Libros de Sangre Vol. 1 (5 page)

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Authors: Clive Barker

Tags: #Terror

Con todo, como ser humano no conseguía ignorar por completo los detalles sangrientos de la página que tenía enfrente. El artículo no era sensacionalista, pero la sencilla claridad del estilo hacía más espantoso el tema. Tampoco pudo evitar el imaginarse qué hombre habría detrás de esas atrocidades. ¿Era un psicótico suelto, o eran varios, y cada uno de ellos aspiraba a imitar el asesinato original? Tal vez ése sólo fuera el principio del horror. A lo mejor le seguirían más asesinatos, hasta que por fin el asesino, confiado o exhausto, cometiera una imprudencia y fuera apresado. Hasta entonces la ciudad, la adorada ciudad de Kaufman, viviría en un estado intermedio entre la histeria y el éxtasis.

Al lado de su codo, un hombre con barba le tiró el café.

—¡Mierda! —dijo.

Kaufman se movió sobre su taburete para esquivar el goteo de café que caía de la barra.

—¡Mierda! —volvió a decir el hombre.

—No pasa nada —dijo Kaufman.

Miró al hombre con una expresión ligeramente desdeñosa. El torpe bastardo estaba intentando achicar el café con una servilleta que se quedaba hecha pegotes.

Kaufman se encontró pensando si ese zoquete, con sus mejillas coloradas y su barba descuidada, sería capaz de asesinar. ¿Había algún indicio en esa cara sobrealimentada, alguna pista en la forma de su cabeza o en el movimiento de sus pequeños ojos que revelara su auténtica naturaleza?

El hombre habló.

—¿Quiere otro?

Kaufman sacudió la cabeza.

—Café. Normal. Solo —le dijo el zoquete a la chica de detrás del mostrador. Ésta levantó la mirada de la parrilla cuya grasa fría limpiaba.

—¿Huh?

—Café. ¿Estás sorda?

El hombre sonrió a Kaufman.

—Sorda —dijo.

Éste se dio cuenta de que le faltaban tres dientes en la mandíbula inferior.

—Tiene mala pinta, ¿eh? —dijo.

¿A qué se refería? ¿Al café? ¿A la ausencia de dientes?

—Tres personas así. Acuchilladas.

Kaufman asintió.

—Te hace pensar —dijo.

—Claro.

—Quiero decir, ¿es un encubrimiento, no? Saben quién lo hizo.

«Esta conversación es ridícula», pensó Kaufman. Se quitó las gafas y las guardó en el bolsillo: la cara de la barba ya no estaba a la vista. Por lo menos eso era un progreso.

—Bastardos —dijo—. Jodidos bastardos, todos ellos. Le apostaría cualquier cosa a que es un encubrimiento.

—¿De qué?

—Tienen las jodidas pruebas: simplemente nos están manteniendo en la jodida ignorancia. Hay algo en todo esto que no es humano.

Kaufman comprendió. El zoquete estaba haciendo alarde de una teoría de conspiración. Las había oído con frecuencia: una panacea.

—Mire, hacen experimentos genéticos y se les van de las manos. Podrían estar criando jodidos monstruos por lo poco que sabemos. Hay algo en todo esto que no nos contarán. Encubrimiento, como le digo. Me jugaría cualquier cosa.

A Kaufman le pareció atractiva la seguridad del hombre. Monstruos al acecho. Seis cabezas: una docena de ojos. ¿Y por qué no?

Él sabía por qué no. Porque eso disculpaba a su ciudad: la sacaba del apuro. Y creía de corazón que los monstruos que se iban a encontrar en los túneles eran perfectamente humanos.

El hombre de la barba tiró el dinero sobre el mostrador y se levantó, deslizando su gordo trasero del manchado taburete de plástico.

—Probablemente un jodido policía —dijo, como conjetura de despedida—. Intentó hacerse el jodido héroe y, en vez de eso, se convirtió en un jodido monstruo. —Sonrió grotescamente—. Me apostaría cualquier cosa —añadió, y salió fuera torpemente sin decir nada más.

Kaufman espiró despacio por la nariz, sintiendo que se aplacaba la tensión de su cuerpo.

Odiaba estas confrontaciones: le hacían sentirse mudo e inútil. Cuando se paraba a pensar en ello, odiaba a este tipo de hombres: el bruto testarudo que Nueva York criaba tan bien.

Iban a ser las seis cuando se despertó Mahogany. La lluvia matinal se había convertido con el ocaso en una ligera llovizna. El aire era todo lo limpio que se podía esperar de Manhattan. Se estiró en la cama, tiró la manta sucia y se levantó para ir al trabajo.

En el cuarto de baño la lluvia caía sobre la caja del acondicionador de aire, llenando el piso de un rítmico sonido de palmadas. Enchufó la televisión para que cubriera el ruido, sin interés por lo que pudiera ofrecer.

Se acercó a la ventana. La calle, seis pisos por debajo, estaba atestada de tráfico y de gente.

Después de un duro día de trabajo, Nueva York regresaba a casa: a jugar, a hacer el amor. La gente salía en tropel de las oficinas y se metía en sus coches. Algunos estaban irritables después de un día de trabajo agotador en una oficina mal ventilada; otros, mansos como corderos, erraban por las avenidas en dirección a casa, acompañados por una incesante corriente de cuerpos. Otros, por último, entraban apretujados al metro, ciegos a las pintadas de las paredes, sordos al parloteo de sus propias voces y al frío estruendo de los túneles.

A Mahogany le gustaba pensar en eso. Él no era, después de todo, uno del montón. Podía asomarse a la ventana y mirar a un millar de cabezas por debajo suyo, sabiendo que era un hombre escogido.

Tenía tareas que cumplir, por supuesto, como la gente de la calle. Pero su trabajo no era como la faena absurda de éstos, se parecía más a una obligación sagrada.

También necesitaba vivir, dormir y defecar, como ellos. Pero no era la necesidad pecuniaria lo que le motivaba, sino las exigencias de la historia.

Estaba dentro de una tradición, que se remontaba más allá de América. Era un cazador nocturno: como Jack el Destripador, Gilles de Rais, una encarnación viviente de la muerte, un espectro con cara humana. Atormentaba los sueños y provocaba terrores.

La gente que estaba por debajo de él no podía conocer su cara; ni se habría molestado en mirarlo dos veces. Pero él los capturaba y calibraba con la mirada, seleccionando sólo a los más maduros del desfile, escogiendo sólo a los sanos y jóvenes para que sucumbieran bajo su cuchillo santificado.

A veces Mahogany deseaba revelar su identidad al mundo, pero tenía responsabilidades y éstas pesaban mucho sobre él. No podía esperar la fama. La suya era una vida secreta, y sólo por orgullo deseaba reconocimiento.

Después de todo, pensaba, ¿saluda la vaca al carnicero cuando late arrodillada ante él?

En resumidas cuentas, estaba contento. Formar parte de la gran tradición era suficiente, y siempre debería serlo.

Recientemente, sin embargo, se habían producido descubrimientos. No eran culpa suya, naturalmente. Nadie podía achacárselo. Pero fue una mala temporada. La vida no era tan fácil como lo había sido hacia diez años. Era bastante viejo, por supuesto, y eso hacía más agotador el trabajo; las obligaciones cada vez pesaban más sobre sus hombros. Era un hombre escogido, y ése era un privilegio con el que resultaba difícil vivir.

De vez en cuando se preguntaba si no sería hora de pensar en entrenar a un hombre más joven para esos menesteres. Tendría que consultarlo con los padres, pero tarde o temprano habría que encontrar a un sustituto; le parecía que era un desperdicio criminal de su experiencia no tomar un aprendiz a su cargo.

¡Podía legar tantas alegrías! Los trucos de su extraordinario oficio. La mejor forma de acechar, de cortar, de desnudar, de sangrar. Cómo encontrar la mejor carne requerida. El modo más simple de disponer los restos. ¡Tantos detalles, tanta experiencia acumulada!

Mahogany entró en el cuarto de baño y abrió el grifo de la ducha. Al meterse en ella se miró el cuerpo. La pequeña barriga, los pelos de su pecho hundido que encanecían, las cicatrices y granos que salpicaban su pálida piel. Se estaba haciendo viejo. Sin embargo, esa noche, como todas las demás, tenía un trabajo que hacer…

Kaufman se precipitó en la oficina con su bocadillo, ajustando el dobladillo del cuello y quitándose del pelo el agua de la lluvia. El reloj que había encima del ascensor marcaba las siete y dieciséis. Trabajaría sólo hasta las diez.

El ascensor lo llevó hasta el piso decimosegundo, a las oficinas de Pappas. Cruzó descontento el laberinto de despachos vacíos y máquinas encapuchadas hacia su pequeño territorio, que todavía estaba iluminado. Las mujeres que limpiaban las oficinas estaban charlando en el pasillo: por lo demás, el local estaba desierto.

Se sacó el abrigo, sacudió la lluvia lo mejor que pudo y lo colgó.

Luego se sentó frente a los montones de pedidos con los que había estado lidiando casi tres días y se puso a trabajar. Sólo le haría falta una noche más de dedicación, estaba seguro, para hacer la parte más complicada, y le resultaba más fácil concentrarse sin el tableteo incesante de mecanógrafas y máquinas de escribir por todos lados.

Desenvolvió el jamón en pan integral con mayonesa adicional y se dispuso a pasar la tarde.

Ya eran las nueve.

Mahogany estaba vestido para la salida nocturna. Llevaba su sobrio traje habitual con la corbata marrón bien anudada, los gemelos de plata (regalo de su primera esposa) puestos en las mangas de su camisa inmaculadamente planchada, el pelo, fino, reluciente de brillantina, las uñas cortadas y limadas y la cara lavada con colonia.

Su bolsa estaba a punto. Las toallas, los instrumentos y su delantal de mallas.

Comprobó qué aspecto tenía ante el espejo. Pensó que aún podía pasar por un hombre de cuarenta y cinco años, cincuenta como máximo.

Al inspeccionarse la cara se acordó de su deber. Ante todo debía tener cuidado. Habría ojos observándole a cada paso del camino, espiando su actuación nocturna y juzgándola. Tenía que salir como un inocente, sin despertar sospechas.

Si sólo supieran…, pensó. La gente que andaba, corría y saltaba a su espalda en la calle: que chocaban con él sin pedirle perdón: que se cruzaban con su mirada despreciándolo: que se sonreían ante esa masa que parecía incómoda dentro de un traje que le quedaba mal. Si ellos supieran lo que hacía, quién era y qué llevaba.

Cuidado, se dijo, y apagó la luz. El piso estaba a oscuras. Fue a la puerta y la abrió, acostumbrado a andar entre tinieblas: era feliz en ellas.

Los nubarrones habían desaparecido por completo. Mahogany se dirigió por Amsterdam hacia el metro de la calle 145. Esta noche volvería a coger la Avenida de las Américas, su línea favorita, y a menudo la más productiva.

Bajó las escaleras del metro con el billete en la mano. Cruzó las puertas automáticas. El olor de los túneles ya estaba en sus fosas nasales. No era el olor de los túneles profundos, por supuesto; ése tenía un aroma exclusivo. Pero hasta en el aire viciado de esta línea poco profunda se respiraba tranquilidad. La respiración regurgitada de un millón de viajeros circulaba por ese laberinto, mezclándose con el de criaturas mucho mayores; cosas con voces pastosas como la arcilla, cuyos apetitos eran abominables. Cuánto le gustaba. El aroma, la oscuridad, el estruendo.

Se quedó de pie en el andén y escrutó críticamente a sus compañeros de viaje. Estuvo contemplando uno o dos cuerpos, pero tenían tanta escoria encima que pocos merecían ser perseguidos. Los estropeados físicamente, los obesos, los enfermos, los cansados. Cuerpos destrozados por los abusos y la indiferencia. Como profesional le ponía enfermo, aunque comprendía la debilidad que echaba a perder lo mejor de los hombres.

Se demoró en la estación más de una hora, paseando entre los andenes mientras los trenes iban y venían, iban y venían, y la gente con ellos. Había tan poca calidad por todas partes que era desalentador. Parecía que cada día tuviera que esperar más y más para encontrar carne digna de uso.

Ya eran casi las diez y media y no había visto a una sola criatura que fuera ideal para el sacrificio.

No importa, se dijo; todavía quedaba tiempo. Muy pronto saldría la riada del teatro. Siempre proporcionaba uno o dos cuerpos robustos. La intelectualidad bien alimentada, sosteniendo los resguardos de sus billetes y opinando sobre los entretenimientos del arte; sí, habría algo ahí.

De lo contrario, y había noches en que parecía que no encontraría nunca nada apropiado, tendría que ir al centro y arrinconar a una pareja de amantes noctámbulos, o encontrar a un par de atletas recién salidos de un gimnasio. Siempre garantizaban un buen material, aunque con especímenes tan sanos se corría el riesgo de encontrar resistencia.

Recordó haber capturado hacía un año o más a un par de machos negros, puede que con cuarenta años de diferencia, a lo mejor padre e hijo. Se habían resistido con navajas y él tuvo que permanecer seis meses hospitalizado. Había sido un encontronazo muy duro, que le hizo dudar de sus habilidades. Peor aún, le hizo pensar qué habrían hecho sus amos con él de haber sufrido una herida fatal. ¿Lo habrían mandado a su familia en Nueva Jersey y le habrían dado un decente entierro cristiano? ¿O hubieran tirado su cadáver a las tinieblas, para su propio uso?

El titular del
New York Post
abandonado en el asiento de enfrente le llamó la atención: «Toda la policía movilizada para capturar al asesino». No pudo reprimir una sonrisa. Sus ideas de fracaso, debilidad y muerte se evaporaron. Después de todo, él era ese hombre, ese asesino, y esa noche la idea de que lo atraparan era ridícula. Al fin y al cabo, ¿no estaba su profesión sancionada por las máximas autoridades posibles? Ningún policía podía apresarlo, ningún tribunal juzgarlo. Las mismas fuerzas de la ley y el orden que armaban tanto alboroto con su persecución servían a sus amos igual que él; estuvo por desear que algún policía insignificante lo capturara y lo llevara en triunfo ante el juez, sólo para ver qué cara ponían cuando les llegara la voz desde la oscuridad de que Mahogany era un hombre protegido por encima de todas las leyes de los códigos.

Eran las diez y media pasadas. El desfile de los espectadores de teatro había empezado, pero de momento no había nada prometedor. De todas formas le habría gustado dejar pasar al gentío: seguir simplemente hasta el final de la línea a una o dos piezas escogidas. Esperaba el momento oportuno, como cualquier cazador prudente.

Kaufman aún no había acabado hacia las once, una hora después de cuando se había prometido irse. Pero la exasperación y el aburrimiento estaban haciendo más difícil el trabajo, y las páginas de números que tenía delante empezaron a volverse borrosas. A las once y diez tiró su pluma y admitió la derrota. Se frotó los ojos —irritados— con las palmas de las manos hasta que la cabeza se le llenó de colores.

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