Hipótesis: una de las dos, Evelia o Feliza, le quitó los dientes a la muerta cuando estaba tendida, en un momento en que se quedó sola con ella, no dijo nada a nadie, y tres meses después la que no sabía nada encontró los dientes en poder de su amiga, consideró el robo y el secreto una traición y agarró a la otra de las greñas.
Otra hipótesis: estando Blanca muy enferma y segura de que Arcángela iba a quitarle los dientes, prefirió cederlos en vida a la amiga que más quería —Evelia o Feliza—, y cuando la otra supo quién era la preferida, tuvo un ataque de celos con las consecuencias ya vistas.
Así pudo ser.
6
Ahora hay que volver al momento en que Arcángela y Serafina, después de haber abierto la puerta, entrado en el cabaret y distinguido entre la nube de polvo a las muertas, el barandal retorcido, los dientes de oro de Blanca, etc., levantan la mirada y ven asomar en el marco del balcón sin barandal cinco, seis, siete… hasta llegar a trece, rostros de mujeres que miran hacia abajo.
En ese instante, sin que ninguna de las afectadas se dé cuenta las relaciones entre las dueñas de la casa y sus empleadas se modifican radicalmente. Las mujeres asomadas en el balcón son testigos de que allí abajo hay dos muertas y de lo que más tarde se hará con los cadáveres. Las Baladro son las dueñas de la casa, las directoras de la comunidad y, por consiguiente, las responsables de lo que ocurra en ella.
En apariencia todo se simplifica. No hay necesidad, por ejemplo, de hacer el entierro a la medianoche, procurando no hacer ruido para no despertar a las durmientes. A las seis de la tarde, cuando Ticho regresa de un trabajo —de cargar sacos de cemento—, la Calavera lo conduce al rincón del corral, a pocos metros de la tumba de Blanca, y le ordena que cave una fosa doble, de un metro ochenta de hondo, sin importar que el zapapico y la barreta hagan ruido al golpear contra el tepetate. Ticho obedece y a las doce de la noche Evelia y Feliza están enterradas.
Esa noche, debido a un asunto relacionado con el servicio, el capitán Bedoya no visitó a Serafina, ni el 15 de septiembre, por ser víspera de desfile y estar la tropa acuartelada. El 16 en la noche, el capitán llegó a la casa mortificado: el caballo tordillo se había encabritado cuando el desfile iba en plena avenida Juárez, de Pedrones, y casi lo había desmontado. Sentía que había hecho el ridículo ante los soldados a su mando y cientos de espectadores. El sable se le había caído al piso, un niño lo había recogido y se lo había entregado, haciéndolo sentir todavía más humillado.
—Quiero beber para olvidar mi vergüenza —se había dicho el capitán cuando caminaba cabizbajo, con las manos en las bolsas, hacia la calle Independencia.
En este estado de ánimo, Serafina le dio la noticia de que Evelia y Feliza habían fallecido y estaban en el corral. (Serafina, que nunca le había revelado a Bedoya lo que había sucedido con Blanca, había sentido remordimientos al verlo tan ignorante, preguntando qué sería lo que olía a muerto). Empezó la conversación Serafina, diciendo:
—Voy a decirte una cosa, porque no quiero que haya secretos entre tú y yo, etc.
Cuando la noticia estuvo dada, el capitán contestó:
—Muy bien. Ahora nomás te hace falta que se mueran las otras trece para enterrarlas en el corral.
Meses después, durante el juicio, el capitán declaró que esta frase la dijo de guasa, y el juez no se lo creyó.
El 18 de septiembre Serafina llamó por teléfono a don Sirenio Pantoja y le dijo, «con mucha pena», que su hermana había cambiado de opinión y decidido no vender las mujeres como había quedado. Dice don Sirenio que por el tono de voz de Serafina comprendió que era inútil hacer un ofrecimiento mejor. Pensó que o ya habían vendido a otro comprador o estaban decididas a no vender a ningún precio.
1
Cada año, en el 24 de septiembre, una de las mujeres, María del Carmen Régulez, tenía la costumbre de visitar a su madre que se llamaba Mercedes.
En la antevíspera de esta fecha María del Carmen pedía a Serafina permiso para no trabajar en la noche del 24, y a Arcángela le pedía dinero, ya fuera del que ésta le tenía «guardado», o, cuando estaba muy bajo su saldo, prestado. Dice María del Carmen que nunca, hasta el último año, había tenido dificultad: Serafina le daba siempre permiso y Arcángela le entregaba el dinero. El día 23 María del Carmen salía del burdel al mercado, compraba un ramo de flores, de preferencia gladiolas, que llegaban siempre marchitas a los brazos abiertos de la festejada, y una tela para vestido, o un rebozo o unos zapatos. Al día siguiente la jornada empezaba rayando el sol, porque María del Carmen tenía que tomar tres camiones para llegar al rancho donde vivía su familia. Se apeaba del tercero de éstos en una loma pelada y caminaba por una vereda apenas visible hasta llegar a un pitayó. Desde allí se divisaban las casas y la nopalera.
Cada año los perros desconocían a María del Carmen, cada año salían la madre y las cuñadas de la cocina a tranquilizarlos, cada año al verse las mujeres otra vez juntas, lloraban, cada año entraban en la cocina, se sentaban alrededor del brasero y hablaban —alguien había muerto, había nacido un niño, la cosecha se había perdido—. Los hombres regresaban del campo a la media tarde, la familia se sentaba a comer, María del Carmen ayudaba a servir la mesa. Sólo la madre sabía el oficio de su hija —como que había sido ella quien la había vendido—, el resto de la familia creía que era criada. En la noche tomaban té de hojas de naranjo con alcohol y se emborrachaban.
Al día siguiente, rayando el sol, María del Carmen emprendía el regreso al burdel.
Aquel año, el 22 de septiembre, María del Carmen pidió a Serafina permiso para ir al rancho y Serafina, por primera vez, se lo negó.
—Mi hermana —dijo— ha decidido que no salgan a la calle más que las que van con la Calavera al mercado a comprar la comida.
No explicó el motivo de la prohibición, ni dijo cuánto tiempo iba a durar su vigencia. María del Carmen no se atrevió a preguntar ninguna de las dos cosas porque, como todas las empleadas de las hermanas Baladro, tenía miedo de las patronas. En cambio, comentó con sus compañeras que Serafina le había prohibido ir al rancho y que le había dicho que nomás las dos mujeres que iban con la Calavera al mercado —que siempre eran las mismas— iban a poder salir a la calle. Estas conversaciones, repetidas muchas veces en la indolencia del burdel cerrado, hicieron que las once mujeres que habían sido excluidas del privilegio se sintieran cautivas y, lo que es más importante, unidas.
2
Rosa N y Marta N eran las dos mujeres que salían de la casa, acompañando a la Calavera, a comprar la comida. Rosa aparece en el Padrón Antivenéreo de San Pedro de las Corrientes con los nombres sucesivos de Margarita Rosa, Rosa de las Nieves y María del Rosal. En el burdel le decían Rosa a secas. Tuvo fama de obediente. Cuando los burdeles estaban abiertos —dicen quienes la trataron— era la primera en bajar de su cuarto y presentarse ante la patrona —Serafina o Arcángela, porque con las dos trabajó— para que le diera el visto bueno. Si ésta le encontraba algún defecto —el esmalte de las uñas desprendiéndose en costras, o un moño prendido del cabello que no iba con el color del vestido—, Rosa regresaba de buen modo a su cuarto —cosa que ninguna otra hacía— y procuraba corregirlo. En los burdeles cerrados, Rosa se distinguió por hacer trabajos pesados, desagradables o innecesarios, como lavar el revés de cazuelas cochambrosas, o cargar la canasta más pesada del mercado.
La otra fama que tenía Rosa era de delatora —rajona—. Fama sustentada en dos incidentes: en una ocasión un cliente borracho se quitó el reloj de pulsera y lo puso sobre la mesa, una de las mujeres que estaban sentadas con él lo tomó y lo guardó. La única persona que presenció esta acción fue Rosa. Antes de terminar la velada Arcángela intervino, obligó a la culpable a devolver la prenda y le impuso de castigo una multa que la otra tardó en pagar seis meses. En otra ocasión, Carmelo N, que fue mesero de la casa del Molino en una época, inventó un sistema para defraudar a Serafina: consistía en entregar a varias mujeres que eran cómplices suyas fichas por consumos imaginarios, las mujeres entregaban las fichas a Serafina, cobraban su comisión y le daban una parte de ésta a Carmelo. Este negocio particular duró hasta que Carmelo cometió el error de invitar a Rosa a formar parte de su organización. Al día siguiente perdió el empleo.
Aparte de ser obediente y rajona, Rosa no tenía más virtudes. Era verdiosa, tenía un catarro perpetuo —cuando se sonaba las narices, dice la Calavera, “parecía un clarín de órdenes”— y expresión de mártir. Los hombres que se acercaban a ella lo hacían por estar muy borrachos o por no ver bien en la luz engañosa del cabaret. En las mesas, dicen las que la conocieron, su tema de conversación predilecto era lo mal que la había tratado el destino —“la vida me jugó chueco”, decía con frecuencia—. Pocos eran los hombres que se atrevían a subir al cuarto de Rosa y menos los que estuvieron en él dos veces.
Las Baladro soportaron a Rosa diez años y medio, en parte por obediente, en parte por delatora, pero sobre todo, porque no lograron deshacerse de ella. Primero se la pasaron una a la otra, después intentaron venderla varias veces a un tercero, pero los compradores, al verla, la rechazaron. Por fin las Baladro se resignaron y la usaban para ahuyentar clientes molestos o insolventes.
Rosa, que tenía ingresos minúsculos, acumuló en diez años la deuda más grande que aparece en el libro de Arcángela —cuarenta y cinco mil cuatrocientos pesos—. Es posible que, con la falta de lógica propia de la avaricia, Arcángela haya tenido la esperanza de que Rosa se volviera atractiva de la noche a la mañana y lograra pagarle a la familia todo el dinero que debía.
3
La perdición de Rosa fue caminar por el corredor que daba a los cuartos a hora en que no debía.
Aurora Bautista, una de las mujeres que vivían en el Casino del Danzón, al conversar con María del Carmen y enterarse de que excepto las dos que salían con la Calavera, ninguna iba a poder salir a la calle, decidió escapar del burdel.
Expuso su idea a tres de sus amigas y ellas estuvieron de acuerdo en acompañarla. Se reunieron varias veces en el cuarto de una de ellas para hacer planes. Decidieron que la fuga tenía que hacerse en la noche, entre las once, hora en que todos estaban dormidos, y las doce, hora en que salía el último camión que iba a Pedrones. En cuanto a salir de la casa, no podía hacerse por donde lo hacían las Baladro, porque hubieran necesitado la llave del comedor, que siempre colgaba en el seno de Serafina; brincar una de las bardas significaba caer en un corral ajeno, entre perros desconocidos; no quedaba entonces más que usar una escalera de mano para llegar a la azotea del Casino, pasar dando un brinco a la de la señora Benavides, de la que podían bajar fácilmente al nivel de la calle, y salir por la puerta, que se quedaba atrancada por dentro.
En la casa había una escalera de mano que se guardaba en la covacha donde dormía Ticho. Ticho tenía la fama de dormir un sueño de piedra.
La tarde en que las amigas se pusieron de acuerdo en escapar del burdel por medio de una escalera de mano, oyeron un ruido en el corredor, como si hubiera alguien afuera de donde estaban hablando. Las cuatro mujeres se quedaron calladas. Luz María, la dueña del cuarto, se levantó sigilosamente y abrió la puerta. Vio que no había nadie precisamente afuera, pero que a unos metros, caminando por el corredor en dirección a donde ella estaba, iba Rosa…
Las mujeres estuvieron un rato sopesando la posibilidad de que Rosa pudiera haberlas oído, pero llegaron a la conclusión de que no era probable. Sin embargo, en vista de este incidente ambiguo, decidieron adelantar la partida y fugarse esa misma noche.
Podemos imaginar el equipaje, las bolsas de pita, las cajas de cartón amarradas, etc.; cada una puso de sus pertenencias lo más preciado —el vestido anaranjado, el bolero de peluche, la bolsa con chaquiras, los zapatos de charol—, teniendo en cuenta, al hacer la selección, que iba a ser necesario dar un brinco y, posiblemente, echar a correr por la calle. Dicen que con el dinero que reunieron entre las cuatro les alcanzaba para pagar el pasaje a Pedrones y les sobraban cuarenta y cinco pesos, con los que pensaban seguir viajando, no sabían en qué dirección, pero alejándose siempre de Concepción de Ruiz.
En la noche, cuando todo estaba en calma, las mujeres se reunieron en el corredor, descalzas, bajaron la escalera y cruzaron el patio. Una de ellas, Luz María, confiesa haber recogido una piedra redonda grande, que tenía que sostener con ambas manos, con intenciones de golpear a Ticho en la cabeza en caso de verlo despertar. Entraron en la covacha, que no tiene puerta. Ticho no despertó, pero ellas, a tientas, se dieron cuenta de que la escalera de mano no estaba en donde siempre había estado.
Salieron de la covacha desconcertadas y se reunieron en la cocina a oscuras. Allí tuvieron una conferencia en voz baja. Llegaron a la conclusión de que Rosa las había delatado. Esto las enfureció.
La siguiente escena debe ser así: hay una mujer dormida en una cama grande, en un cuarto oscuro; se abre la puerta silenciosamente —desde que el burdel había sido clausurado, las Baladro quitaron los pasadores de los cuartos, de manera que las mujeres no podían encerrarse—, en la claridad del umbral se ven pasar varias siluetas; la puerta se vuelve a cerrar.
No se sabe si Rosa despertó cuando las otras encendieron la luz, cuando la descobijaron o cuando empezaron a golpearla. Ni siquiera se sabe si las que la atacaron encendieron la luz o si la golpearon a oscuras. Tampoco se sabe si el miedo hizo enmudecer a Rosa, si las atacantes le impidieron gritar o si gritó con todas sus fuerzas y nadie la oyó.
—La chancletearon —dice la Calavera al describir esta venganza.
Las heridas de Rosa fueron causadas por los tacones altos de los zapatos con que las otras la golpearon.
Al día siguiente, cuando todas las mujeres, menos Rosa, almorzaban en la cocina, la Calavera subió al cuarto de ésta a ver qué le pasaba. Al acercarse a la puerta oyó el gemido. Rosa estaba en la cama, semiinconsciente, cubierta con una cobija. No tenía heridas en la cara, pero su cuerpo y especialmente las nalgas, estaba lleno de moretones y heridas que con el tiempo y la mala atención supuraron y se hicieron llagas.