Ella le había prometido mucho, lo había tentado con la fama, animando cada mentira que él se inventaba. Promesas de riquezas, de apariciones aplaudidas en la televisión, de una adulación que él nunca había conocido antes. Siempre que aparecieran los fantasmas.
Sonrió de nuevo con aquella sonrisa. Ella lo llamaba su Intermediario, el inocente portador de los mensajes. Pronto subiría las escaleras… detendría la mirada sobre su cuerpo, con la voz cercana a las lágrimas por la patética emoción de encontrar otra serie más de nombres y tonterías garabateados.
A él le gustaba que ella lo observara desnudo, o casi desnudo. Durante toda la sesión se quedaba sólo en calzoncillos para que vieran que no escondía ningún instrumento. Una precaución ridícula. Todo lo que necesitaba eran las minas bajo la lengua y suficiente energía para lanzarse de un lado a otro de la habitación durante media hora mientras se desgañitaba a voces.
Estaba sudando. El surco del esternón brillaba de sudor y tenía el pelo pegado a la pálida frente. Había trabajado duro, estaba deseando salir de la habitación, remojarse un poco y disfrutar de un rato de admiración. El Intermediario se metió la mano en los calzoncillos y jugó consigo mismo, distraídamente. En alguna parte de la habitación una mosca, o quizá más de una, se habían quedado atrapadas. Ya había pasado la época de las moscas, pero las podía oír cerca. Zumbaban inquietas contra la ventana o alrededor de la bombilla. Podía oír sus pequeñas voces de mosca, pero no las cuestionó, estaba demasiado absorto en sus pensamientos sobre el juego y en el simple placer de acariciarse.
Cómo zumbaban, aquellas inofensivas voces de insecto, zumbaban y cantaban y se quejaban. Cómo se quejaban.
Mary Florescu tamborileaba con los dedos sobre la mesa. Su anillo de boda estaba un poco suelto, sentía cómo se movía al ritmo de sus golpecitos. Algunos días le apretaba y otros se soltaba, uno de aquellos pequeños misterios de la vida que nunca había analizado a fondo, sino que simplemente aceptaba. De hecho, en aquellos momentos estaba muy suelto, casi a punto de caerse. Pensó en la cara de Alan. La querida cara de Alan. Pensó en ella a través de un agujero hecho por su anillo de boda, como si estuviera al final de un túnel. ¿Habría sido así su muerte? ¿Avanzar cada vez más por un túnel que descendía hacia la oscuridad? Empujó más el anillo hacia su mano. A través de las puntas de sus dedos índice y pulgar parecía casi saborear el gusto acre del metal al tocarlo. Era una sensación curiosa, una ilusión de algún tipo.
Para librarse de la amargura pensó en el chico. Su cara se le apareció con facilidad, con mucha facilidad, abriéndosele paso en la conciencia con su sonrisa y su físico corriente, todavía afeminado. Casi como una chica… la redondez de su cuerpo, la dulce claridad de su piel… la inocencia.
Todavía tenía los dedos sobre el anillo y la agrura que había sentido antes creció. Miró hacia arriba. Fuller estaba organizando el equipo. Alrededor de la calvicie incipiente de su cabeza relucía y serpenteaba un nimbo de pálida luz verde…
De repente se sintió mareada.
Fuller no vio ni oyó nada. Tenía la cabeza inclinada sobre su trabajo, absorto. Mary lo observaba con atención, miraba el halo sobre él, sentía cómo se despertaban nuevas sensaciones dentro de ella, a través de ella. El aire parecía estar repentinamente vivo; las mismas moléculas de oxígeno, hidrógeno, nitrógeno chocaban contra ella en un íntimo abrazo. El nimbo sobre la cabeza de Fuller se estaba extendiendo y encontraba un resplandor semejante en todos los objetos de la habitación. El sentido antinatural de las puntas de los dedos también se estaba extendiendo. Podía ver el color de su respiración al exhalarla, un destello naranja rosado en el aire burbujeante. Podía oír con toda claridad la voz del escritorio tras el que se sentaba, el bajo quejido de su presencia sólida.
El mundo se estaba abriendo, llevaba los sentidos de Mary hasta el éxtasis, los halagaba para abrirlos a una salvaje confusión de funciones. De repente, era capaz de reconocer el mundo como un sistema, no de políticas o religiones, sino como un sistema que se extendía desde la carne viva hasta la madera inerte del escritorio y el viejo oro de su anillo de boda.
Y más allá. Más allá de la madera, del oro. Se abrió la grieta que llevaba a la autopista. En su cabeza oía voces que no provenían de las bocas de los vivos.
Miró hacia arriba o, mejor dicho, alguna fuerza lanzó su cabeza hacia atrás violentamente y se encontró observando el techo. Estaba cubierto de gusanos. No, ¡aquello era absurdo! Sin embargo,
parecía
estar vivo, vibrante de vida… latiendo, bailando.
Podía ver al chico a través del techo. Estaba sentado en el suelo, con el miembro erecto en la mano. Tenía la cabeza echada hacia atrás, como Mary. Estaba tan perdido en su éxtasis como ella. Con su nueva visión, Mary vio la luz que latía dentro y alrededor del cuerpo de Simon… recorrió la pasión asentada en su barriga y el placer que le derretía la cabeza.
Vio otra cosa, la mentira que ocultaba, la ausencia de poder donde ella pensaba que había algo maravilloso. No tenía ningún talento para comunicarse con los fantasmas, nunca lo había tenido, resultaba evidente. Era un pequeño mentiroso, un niño mentiroso, un dulce y blanco niño mentiroso sin la compasión ni la sabiduría para comprender su atrevimiento.
Ahora estaba hecho. Las mentiras estaban contadas, los trucos urdidos y la gente de la autopista, mortalmente harta de tantas falsificaciones y burlas, zumbaba en la grieta de la pared y exigía una satisfacción.
La grieta que
ella
había abierto, sin querer la había manoseado y revuelto, había abierto la cerradura lentamente, poco a poco. Su deseo por el chico lo había hecho; sus interminables pensamientos sobre él, su frustración, su ardor y el asco ante aquel ardor habían abierto aún más la grieta. De todos los poderes capaces de hacer que el sistema se manifestara, el amor y su compañera, la pasión, y su compañera, la pérdida, eran los más potentes. Y ahí estaba ella, la personificación de las tres cosas. Amando y deseando y reconociendo sin lugar a dudas la imposibilidad de las dos primeras. Envuelta en una agonía de sentimientos que se había negado a sí misma, intentando creer que solo amaba al chico como su Intermediario.
¡No era cierto! ¡No era cierto! Lo deseaba, lo deseaba
ahora
, muy dentro de ella. Salvo que ya era demasiado tarde. El tráfico no podía seguir parado; exigía, sí,
exigía
acceso al pequeño embustero.
Ella no podía evitarlo. Solo pudo murmurar un grito de terror sofocado al ver cómo se abría la autopista ante ella y comprender que no se encontraban ante una intersección cualquiera.
Fuller oyó el sonido.
—¿Doctora? —levantó la vista de sus preparativos y su cara, bañada en una luz azul que Mary podía ver por el rabillo del ojo, tenía una expresión interrogativa—. ¿Ha dicho algo? —le preguntó.
Ella pensó, con un nudo en el estómago, en cómo acabaría todo.
Veía claramente las caras etéreas de los muertos frente a ella. Podía ver la profundidad de su sufrimiento y simpatizar con sus ansias de ser escuchados.
Supo con certeza que las autopistas que se cruzaban en Tollington Place no eran unas carreteras cualesquiera. No estaba observando el tráfico feliz y despreocupado de los muertos normales. No, aquella casa se abría a una ruta por la que solo andaban las víctimas y los autores de la violencia. Los hombres, mujeres y niños que habían muerto tras sufrir todo el dolor que los nervios tienen valor para soportar, con las mentes marcadas por las circunstancias de sus muertes. Elocuentes más allá de las palabras, sus ojos hablaban de agonía, sus cuerpos fantasmales todavía mostraban las heridas que los habían asesinado. También podía ver, mezclados libremente entre los inocentes, a sus asesinos y torturadores. Aquellos monstruos, carniceros enloquecidos de mentes podridas, se asomaban al mundo: criaturas incomparables, incalificables, milagros prohibidos de nuestra especie que charlaban y aullaban sus barboteos sin sentido.
En aquel momento, el chico del piso superior los sintió. Ella lo vio moverse un poco en la habitación silenciosa, darse cuenta de que las voces que escuchaba no eran voces de mosca, los lamentos no eran lamentos de insecto. De repente, era consciente de que había vivido en un diminuto rincón del mundo y de que el resto de aquel mundo, el Tercer, Cuarto y Quinto mundo, presionaba su espalda recostada, hambriento e irrevocable. La visión de su pánico era también un olor y un sabor para ella. Sí, estaba saboreando al chico como siempre había deseado, pero no era un beso que uniera sus sentidos, era un pánico creciente. La llenaba, su empatía era total. La mirada de horror era tanto del chico como de ella… sus dos gargantas secas carraspearon la misma palabra:
—Por favor…
Que aprende el niño pequeño.
—Por favor…
Que consigue caricias y regalos.
—Por favor…
Que hasta los muertos, seguro, hasta los muertos deben conocer y obedecer.
—Por favor…
Aquel día no se concedería tal piedad, ella lo sabía con certeza. Aquellos fantasmas habían desesperado en la autopista durante años de aflicción, con las mismas heridas con las que murieran y las mismas locuras con las que mataran. Habían aguantado la frivolidad y la insolencia del chico, sus idioteces, las invenciones que habían convertido en un juego todos sus sufrimientos. Querían contar la verdad.
Fuller la miraba con más atención, mientras su cara nadaba ahora en un mar de palpitante luz naranja. Mary sintió sus manos sobre la piel. Sabían a vinagre.
—¿Estás bien? —dijo él, con la respiración como hierro.
Ella negó con la cabeza.
No, no estaba bien, nada estaba bien.
La grieta se ensanchaba a cada segundo; a través de ella Mary podía ver otro cielo, el firmamento color pizarra que se cernía sobre la autopista. Aplastaba la simple realidad de la casa.
—Por favor —repitió ella mientras volvía los ojos hacia la desdibujada sustancia del techo.
Se ensanchaba, se ensanchaba…
El frágil mundo que habitaba se había estirado hasta el límite de su resistencia.
De repente, se rompió como una presa y las aguas negras se escaparon e inundaron la habitación.
Fuller sabía que había algo fuera de lugar (se veía en el color de su aura el miedo súbito), pero no comprendía lo que estaba pasando. Mary sintió cómo la espina dorsal del hombre se estremecía, podía ver el torbellino de su cerebro.
—¿Qué está pasando? —dijo. Lo patético de la pregunta casi la hace reír.
Arriba, la jarra de agua de la habitación de la escritura estalló en pedazos.
Fuller soltó a Mary y corrió hacia la puerta. Esta comenzó a agitarse y temblar conforme Fuller se acercaba, como si todos los habitantes del infierno la aporrearan desde el otro lado. El pomo giraba, giraba y giraba. La pintura se ampollaba. La llave brillaba al rojo vivo.
Fuller volvió a mirar a la doctora, que seguía inmóvil en aquella postura grotesca, la cabeza hacia atrás, los ojos muy abiertos.
Fue a coger el pomo, pero la puerta se abrió antes de poder tocarla. El vestíbulo tras ella había desaparecido por completo. Donde antes estuviera el familiar interior, el paisaje de la autopista se extendía hasta el horizonte. La visión mató a Fuller al instante. Su mente no tenía fuerza para aceptar el panorama, no podía controlar la sobrecarga que corría por cada uno de sus nervios. Se le paró el corazón; una revolución trastornó el orden de su sistema; le falló la vejiga, le fallaron los intestinos, le temblaron las piernas y se derrumbó. Mientras caía al suelo, la cara se le empezó a ampollar como la puerta y su cadáver a agitarse como el pomo. Ya era materia inerte, tan buena para aquel ultraje como la madera o el acero.
En algún punto del Este, su alma se incorporó a la autopista herida en su camino hacia la intersección donde acababa de morir.
Mary Florescu sabía que estaba sola. Sobre ella, el chico maravilloso, su niño bello y embustero, se retorcía y chillaba al contacto de las manos vengativas de los muertos sobre su fresca piel. Ella conocía sus intenciones, lo veía en sus ojos… no había nada nuevo en ello. Todas las historias contaban con aquel mismo tormento en sus tradiciones. Lo iban a usar para grabar sus testamentos. Iba a ser su página, su libro, el receptáculo de sus autobiografías. Un libro de sangre. Un libro hecho de sangre. Un libro escrito con sangre. Mary pensó en los grimorios de piel humana muerta, los había visto, los había tocado. Pensó en los tatuajes que había visto, algunos de ellos exhibiciones de feria, otros simples obreros descamisados con un mensaje para sus madres picado en la espalda. No era algo nuevo escribir un libro de sangre.
Pero sobre aquella piel, sobre aquella piel resplandeciente… oh, Dios, ahí estaba el crimen. El chico gritaba mientras las agujas torturadoras de la jarra de cristal rota saltaban y le dibujaban surcos en la carne. Mary sentía aquella agonía como si fuera propia, y no era tan terrible…
Sin embargo, Simon gritaba. Y luchaba y les gritaba obscenidades a sus agresores. Ellos no le hacían caso. Pululaban a su alrededor, sordos a cualquier súplica o plegaria, y trabajaban sobre él con el entusiasmo de una criatura que lleva demasiado tiempo condenada al silencio. Mary escuchó cómo la voz del chico se cansaba de las quejas y luchó contra el peso del miedo sobre sus extremidades. De alguna forma, sentía que debía subir a la habitación. No importaba lo que hubiese más allá de la puerta o en las escaleras… él la necesitaba y eso era suficiente.
Se levantó y notó que el cabello se le arremolinaba por encima de la cabeza, blandiendo el aire como el pelo de serpientes de la Gorgona Medusa. La realidad nadaba, casi no quedaba suelo que ver bajo los pies. Las tablas de la casa eran de madera fantasma y, más allá de ellas, una oscuridad hirviente bramaba y la acechaba. Miró la puerta sin dejar de sentir en todo momento un letargo muy difícil de combatir.
Estaba claro que no querían que subiera allí. Quizá, pensó, puede que hasta me teman un poco. La idea le dio fuerzas; ¿por qué iban a intentar intimidarla si no fuera porque su mera presencia, al haber abierto aquel agujero en el mundo, resultaba ahora una amenaza para ellos?
La puerta ampollada estaba abierta. Tras ella, la realidad de la casa había sucumbido completamente al clamoroso caos de la autopista. Ella entró, concentrada en la forma en que sus pies seguían tocando suelo firme aunque sus ojos no pudieran ya verlo. El cielo sobre ella era azul Prusia, la autopista era ancha y ventosa, los muertos la empujaban por todas partes. Luchó por abrirse paso entre ellos como si estuviera en medio de una multitud de personas vivas, mientras sus caras boquiabiertas e idiotas la miraban y la odiaban por su invasión.