Dice el capitán Bedoya que uno de los momentos más peligrosos de su vida fue cuando tuvo quedar el brinco entre una azotea y la otra de la mano de Arcángela, porque ella se negaba a darlo sola. Estuvieron a punto de caerse los dos.

Dice Aurora Bautista que cuando llegaron al Casino del Danzón la luz eléctrica estaba cortada, no había velas y no llevaban nada de comer. Se acostaron en la oscuridad y durmieron dos mujeres en cada cuarto. A la mañana siguiente, Ticho salió brincando por la azotea y fue al mercado. Almorzaron a las dos de la tarde.

Ese día, 10 de diciembre de 1962, la señora Aurora Benavides y la señora Serafina Baladro celebraron un acuerdo de palabra, en el que la primera consintió que Eustiquio Natera (Ticho) hiciera un boquete en el muro que separa el vestíbulo de la casa de la señora Benavides del comedor de la casa de las hermanas Baladro, con el objeto de que las personas que vivían en la casa número 85 de la calle Independencia pudieran entrar y salir a la calle por la puerta de la casa número 83, sin necesidad de brincar por las azoteas. En compensación de este favor, la señora Baladro se comprometió a entregar a la señora Benavides la cantidad de doscientos pesos los días primeros de cada mes.

Ese mismo día se celebró otro acuerdo en el que la señora Benavides consiente que el mismo Eustiquio Natera conecte un alambre a su instalación eléctrica para llevar la corriente a la casa de junto. Veinte pesos al mes.

Ambos arreglos fueron respetados por ambas partes durante los trece meses que transcurrieron entre su celebración y el día en que el capitán Teódulo Cueto encontró los cadáveres enterrados en el corral.

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