Las muertas (9 page)

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Authors: Jorge Ibargüengoitia

Tags: #Narrativa

9
LA VIDA SECRETA

1

En Concepción de Ruiz las casas que cuentan están alrededor de la Plaza de Armas: el Palacio Municipal, los juzgados, la Inspección de Policía y el hotel Gómez. En la Plaza crecen treinta y ocho laureles, considerados por muchos el rasgo más bello del pueblo —las iglesias, todos admiten, no valen nada—. Cinco veces cada año un jardinero los poda hasta darles la forma de un cilindro perfecto, a imitación de los árboles que hay en el Jardín de la Constitución, en Cuévano, que es la capital del Estado.

Es un pueblo chico. Tiene cuarenta y dos manzanas. A partir del centro no se puede caminar más de cuatro cuadras en ninguna dirección sin llegar a los basureros. Según el directorio telefónico, en Concepción de Ruiz hay veintiocho suscriptores, de los cuales once se apellidan Gómez.

Si se para uno en una calle que mira hacia el oriente o el sur, ve en perspectiva las paredes de adobe, la calle de tierra y en el horizonte, los alfalfares. Si en cambio mira hacia el poniente o el norte, ve recortarse sobre los techos planos el perfil azulado de la sierra de Güemes. El que camina nota que todas las puertas son iguales, de mezquite, y todas las ventanas diferentes, de fierro. Éstas las hizo un herrero natural del pueblo que se precia de nunca haber repetido un diseño.

Aparte de las ventanas y los laureles, no hay nada que distinga este pueblo, en donde no se hacen ni dulces cubiertos. Los que se venden son traídos de Murangato.

Hay cuatro casas de dos pisos: el Palacio Municipal, el hotel Gómez, el Casino del Danzón y la casa de la señora Benavides. Las dos primeras fueron construidas al mismo tiempo y se inauguraron en 1910, durante las fiestas del Centenario. Cincuenta años pasaron sin que ningún habitante de Concepción de Ruiz sintiera necesidad de tener un segundo piso, hasta que llegaron las hermanas Baladro y construyeron el Casino del Danzón. Cuando la obra estaba a medias, la señora Benavides decidió agregarle otro piso a su casa, no porque necesitara más cuartos —es viuda y vivía sola— sino por no tolerar que alguien, en la misma cuadra, tuviera una casa más alta que la suya.

La calle Independencia es la segunda a partir de la orilla. En la esquina próxima al Casino del Danzón hay un molino de nixtamal y una carnicería. Más cerca, cruzando la calle, hay un estanquillo. Los dueños de estos tres comercios sabían que las mujeres habían regresado y que estaban viviendo en la casa clausurada. Ninguno de ellos dio aviso a la policía.

Señales de vida en el Casino del Danzón que fueron observadas por los vecinos entre el 10 de diciembre de 1962 y mediados de enero de 1964:

Una mujer que vive en la casa contigua dice que con frecuencia oía en el corral voces y ruido de gente que lava ropa y una vez a varias mujeres que cantaban «Paloma Currucucú».

Un muchacho dice que una tarde decidió brincar la barda —de la casa que creía desocupada— con objeto de recoger aguacates. Estaba montado en la barda, cuando vio a dos mujeres agachadas, que se le habían adelantado.

Un empleado de la Compañía de Luz y Fuerza dice que cada vez que pasaba por la calle Independencia en la nochecita, le extrañaba ver una luz en las ventanas del comedor —las únicas que dan a la calle—, por haber él mismo estado encargado de cortar la luz de aquella casa el día que las autoridades la clausuraron.

El propietario del molino de nixtamal que está en la esquina dice que la mujer llamada la Calavera acostumbraba ir al negocio que es de su propiedad todos los días y que hacía que le molieran seis kilos de nixtamal y a veces siete.

Una mujer que vive en una casa de enfrente dice que a veces en las mañanas, cuando estaba barriendo la acera, veía salir de la casa de la señora Benavides a tres mujeres con canastas que se iban caminando para el lado del mercado. Sabía que ninguna de las tres era la señora Benavides a quien conoce muy bien.

La misma testigo dice que le extrañaba que un militar visitara con frecuencia a la señora Benavides por ser ésta una señora recatada, socia de la Vela Perpetua.

Pedro Talavera, comerciante, dice que en una ocasión encontró en la bodega de los hermanos Barajas al individuo llamado Ticho, quien en una época había trabajado de coime en el Casino del Danzón. Dice que le preguntó: “Y ahora a qué se dedica, compadre”, que el otro le contestó, “tengo unas gallinitas”, dicho lo cual cargó un costal de ochenta kilos y se fue. Antes de llegar a la puerta de la bodega, del costal se cayeron varios frijoles —que no es comida de gallinas—.

Un agente viajero dice que encontró en la terminal de camiones a tres mujeres que había conocido en el México Lindo y sabía que eran prostitutas. Les preguntó dónde estaban trabajando, con intenciones de visitarlas, y que ellas le contestaron que ya habían dejado la vida y que trabajaban de obreras, pero no supieron decirle en qué fábrica, lo cual le extrañó.

(Siguen más testimonios, de los que se desprende que hasta septiembre las empleadas de las Baladro salían a la calle, rara vez, en grupos de dos o tres. Ninguno de los testimonios hace mención de que funcionara la sinfonola, ni se sabe de ningún hombre que haya asistido, durante la época que nos interesa, al Casino del Danzón en calidad de cliente).

Dice la Calavera:

En los primeros días que pasamos en Concepción de Ruiz después de nuestro regreso, la señora Arcángela no levantó la cabeza. Pasaba los días y las noches acostada en su cama, mirando al techo, en el cuarto casi a oscuras. No estaba ni dormida ni despierta. No habló con nadie ni comió. Bebía sólo los tés que yo le hacía. La señora Serafina se encargaba de todo. Ella me daba el dinero, yo iba al mercado y le hacía a ella las cuentas.

Así han de haber pasado cerca de dos semanas. Entonces, una mañana bajé a la cocina a encender la lumbre y oí un ruido. La señora Arcángela se me había adelantado, la encontré cerca del brasero, asando unos chiles. Me miró y me dijo:

—Tengo hambre.

Todo cambió. Preguntó cuánto se estaba gastando. Quiso ver las cuentas.

—Están tirando el dinero —dijo.

Le dio por la economía. Un día le pareció mal que yo comprara nopales.

—¿Si hay tantos en el cerro de balde, por qué los traes del mercado en donde cuestan dinero? Llévate a tres mujeres, que al fin no tienen nada que hacer y las pones a que corten nopales hasta llenar cubetas y que las traigan cargando.

Les tomó mala voluntad a las muchachas, porque no trabajaban.

—Míralas —me dijo una vez que vio a unas que estaban lavando—. Parecen pájaros recién salidos del cascarón. Nomás abren la boca, esperando a que les den de comer.

Todas las noches apuntaba en su libro lo que cada muchacha se comía.

(El libro de Arcángela es un cuaderno de forma italiana, con pasta dura, de los que se consiguen en cualquier papelería. Su contenido está fechado de junio de 1962 a septiembre de 1963. Arcángela escribe con caligrafía sin refinamientos, pero legible, con tinta verde. En las primeras páginas aparece el estado de cuentas semanal de las empleadas: en la primera columna los nombres, en las dos siguientes, el “haber” —lo que cada mujer ganaba por concepto de comisiones en el cabaret y de trabajo en el cuarto—, en las cuatro siguientes, el “debe”, descuentos por concepto alojamiento, comida, vestidos y dinero entregado. En las últimas columnas aparecen los saldos semanales, que de ser negativos causaban intereses a razón del tres por ciento mensual. Durante los meses que las mujeres estuvieron viviendo en el Casino del Danzón cerrado, sin ningún ingreso, acumularon deudas enormes, que suman más de medio millón de pesos. Arcángela llevó cuentas rigurosas de lo que sus empleadas le debían hasta mediados de septiembre, época en que perdió la esperanza de cobrar).

En febrero —prosigue la Calavera— la señora Arcángela dijo que no podía seguir manteniendo a tanta huevona y decidió traspasarle once muchachas a don Sirenio Pantoja, que tenía negocios en Jaloste y que desde hacía tiempo le había dicho a la señora que él compraría las mujeres que ella no quisiera. Si voy a decir la verdad, la señora le vendió a don Sirenio lo peorcito, las más revoltosas y las más feas. Cuando se fueron nos quedamos más contentas. Dicen que don Sirenio le dio a la señora once mil pesos.

En representación de las hermanas Baladro, el licenciado Rendón inició las siguientes acciones legales: tres demandas consecutivas contra funcionarios públicos destinadas a demostrar que la clausura del México Lindo era anticonstitucional, injusta e improcedente. Estas tres demandas fallaron porque el juez que las examinó las declaró, a su vez, improcedentes. El licenciado Rendón pidió entonces al tribunal que fijara la multa que tenían que pagar sus representadas para volver a abrir el México Lindo. El tribunal tardó tanto en deliberar sobre esta multa que la presente historia terminará antes de que se sepa su decisión. Al ver que el tiempo pasaba en vano, el licenciado Rendón solicitó por las Baladro licencia para abrir otro negocio que no fuera el México Lindo. Le fue negada por estar pendiente de pago la multa que las solicitantes tenían que pagar por el México Lindo. Es decir, no podían abrir otro negocio porque no habían pagado la multa, y no podían pagar la multa porque no se sabía de cuánto era. El juez se negó a aceptar fianza o depósito. Por último, el licenciado Rendón hizo un escrito dirigido al Gobernador de Mezcala y firmado por las Baladro, lleno de fórmulas respetuosas, pidiéndole licencia para abrir un centro nocturno “en la ciudad del Estado que usted tenga a bien señalar”. Este papel fue de una oficina a otra lentamente y regresó al cabo de varios meses a manos del licenciado Rendón con una inscripción a mano, que decía: “niéguese cualquier petición que hagan las que suscriben”. Y la firma del licenciado Sanabria —el hombre que bailó con el Escalera—, secretario particular del Gobernador.

Las gestiones legales que las Baladro hicieron en el Plan de Abajo tuvieron más éxito. En el mes de marzo de 1963 liberaron la casa del Molino y se la vendieron a un talabartero, que la convirtió en taller. El capitán Bedoya logró convencer a las hermanas de que el dinero que recibieron en esta transacción deberían invertirlo en un rancho.

Me llamo Radomiro Reyna Razo, soy natural de Concepción de Ruiz. Yo fui quien vendió a las hermanas Baladro el rancho Los Ángeles, pero advierto que cuando firmé la escritura ignoraba quiénes eran ellas, a qué negocio se dedicaban y nunca imaginé el uso que iban a dar a las tierras que les vendí.

Fue así: yo necesitaba pagar una deuda y no tenía con qué, por lo que decidí vender parte de mis propiedades. Esta intención la expuse a varias personas y una tarde, en la cantina del hotel Gómez, se me acercó el capitán Bedoya, a quien yo conocía nomás de vista, y me dijo:

—¿Cuánto me da de comisión si le consigo comprador para esas tierras que vende?

Yo le hice una proposición, él la aceptó y a los dos días llegaron a mi casa, en un coche de sitio, las señoras Baladro.

Nunca me hubiera imaginado que fueran madrotas. Al contrario, las vi tan serias que las invité a entrar en la sala y se las presenté a mi esposa. Iban vestidas de negro. La mayor, que era la que más autoridad tenía, llevaba un manto, como si fuera a pasar la tarde en la iglesia. Cuidaba a su hermana como si ésta fuera señorita. Cuando la más joven cruzó la pierna, la mayor le dijo: —Cúbrete, Serafina—.

La otra jaló el vestido hasta que le tapó la rodilla. A mi esposa le causaron tan buena impresión que les ofreció vermouth con galletas y ellas se lo tomaron con mucha decencia, sin decir palabrotas ni emborracharse. Después ofrecí llevarlas a los terrenos y mi esposa nos acompaño. ¿Quién me hubiera dicho que estábamos en el mismo coche mi esposa y yo y dos lenonas?

El día en que firmamos la escritura ellas llegaron a la notaría con una bolsa de papel con manchas de grasa de que fueron sacando ciento cincuenta mil pesos en billetes de quinientos, que me entregaron. El capitán Bedoya estuvo presente, pero me hizo seña de que no le diera el dinero de su comisión delante de las señoras. Salimos a la calle con algún pretexto y entonces le pagué.

Después de la firma, cuando ellas y el capitán se habían ido, el notario, que las conocía, me dijo qué clase de mujeres eran. Pero era demasiado tarde, las firmas estaban echadas, yo tenía el dinero en la mano y estaba muy urgido.

Dice Eulalia Baladro de Pinto:

Teófilo acababa de perder todo lo que teníamos por tercera vez. Cuando llegó la carta de mis hermanas los licenciados estaban embargándonos los muebles de la sala. La carta dice así:

Querida Eulalia:

En vista de que el negocio de que hemos vivido tantos años se está poniendo cada día más difícil hemos decidido dedicarnos a la agricultura. Queremos que Teófilo, que sabe tanto de ranchos, lo administre, etc…

La carta había sido escrita por Arcángela, pero firman las dos. Teófilo y yo vimos en ella un rayo de esperanza y al día siguiente hicimos las maletas y nos fuimos a Concepción de Ruiz. (Dice que por instrucciones de sus hermanas se hospedaron en el hotel Gómez. Pretende que en los siete meses que siguieron, de trato frecuente, ni ella ni su marido se dieron cuenta de que sus hermanas estuvieran viviendo en el Casino del Danzón. La misma tarde de su llegada fueron a ver el rancho con las Baladro, en el coche del Escalera).

—En este pedacito —le dijo Arcángela a Teófilo— quiero que siembres flores para ponerle a Beto en su tumba el día de Muertos.

Era el principio del tiempo de aguas y el maíz estaba brotando —dice Eulalia—, pero el lugar me pareció muy solitario. (Describe la casa del rancho, la troje en ruinas, el tejaban destartalado y el sentimiento de melancolía que la invadió cuando miró a su alrededor y comprendió que no le alcanzaba la vista para ver otra casa habitada).

Teófilo —dice Eulalia— hizo un proyecto de lo que había que hacer para que el rancho fuera productivo y un presupuesto de lo que iba a costar. A mis hermanas les pareció muy bien el proyecto, pero muy caro el presupuesto. Le entregaron a mi marido, poco a poco, menos de la mitad del dinero que hacía falta, por eso pudo arreglar la casa, pero no alcanzó para conectar el agua y la luz eléctrica. Pudo reparar la troje, pero no alcanzó el dinero para comprar las vacas, pudo sembrar el maíz pero no la alfalfa. En cambio de todas las cosas que faltaron nos dieron algo que no hacía falta.

Una mañana llegaron mis hermanas al rancho con un bulto largo, envuelto en periódico. Arcángela lo puso en la mesa de la cocina y le dijo a Teófilo que lo desenvolviera. Era la carabina.

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