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Authors: Clive Barker

Tags: #Terror

Libros de Sangre Vol. 1 (6 page)

—¡Joder! —dijo.

Nunca decía tacos en público. Pero de cuando en cuando decirse joder a sí mismo era un gran consuelo. Salió de la oficina con el abrigo empapado sobre el brazo y se dirigió al ascensor. Sus miembros parecían drogados y apenas podía mantener abiertos los ojos.

Fuera hacía más frío de lo que había previsto, y el aire lo sacó un poco de su letargo. Anduvo en dirección a la parada de metro de la calle 34. Cogería un expreso hacia Far Rochaway. Estaría en casa en una hora.

Ni Kaufman ni Mahogany lo sabían, pero en la estación de la calle 96, la policía había arrestado al que tomaron por el Asesino del Metro, acorralándolo en uno de los trenes de la parte alta de la ciudad. Un hombre pequeño, de origen europeo, armado con un martillo y una sierra, había arrinconado a una joven en el segundo vagón y la había amenazado con partirla por la mitad en nombre de Jehová.

Parecía dudoso que fuera capaz de cumplir su amenaza. Tal como fueron las cosas, no tuvo ocasión. Mientras el resto de los pasajeros (incluyendo a dos marines) observaban, la presunta víctima asestó una patada al hombre en los testículos. Se le cayó el martillo. Ella lo recogió y le rompió con él la mandíbula inferior y el pómulo derecho antes de que se interpusieran los marines.

Cuando el tren paró en la 96, la policía estaba preparada para arrestar al
Carnicero del Metro
. Se precipitaron al vagón en tropel, chillando como hadas y asustados como demonios. El
Carnicero
yacía en un rincón del vagón con la cara hecha pedazos. Lo sacaron de ahí, triunfantes. La mujer, después del interrogatorio, se fue a casa con los marines.

Iba a resultar una distracción útil, aunque Mahogany no lo pudo saber en su momento. A la policía le costó la mayor parte de la noche determinar la identidad del prisionero, especialmente porque con la mandíbula destrozada sólo podía babear. A las tres y media un tal capitán Davis, que se incorporaba al trabajo, identificó al hombre como un vendedor de flores jubilado del Bronx llamado Hank Vasarely. Hank, según parecía, era arrestado con regularidad por conducta intimidatoria y ademanes deshonestos, todo en nombre de Jehová. Las apariencias engañaban: era probablemente tan peligroso como el conejito de Pascua. Éste no era el Asesino del Metro. No obstante, cuando los policías lo descubrieron, Mahogany ya había acabado con su tarea desde hacía tiempo.

Eran las once y cuarto cuando Kaufman subió al expreso en dirección a Mott Avenue. Compartió el vagón con dos viajeros más. Uno era una mujer negra de mediana edad con un abrigo púrpura, el otro, un adolescente pálido, lleno de acné, que observaba con mirada extraviada la pintada del techo: «Besa mi blanco culo».

Kaufman iba en el primer vagón. Tenía treinta y cinco minutos de viaje por delante. Dejó que sus ojos se cerraran, tranquilizado por el bamboleo rítmico del tren. Era un viaje tedioso y estaba cansado. No vio apagarse, parpadeando, las luces del segundo vagón. Tampoco vio la cara de Mahogany, mirando por la puerta entre los vagones, buscando más carne.

En la calle 14 la mujer negra salió. No entró nadie.

Kaufman abrió un momento los ojos, reconociendo el andén vacío de la 14, y luego los volvió a cerrar. Las puertas se cerraron con un silbido. Estaba vagando entre la conciencia y el sueño y sentía un revoloteo de sueños nacientes en la cabeza. Era una sensación agradable. El tren se puso otra vez en marcha, traqueteando por entre los túneles.

Quizá percibió a medias que detrás de su cabeza adormilada habían abierto las puertas que separaban el segundo vagón del primero. Quizá sintió la ráfaga súbita de aire del túnel y se dio cuenta de que el ruido de las ruedas fue más fuerte durante un rato. Pero decidió ignorarlo.

Quizás oyó la pelea en que Mahogany sometió al joven de mirada extraviada. Pero el ruido era demasiado lejano y la perspectiva de sueño demasiado tentadora. Siguió adormecido.

Por alguna razón soñó con la cocina de su madre. Estaba cortando rábanos y sonriendo con dulzura al cortarlos. Él aún era pequeño y le miraba la cara radiante mientras trabajaba. Cortar. Cortar. Cortar.

De pronto abrió los ojos. Su madre se desvaneció. El vagón estaba vacío y el joven se había ido.

¿Cuánto tiempo había dormitado? No se acordó de que el tren paraba en la calle 4, oeste. Se levantó con la cabeza somnolienta y estuvo a punto de caerse cuando el tren se agitó violentamente. Parecía que iba a una velocidad considerable. Tal vez el conductor quería llegar a casa, arroparse en la cama con su mujer. Iba a todo gas; en realidad era sumamente aterrador.

La ventana entre los dos vagones tenía una cortina bajada que antes no lo estaba, según creía recordar. Una ligera inquietud se apoderó de la mente despierta de Kaufman. ¿Y si hubiera dormido mucho rato y el vigilante no lo hubiera visto en el vagón? A lo mejor habían pasado Far Rockaway y el tren se dirigía a toda prisa a donde quiera que los llevaran de noche.

—¡Joder! —dijo en voz alta.

¿Debería ir a la cabina y preguntarle al conductor? Era una pregunta completamente estúpida: ¿dónde estoy? A esas horas de la noche, ¿podía esperar algo más que una sarta de insultos a modo de respuesta?

Entonces el tren empezó a aminorar la marcha.

Una estación. Sí, una estación. El tren salió del túnel a la sucia luz de la parada de la calle 4, oeste. No se había pasado ninguna de largo.

Entonces ¿dónde se había metido el chico?

O había hecho caso omiso del aviso que había en la pared del vagón, que prohibía el cambio de vagones durante el trayecto, o se había ido delante, a la cabina del conductor. Probablemente estaría todavía entre sus piernas, pensó Kaufman, con los labios abarquillados. Había precedentes. Éste era el Palacio de los Placeres, después de todo, y todo el mundo tenía derecho a un poco de placer en la oscuridad.

Se encogió de hombros. ¿Qué le importaba dónde se hubiera metido el chico?

Las puertas se cerraron. No había subido nadie al tren. Cambió de vía después de la estación, las luces parpadearon al utilizar el tren más corriente para recuperar un poco de velocidad.

Kaufman notó que le volvían las ganas de dormir, pero el miedo súbito de haberse perdido había inyectado adrenalina en su sistema y sus miembros hormigueaban de tensión nerviosa.

Sus sentidos también se habían agudizado.

Incluso por encima del estrépito y del estruendo de las ruedas sobre las vías oía un ruido de desgarrones de ropa procedente del vagón contiguo. ¿Alguien se estaría rasgando la camisa?

Se levantó, agarrándose a una de las correas para conservar el equilibrio.

La ventana entre un vagón y otro estaba tapada del todo por la cortina, pero se quedó mirándola, ceñudo, como si pudiera descubrir de repente la visión de rayos X. El vagón avanzaba tambaleándose. Era como volver a viajar de verdad.

Otro ruido de desgarrones.

¿Sería una violación?

Con un vago interés de mirón se acercó por el oscilante vagón hacia la puerta intermedia, esperando que la cortina tuviera alguna grieta. Sus ojos aún estaban fijos en la ventana, y no se dio cuenta de las salpicaduras de sangre que estaba pisando.

Hasta que…

… su talón resbaló. Miró hacia abajo. Su estómago vio la sangre casi antes que su cerebro, y el jamón con pan integral se le atascó a mitad de camino de la garganta. Sangre. Tragó varias bocanadas de aire viciado y apartó la vista; miró de nuevo a la ventana.

Su cabeza no dejaba de repetir: sangre. No podía pensar en otra cosa.

Ahora no había más que un par de metros entre él y la puerta. Tenía sangre en el zapato y había un pequeño reguero hasta el vagón de al lado, pero a pesar de todo tenía que mirar.

Tenía que hacerlo.

Dio dos pasos más en dirección a la puerta y escudriñó la cortina buscando un rasguño: una hebra descosida sería suficiente. Había un pequeño agujero. Pegó el ojo a él.

Su cerebro se negaba a admitir lo que sus ojos estaban viendo al otro lado de la puerta. Rechazaba el espectáculo por absurdo, como si fuera una ensoñación. Su razón decía que no podía ser real, pero su instinto le decía que sí lo era. El cuerpo se le quedó rígido de terror. Sus ojos no podían dejar de mirar sin pestañear lo que había detrás de la cortina. Se quedó en la puerta mientras el tren seguía traqueteando; entretanto la sangre se le iba de las extremidades y su cerebro se mareaba por falta de oxígeno. Se le encendieron manchas brillantes en la vista, emborronando la atrocidad.

Luego se desmayó.

Estaba inconsciente cuando el tren llegó a Jay Street. Permaneció sordo al aviso del conductor de que todos los que fueran más allá de esa parada tenían que cambiar de tren. Si lo hubiera oído se habría preguntado qué quería decir. Ningún tren vomitaba todos sus pasajeros en Jay Street; la línea seguía hasta Mott Avenue, pasando por el hipódromo del Acueducto, después del aeropuerto JFK. Habría ido a preguntar qué clase de tren era ése. Sólo que ya lo sabía. La verdad colgaba del vagón de al lado. Sonreía satisfecha desde detrás de un delantal de mallas ensangrentado.

Éste era
el tren de la carne de medianoche
.

En un desmayo absoluto no se controla el tiempo. Pudieron pasar segundos u horas antes de que los ojos de Kaufman volvieron a abrirse, parpadeando, y su espíritu recapacitó sobre esta nueva situación.

Estaba tumbado bajo uno de los asientos, recostado a lo largo de la vibrante pared del vagón, a salvo de miradas. El destino debía estar de su parte hasta ahora, pensó: de alguna manera el tambaleo del vagón debía haber desplazado su cuerpo inconsciente.

Pensó en el horror del segundo vagón y volvió a tragarse el vómito. Estaba solo. Donde quiera que estuviera el vigilante (tal vez asesinado), no tenía forma de pedir ayuda. ¿Y el conductor? ¿Estaba muerto junto a los mandos? ¿Estaría el tren precipitándose ahora mismo por un túnel desconocido, un túnel sin una sola estación que permitiera identificarlo, hacia su destrucción?

Y, si no había ningún accidente en que morir, siempre quedaba el
Carnicero
, que todavía daba puñaladas, separado tan sólo por una puerta de donde Kaufman estaba tumbado.

Mirara donde mirara, el nombre que estaba escrito en cada puerta era «muerte».

El ruido era ensordecedor, especialmente en el suelo. Los dientes le temblaban en los alveolos y su cara estaba entumecida por las vibraciones; incluso el cráneo le dolía.

Poco a poco fue notando que le volvía la fuerza a los exhaustos miembros. Estiró con cuidado los dedos y se apretó los puños para que la sangre corriera de nuevo.

Y a medida que volvía en sí sentía otra vez náuseas. Seguía representándose la espantosa brutalidad del vagón contiguo. En ocasiones había visto fotografías de víctimas asesinadas, por supuesto, pero éstos no eran asesinatos vulgares. Estaba en el mismo tren que el
Carnicero del Metro
, el monstruo que colgaba de las correas a sus víctimas por los pies, afeitadas y desnudas.

¿Cuánto tiempo pasaría hasta que el asesino cruzara esa puerta y lo encontrara? Estaba seguro de que si no lo mataba el
Carnicero
lo haría la espera.

Oyó movimientos del otro lado de la puerta.

Venció su instinto. Kaufman se apretujó todavía más bajo el asiento y se arrebujó en una pequeña bola, con la cara blanca y mareada vuelta hacia la pared. Luego se cubrió la cabeza con las manos y cerró los ojos tan fuerte como un niño aterrorizado por el coco.

La puerta se abrió con un silbido. Clic. Shsss. Entró una bocanada de aire de los raíles. Olía más raro que cualquier cosa que hubiera olido antes: y era más frío. Fue como un aire primitivo para sus fosas nasales, un aire hostil e insondable. Le hizo estremecerse.

La puerta se cerró. Clic.

El
Carnicero
estaba cerca, Kaufman lo sabía. No podía estar más que a unos cuantos centímetros de donde él se encontraba.

¿Estaría incluso ahora mirando hacia abajo, hacia su espalda? ¿Ahora mismo, inclinándose, navaja en mano, para sacarlo de su escondite como a un caracol de su concha?

No pasó nada. No sintió ningún aliento sobre su cuello. Su espina dorsal no estaba abierta en canal.

Sólo hubo un ligero ruido de pisadas cerca de su cabeza; luego, ese mismo sonido disminuyó.

Kaufman expulsó la respiración —contenida en los pulmones hasta que le dolieron—, con un chirrido entre los dientes.

Mahogany casi se sentía decepcionado porque el hombre dormido se hubiera bajado en la calle 4, oeste. Estaba deseando un trabajo más esa noche para distraerse hasta que bajaran. Pero no: el hombre se había ido. De todas formas, la víctima potencial no parecía demasiado sana, pensó para sus adentros, probablemente era un anémico contable judío. La carne no habría sido de calidad. Recorrió todo el vagón hasta la cabina del conductor. Pasaría ahí el resto del viaje.

«¡Cielos!», pensó Kaufman, «va a matar al conductor.»

Oyó abrirse la puerta de la cabina. Luego la voz del
Carnicero
: baja y ronca.

—Hola.

—Hola.

Se conocían.

—¿Trabajo hecho?

—Trabajo hecho.

Le sorprendió la banalidad del diálogo. ¿Trabajo hecho? ¿Qué significaba «trabajo hecho»?

Se perdió las pocas palabras restantes porque el tren pasó por un tramo especialmente ruidoso de la vía.

No pudo resistirse más tiempo a mirar. Se desdobló cautelosamente y echó una ojeada por encima del hombro hasta el fondo del vagón. Todo lo que pudo ver fueron las piernas del
Carnicero
y la base de la puerta abierta de la cabina. ¡Maldición! Quería volver a ver la cara del monstruo.

Se oyeron risas.

Kaufman meditó los riesgos de su situación: la matemática del pánico. Si se quedaba donde estaba, tarde o temprano el
Carnicero
lo sorprendería, y él se convertiría en carne picada. Por otra parte, si salía de su escondite, se arriesgaba a que lo vieran y le persiguieran. ¿Qué era peor: la inmovilidad, y encontrarse la muerte atrapado en un agujero, o la tentativa de fuga, y enfrentarse a su
Hacedor
en mitad del vagón?

A Kaufman le sorprendió su propio arrojo: se movería.

Salió infinitesimalmente despacio de debajo del asiento, arrastrándose y vigilando constantemente al hacerlo la espalda del
Carnicero
. Una vez fuera, empezó a reptar hacia la puerta. Cada paso que daba era un tormento, pero el
Carnicero
parecía demasiado absorto en la conversación para darse la vuelta.

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