Las muertas (15 page)

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Authors: Jorge Ibargüengoitia

Tags: #Narrativa

Es en la mañana, temprano. No hay una nube. Hace frío.

Una figura humana sale del portal de la casa, va a la troje y abre la puerta grande. Poco a poco, sin prisas, van saliendo de la troje cuatro figuras envueltas en trapos. Se paran un momento en el sol, después van a donde está la cerca, se levantan las enaguas y se ponen en cuclillas, en hilera. La figura que abrió la puerta se mueve hacia el tejaban, se inclina frente al tractor, hace un movimiento brusco y una voluta blanca aparece encima del tubo de escape. Se oye la explosión falsa y después nada. Otra figura aparece en el portal de la casa y allí se queda, inmóvil. Ticho se distrae, se inclina sobre la pala, mueve un terrón para que corra el agua, refuerza un bordito, etc. No vuelve a levantar la cabeza hasta que oye el grito.

Cuando vuelve a mirar la escena, la situación ha cambiado. Las cuatro mujeres que estaban en cuclillas están ahora corriendo por el barbecho. Ticho comprende que están tratando de cruzarlo sesgado, para llegar a la carretera en el punto más alejado de donde él está parado. La figura que estaba en el portal ha desaparecido, la que estaba en el tejaban se mueve hacia el portal. Las cuatro figuras que corren por el barbecho se van separando unas de otras. La carrera es difícil, los pies se tuercen, se les hunden entre los terrones, corren y no avanzan. Las otras dos figuras están ahora en el portal. La que había entrado en la casa y ha vuelto a salir le entrega a la que acaba de llegar del tejaban un objeto que ésta coge con las dos manos.

Esta figura, erguida, se queda inmóvil un momento. No se ve ni el fogonazo ni el humo. Las detonaciones cogen a Ticho por sorpresa y lo sobresaltan.

15
LA MALA RACHA

1

—Dice el señor don Teófilo que las cuatro mujeres que usted le dejó encargadas ya se le estaban fugando, por lo que, en obediencia de las órdenes que usted le tenía dadas, disparó sobre ellas con aquella carabina que usted le había dado para que cuidara las vacas. Una ya se murió. Otra está agonizando. Las otras dos se rindieron y pudimos volver a encerrarlas. Ésta es la novedad. Dice don Teófilo también que está en espera de las nuevas órdenes que usted quiera darle.

Estas fueron, mutatis mutandis, las palabras con que Ticho dio a Arcángela la noticia, una hora escasa después del suceso. Es posible imaginar las que dijo Arcángela al oírlas. Ella no admitió, ni entonces ni después, ni admite ahora, haber pronunciado la palabra «carabina» en relación con las cuatro mujeres que llevó al rancho Los Ángeles.

—Le dije que las cuidara, que las atendiera, que no dejara que se fueran, pero no que las balaceara.

En la actualidad se refiere a Teófilo invariablemente como «el pendejo de mi cuñado». Conviene advertir que ni el Escalera, que fue quien llevó a las mujeres al rancho, ni Eulalia, que salió con Teófilo al encuentro del coche cuando éste se quedó atascado, oyeron a Arcángela hablar de la carabina.

El resultado es el mismo: Arcángela dio a Teófilo la carabina, llevó a las mujeres al rancho, y Teófilo, sintiendo que así cumplía una orden que Arcángela le había dado, disparó sobre ellas.

Al poco rato de recibir la noticia Arcángela se sintió mal —se enfermó del coraje, según ella—, tuvo que acostarse y la Calavera le llevó a la cama una taza de té de istafiate. Según la Calavera, Arcángela dijo en esa ocasión: —Se me hace, Calaverita, que ya nos llevó la chingada.

Mientras Arcángela se reponía, Serafina y Ticho fueron al rancho Los Ángeles en el coche del Escalera. Cuando llegaron la mujer herida había muerto.

No hay memoria de que Serafina haya reprochado a Teófilo su actuación. Se limitó a tomar las disposiciones que consideró prudentes: caminó por los campos seguida de Ticho, que llevaba en el hombro una pala y un pico, hasta que encontró un lugar que le pareció adecuado. Estaba lejos de la carretera, al pie de un bordito, protegido de miradas indiscretas —aunque no había quien las echara— por unos nopales. Allí le ordenó a Ticho excavar.

Mientras este trabajo se hacía, Serafina regresó a la casa del rancho. Había llegado a la conclusión de que ni Teófilo ni su esposa estaban capacitados para «cuidar mujeres», por lo que hizo que su cuñado abriera la troje, ordenó a las dos mujeres que estaban allí encerradas que se subieran en el coche, y regresó con ellas al pueblo. Después de dejarlas, cada una en un cuarto, otra vez encerradas, hizo un segundo viaje al rancho, a supervisar el entierro.

La ropa de las muertas se puso en un montón al que se le prendió fuego. Los cadáveres, envueltos en costales, fueron llevados del tejaban —donde habían estado tendidos— a la fosa, por Ticho, el Escalera y Teófilo, que al principio se resistió a participar en la tarea funérea. Cuando el Escalera y Ticho cubrieron la fosa y borraron los rastros lo mejor que pudieron, Serafina se dio por satisfecha. Estaba oscureciendo. Hacía frío. Eulalia los invitó a pasar a la casa a comer algo —los hombres estaban hambrientos—, pero Serafina rehusó la invitación y dijo que era hora de regresar al pueblo. Todos fueron al coche y allí se despidieron: Serafina le dio un beso a su hermana, Teófilo abrió la portezuela del coche y dicen que preguntó a su cuñada:

—¿Qué órdenes me dejas ahora?

—Ninguna —contestó Serafina—. Cuando Arcángela se sienta mejor decidirá qué hace contigo.

Dicho esto, regresaron al pueblo. Teófilo y Eulalia se quedaron en el rancho solos, con dos crímenes en la conciencia, dos cadáveres enterrados a cincuenta pasos, al pie del bordito, y el sentimiento molesto de no haber satisfecho a quienes les daban trabajo.

2

En las semanas que siguen, la comunidad del Casino del Danzón se divide y se reagrupa varias veces, de acuerdo con las oscilaciones oscuras del capricho de Arcángela.

Las cuatro mujeres que habían golpeado a Rosa fueron separadas de sus compañeras como la peste. Durante un tiempo ocuparon el escalón más bajo en la jerarquía del burdel: vivían encerradas, cada una por separado, en los cuartos más oscuros de la casa. La Calavera llevaba a sus cuartos, dos veces cada día, tortillas y frijoles, en cantidades que siempre las dejaban con hambre. En cambio, las tres que no habían participado en ningún asalto, y Marta, tenían libertad para andar por la casa, inclusive podían entrar en la cocina y prepararse un bocado cuando sentían hambre intempestiva. Su única limitación era la calle, a la que no podían salir tres de ellas. La otra, Marta, podía hacerlo sólo acompañando a la Calavera al mercado. Rosa, que seguía enferma; sin poder moverse, estaba relativamente bien atendida, en su cama. Estas mujeres y sus patronas comían modestamente, pero bastante: frijoles y tortillas, los que quisieran, sopa de fideo, de vez en cuando, guisado de carne, dos o tres veces por semana, especialmente cuando se quedaba a cenar en la casa el capitán Bedoya —a quien la Calavera servía siempre un huevo en el almuerzo, huevo que las otras nomás veían pasar en un plato—. A las nueve de la noche llegaba el Valiente. El capitán le había dado órdenes de llevar ropa de civil cuando estuviera al servicio de las Baladro, pero él, que no la tenía en cantidad suficiente, llegaba la mayoría de las noches con una camisa reglamentaria, en cuyo cuello podían leerse, desteñidos, los números del regimiento. La Calavera lo consentía. Le daba de cenar dos huevos ahogados en una salsa de chile cascabel, un altero de tortillas y una jarra de té de hojas de naranjo, con el objeto, decía la Calavera, de que el otro pudiera resistir mejor «los fríos». El Valiente dizque hacía guardia para que no se escaparan las cuatro reclusas. En realidad, se envolvía en el capote y se dormía profundamente, atravesado a la mitad de la escalera, con un rifle automático al lado.

Cuando Teófilo mató a las dos mujeres la situación cambió. Las dos sobrevivientes del suceso pasaron a ocupar el lugar más bajo de la escala jerárquica del burdel. Por haber visto morir a sus compañeras de fuga, fueron tratadas como criminales. Fueron encerradas en «cuartos tapiados», de comer se les daba lo que dejaban en las cazuelas las demás, que era casi nada, y nunca salieron. Tan eficazmente aisladas estuvieron estas dos, que las otras que vivían en la casa no supieron, sino hasta varios meses después, ni que ellas estuvieran allí encerradas, ni lo que había sucedido en el rancho.

En contraste con el castigo y aislamiento rigurosos impuestos a las mujeres que habían regresado del rancho, Arcángela decidió disminuir la pena de las cuatro que habían atacado a Rosa —aunque ésta seguía enferma—, y dispuso que durante el día se les permitiera salir de los cuartos, comer en la cocina hasta llenarse, reunirse entre sí y hablar con las demás. Después de la cena, regresaban a sus respectivos cuartos en donde la Calavera las encerraba hasta el día siguiente.

Parece que este acto, de cerrar un candado en las noches y de volver a abrirlo por la mañana, valió a la Calavera la enemistad de las encerradas, con quienes hasta esas fechas había conservado relaciones relativamente cordiales —a pesar de que ni por un momento cupo la menor duda de que la Calavera era partidaria incondicional de las Baladro, y en consecuencia, enemiga de las insurrectas. Parece que no hubo provocación ni pleito. No se sabe lo que querían conseguir las cuatro mujeres—.

El incidente fue así. Una mañana, después del almuerzo, las cuatro estaban en la cocina lavando los trastes, cuando entró la Calavera. Ella dice que en el momento en que entró comprendió que la estaban esperando, ellas afirman que no se habían puesto de acuerdo. La Calavera dice que no abrió la boca, ellas, que las insultó diciéndoles «¡Qué chingaos!»(?). El caso es que antes de que la Calavera pudiera defenderse, Aurora Bautista le estrelló la cazuela en la cara, y otra, la víctima no sabe decir quién, le pegó en la cabeza con el cucharón de palo.

Todo parece indicar que la intención de las cuatro mujeres fue hacerle a la Calavera lo mismo que las otras cuatro habían tratado de hacerle a Marta: echarla por el excusado viejo y enterrarla viva. (Conviene notar que este intento hubiera tenido más probabilidades de éxito que el anterior, porque siendo la Calavera mucho más delgada que Marta sí hubiera cabido por el agujero).

Afortunadamente para todas las participantes, el intento se frustró. Las mujeres caminaban por el corral en dirección al excusado viejo, llevando en brazos a la Calavera, semiinconsciente, cuando se cruzaron con Arcángela, que regresaba a la casa después de darles de comer a las gallinas. Lo que ocurrió entonces pone de manifiesto la autoridad que aún en esa época tenía la madrota sobre sus empleadas. En el momento de verla las cuatro quedaron sobrecogidas y no atinaron a hacer nada más que obedecer sus órdenes. Arcángela, sin necesidad de soltar un plato que llevaba en la mano, hizo que las otras cuatro llevaran a la Calavera a su cuarto, la acostaran sobre su cama, y llamaran a Serafina, que estaba en el comedor, cosiendo, para pedirle que las encerrara a ellas.

Esa noche el capitán Bedoya vigiló el castigo. Hizo que las cuatro culpables se golpearan unas a otras con el cucharón de palo. Fue en esa ocasión cuando Aurora Bautista, impulsada por un instinto oscuro, golpeó en la boca varias veces a Socorro hasta romperle los dientes. María del Carmen gritó: «vas a matarla», y el capitán intervino arrebatando a Aurora el cucharón. (Durante el juicio, el capitán hizo referencia a este acto humanitario).

La Calavera, que tuvo la cara hinchada durante más de una semana, no intervino esa noche en el castigo, ni dio muestras después de guardar rencor a quienes la habían atacado.

3

A mediados de diciembre, el capitán Bedoya tuvo que hacer un viaje a la ciudad de Mezcala para arreglar un asunto relacionado con el servicio. Antes de emprenderlo hizo dos consideraciones: una, que lo mismo cuesta un cuarto de hotel si duerme uno solo que si está acompañado, dos, que la vida en el Casino del Danzón era cada vez más opresiva y que Serafina, que había estado en tensión constante durante meses, merecía un descanso. El capitán la invitó a acompañarlo y Serafina aceptó.

Hicieron el viaje en autobús de primera. El capitán fue galante: permitió a Serafina sentarse en el asiento que estaba junto a la ventanilla, y, cosa que nunca había hecho por nadie, bajó del camión en una parada a comprar los tejocotes cubiertos que a ella se le antojaron —y él los pagó—. El capitán iba de uniforme, Serafina, para evitar desgreñarse, se cubrió la cabeza con una mascada roja.

Dice el capitán que en el momento de arrancar el camión Serafina pareció olvidar los problemas que había en la casa, entró en calma, quedó absorta en la contemplación del paisaje y con frecuencia hizo comentarios tales como: «mira qué peñasco tan grande”, o “¿qué se sentirá vivir en este lugar tan solitario?», los que, según el capitán, indican claramente la aspiración que tenía entonces Serafina de dejar el lenocinio y dedicarse a la agricultura.

A las ocho de la noche llegaron a la ciudad de Mezcala. El capitán siguió complaciente. Desechó la idea de hospedarse en alguno de los hoteles cercanos a la terminal de autobuses, por considerarlos «baratos, pero en un lugar muy ruidoso». Tomaron un taxi —que él pagó— que los llevó a un hotel céntrico y relativamente elegante. El capitán no se enfadó ni cuando en la administración le dijo el empleado lo que costaban los cuartos. Insistió en que le mostraran varios para que Serafina escogiera el que más le gustara. Se quedaron por fin en uno que tenía un balcón desde el que se veía un pequeño parque, con bancas, y el atrio de una iglesia.

Serafina se quitó la mascada roja y el capitán la llevó a cenar en una cervecería famosa.

Al día siguiente, el capitán pasó la mayor parte de la mañana en las oficinas de la Jefatura de Operaciones. Serafina fue a los portales y compró dulces típicos de Mezcala para llevarlos de recuerdo a su hermana. Al medio día, cuando el capitán regresaba al hotel, la vio desde lejos, asomada al balcón, agitando la mano y sonriéndole. Dice que en muchos meses no la había visto tan contenta.

Después de comer fueron al cine; después del cine se separaron: el capitán regresó a la Jefatura, con el objeto de proseguir su diligencia y Serafina se fue caminando en dirección al hotel. Describe lo que ocurrió de la manera siguiente. Iba por una calle cuyo nombre no recuerda, al atardecer. Había mucha gente. De pronto, dice, notó en la acera de enfrente algo, no sabe decir qué —una silueta, un gesto—, que la inquietó. Dice que siguió caminando, que al principio no supo lo que le pasaba, que tardó un rato en darse cuenta de que había visto a Simón Corona entre la gente. Toda la rabia contenida aquellos años se le vino encima, sintió la boca amarga y tuvo que detenerse a escupir. Dice que sintió otra vez la humillación de aquella noche en Acapulco, cuando preocupada entró en la tienda, vio la otra puerta y comprendió que Simón la había engañado. Dice que volvió a sentir una gran lástima de sí misma: tan buena que ella había sido y tan mal que el otro le había pagado. Cree que si hubiera llevado la pistola calibre .45 en la bolsa de mano, hubiera disparado sobre la gente que iba pasando por la acera de enfrente. Pero no la llevaba.

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