Libros de Sangre Vol. 1 (27 page)

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Authors: Clive Barker

Tags: #Terror

—Tonterías trotskistas —insistió Judd.

—No lo creo.

—Lo sé. Era su discurso del lecho de muerte. Probablemente lo había estado preparando durante años.

—No lo creo —dijo Mick otra vez, volviendo hacia la carretera.

—¿Qué quieres decir? —Judd se encontraba a su espalda.

—No estaba refiriéndose a ninguna doctrina de partido.

—¿Me estás diciendo que crees que hay un gigante cerca de aquí, en algún sitio? ¡Por amor de Dios!

Mick se volvió hacia Judd. Era difícil distinguir su rostro en el crepúsculo. Pero su voz sonó seria al afirmar:

—Sí, creo que estaba diciendo la verdad.

—Eso es absurdo. Es ridículo. No.

Judd odió a Mick en ese momento. Odiaba su ingenuidad, su pasión por creer cualquier historia estúpida con tal de que tuviera cierto aire romántico. ¿Y esto? Esto era lo peor, lo más absurdo…

—No —dijo otra vez—. No. No. No.

El cielo, liso como la porcelana, dibujaba el perfil de las colinas, negras como la pez.

—Me estoy helando —dijo Mick cambiando de conversación—. ¿Te vas a quedar aquí o vienes conmigo?

Judd gritó:

—No vamos a encontrar nada por este lado.

—Es que el camino de vuelta es largo.

—Estamos metiéndonos cada vez más en las colinas.

—Haz lo que quieras. Yo voy a seguir andando.

Sus pasos retrocedieron: le envolvió la oscuridad. Después de un minuto, Judd le siguió.

Era una noche despejada y fría. Siguieron caminando, llevaban los cuellos de las chaquetas subidos para combatir el frío; tenían los pies hinchados. Sobre ellos el cielo se había convertido en un desfile de estrellas. Un triunfo de luz desbordante donde el ojo podía dibujar tantas formas como paciencia tuviera para ello. Después de un rato se cubrieron mutuamente con sus cansados brazos, para darse consuelo y calor.

Sobre las once vieron el resplandor de una luz en la distancia.

La mujer que se encontraba en la puerta de la cabaña de madera no sonrió, pero comprendió su situación y les dejó entrar. Parecía no tener objeto intentar explicar, bien a la mujer, bien a su lisiado marido, lo que habían visto. La cabaña no tenía teléfono ni había indicios de que hubiera algún vehículo; por eso, aunque encontraran algún medio de expresarse no podían hacer nada.

Mediante mímica y gesticulaciones con la cara explicaron que se encontraban hambrientos y exhaustos. Intentaron además explicar que estaban perdidos, maldiciéndose a sí mismos por haber dejado el libro de frases en el Volkswagen. Ella no parecía entender demasiado lo que decían, pero les hizo sentarse junto a un brillante fuego y puso a calentar en la cocina una cazuela con comida.

Comieron una espesa sopa de guisantes y huevos sin sal. De vez en cuando sonreían agradecidos a la mujer. Su marido, que se encontraba sentado junto al fuego, no hizo intento alguno de hablar, ni siquiera miró a los visitantes.

La comida estaba buena. Les levantó el ánimo.

Dormirían hasta la mañana siguiente y entonces emprenderían el largo camino de vuelta. Al amanecer, los cuerpos que yacían sobre el prado serían contados, identificados, embalados, y enviados a sus familias. El aire se llenaría de sonidos tranquilizadores, apagando los gemidos que aún resonaban en sus oídos. Habría helicópteros, camiones cargados de hombres que dispondrían las operaciones de limpieza. Todos los ritos y la parafernalia de un desastre civilizado.

Y en un tiempo todo sería digerible. Se convertiría en parte de su historia: una tragedia, por supuesto, pero una tragedia que podrían explicar, clasificar, con la que aprenderían a vivir. Todo iría bien, sí, todo iría bien. Que llegara la mañana.

El sueño, debido a su inmensa fatiga, vino súbitamente. Estaban echados donde habían caído, aún sentados a la mesa con las cabezas sobre los brazos cruzados. Unos cuantos cuencos vacíos y varios mendrugos de pan les rodeaban en desorden.

No sabían nada. No soñaban nada. No sentían nada. Entonces el estruendo comenzó.

En la tierra, en las profundidades de la tierra, unas rítmicas pisadas, como de un titán, se acercaban poco a poco, más y más.

La mujer despertó a su esposo. Apagó la lámpara y fue hacia la puerta. Era una luminosa noche de estrellas. Las negras colinas se cernían a cada lado.

Aún se oía el estruendo: medio minuto entre cada estampido, ahora se oía más fuerte. Y más fuerte a cada paso.

Marido y mujer permanecieron juntos en la puerta escuchando el eco que resonaba en las colinas, delante y atrás. No había relámpago alguno que acompañara el trueno.

Tan sólo el bum…

Bum…

Bum…

Hacía temblar la tierra. Caía polvo del dintel de la puerta, los pestillos de las ventanas crujían.

Bum…

Bum…

No sabían qué se acercaba, pero cualquiera que fuera su forma, tuviera el propósito que tuviera, parecía no tener sentido intentar huir. Donde ellos se encontraban, en el lastimoso refugio de su cabaña, estaban tan seguros como en cualquier rincón del bosque. ¿Cómo podían elegir, entre cientos de árboles, uno que se mantuviera en pie cuando aquel estruendo hubiera pasado? Mejor esperar y observar.

La vista de la mujer no era buena, y dudó de lo que había visto cuando la negrura de la colina cambió de forma y se levantó, ocultando las estrellas. Su marido también lo vio: aquella cabeza inconcebiblemente enorme, más vasta aún en la engañosa oscuridad, se elevaba más y más, empequeñeciendo las colinas mismas.

El hombre cayó de rodillas balbuciendo una oración con sus artríticas piernas retorcidas tras él.

La mujer chilló. No conocía palabras que pudieran mantener a raya a aquel monstruo; ninguna oración, ninguna súplica tenían poder sobre él.

En la cabaña, Mick se despertó. Su brazo extendido se contrajo por un calambre, tirando el plato y la lámpara de la mesa.

Se rompieron.

Judd se despertó.

El grito del exterior había cesado. La mujer había desaparecido de la puerta, y había huido hacia el bosque. Un árbol, cualquier árbol, era mejor que una visión. Su marido aún seguía babeando sartas de oraciones por su inerte boca, mientras la grandiosa pierna del gigante se levantaba para dar otro paso.

Bum…

La cabaña tembló. Los platos saltaron del aparador y se rompieron. Una pipa de arcilla rodó por la repisa de la chimenea haciéndose pedazos en el hogar.

Los amantes conocían aquel sonido que resonaba en sus entrañas: el estruendo de la tierra.

Mick estiró el brazo hacia Judd y le cogió del hombro.

—¿Lo ves? —dijo. Sus dientes tenían un color gris azulado en la penumbra de la cabaña—. ¿Lo ves? ¿Lo ves?

Había una especie de rebosante histeria en sus palabras. Corrió hacia la puerta, tropezando con una silla en la oscuridad. Maldiciendo y magullado, salió tambaleando a la noche.

Bum…

El estruendo era ensordecedor. Esta vez rompió todas las ventanas de la cabaña. En el dormitorio, una de las vigas del techo se quebró; los escombros cayeron al piso de abajo.

Judd se unió a su amante en la puerta. El viejo estaba con la cara sobre el suelo, tenía sus enfermos e hinchados dedos encrespados; los suplicantes labios apretados contra el húmedo piso.

Mick miró hacia arriba, hacia el cielo. Judd siguió su mirada. Había un lugar donde no había estrellas. Era una oscuridad con la forma de un hombre; una vasta, extensa figura humana, un coloso que se elevaba hasta encontrar el cielo. No era un gigante perfecto. Su silueta no era constante; hervía y hormigueaba.

Parecía, también, más ancho que cualquier hombre real. Tenía las piernas anormalmente gruesas y achaparradas, y los brazos no eran tan largos. Las manos, que se abrían y cerraban, parecían extrañamente articuladas y demasiado delicadas para su torso.

Entonces levantó un inmenso pie plano y lo puso sobre la tierra, avanzando hacia ellos.

Bum…

El paso hizo que el techo se derrumbara sobre la cabaña. Todo lo que había contado el ladrón de coches era verdad. Popolac era una ciudad y un gigante; y se había dirigido hacia las colinas…

Sus ojos ya se estaban acostumbrando a la luz de la noche. Podían distinguir la estructura de aquel monstruo. Era una obra maestra de ingeniería humana: un hombre hecho enteramente de hombres. Mejor, un gigante sin sexo, construido con hombres, mujeres y niños. Todos los habitantes de Popolac retorcidos y deformados en el cuerpo de este gigante tejido con carne, con los músculos extendidos hasta la máxima tensión tolerable y los huesos a punto de quebrarse.

Podían ver cómo los arquitectos de Popolac habían alterado, sutilmente, las proporciones del cuerpo humano; cómo la criatura había sido construida desproporcionadamente rechoncha para bajar el centro de gravedad; cómo la cabeza se encontraba hundida entre los anchos hombros de manera que los problemas que podía haber causado un cuello débil quedaran minimizados.

A pesar de estas malformaciones, parecía horriblemente vivo. Los cuerpos estaban unidos de tal manera que hacían que la superficie fuese —excepto los arreos— completamente lisa, brillante a la luz de las estrellas como un vasto torso humano. Incluso los músculos estaban bien copiados, aunque simplificados. Podían ver el modo en que los cuerpos atados se empujaban y tiraban uno contra otro, formando sólidas cuerdas de carne y hueso. Podían ver a la gente entrelazada que confeccionaba el cuerpo: las espaldas, como tortugas comprimidas juntas para formar la curva de los pectorales; los acróbatas, atados y anudados en las articulaciones de brazos y piernas, enrollándose y desenrollándose para articular la ciudad.

Pero seguramente la más asombrosa visión de la ciudad era la cara.

Las mejillas hechas con cuerpos; las cavernosas cuencas de los ojos, desde donde unas cabezas miraban fijamente, cinco cabezas unidas formaban cada globo ocular; una ancha, aplastada nariz y una boca que se abría y cerraba, mientras los músculos de la mandíbula se juntaban y separaban rítmicamente. Y de aquella boca revestida de dientes por niños desnudos, la voz del gigante, que ahora sólo era una débil copia de su anterior potencia, emitía una única nota de música estúpida.

Popolac caminaba y Popolac cantaba.

¿Había habido alguna vez en Europa una visión semejante?

Mick y Judd observaban mientras la ciudad daba otro paso hacia ellos.

El viejo se había mojado los pantalones. Llorando y suplicando, se alejó reptando de la cabaña en ruinas, para esconderse entre los árboles cercanos, arrastrando tras él sus piernas muertas.

Los ingleses se quedaron donde estaban, observando el espectáculo mientras se aproximaba. No sentían pavor ni horror alguno, sólo un temor reverencial que los tenía inmovilizados. Sabían que aquello era una visión que nunca podrían volver a ver; era la cumbre, tras esto sólo había experiencias corrientes. Era mejor quedarse, aunque cada paso trajera la muerte mas cerca; mejor quedarse y contemplar aquel espectáculo mientras estuviera allí para poder verlo. Y si aquel monstruo les mataba, al menos habrían vislumbrado un milagro, habrían conocido aquella terrible majestad durante un breve instante. Parecía un trato justo.

Popolac se encontraba apenas a dos pasos de la cabaña. Podían ver las complejidades de su estructura con bastante claridad. Las caras de sus habitantes se concretaban por momentos: blancas, empapadas de sudor, satisfechas en su cansancio. Algunos muertos colgaban de sus arreos, con las piernas balanceándose hacia delante y hacia detrás como los ahorcados. Otros, los niños en particular, habían cesado de cumplir sus ejercicios, y habían relajado sus posiciones de manera que la forma del cuerpo se estaba degenerando, comenzando a borbotear con los hervores de las células rebeldes.

A pesar de todo aún caminaba, y cada paso suponía un incalculable esfuerzo de coordinación y potencia.

Bum…

Bum…

El paso que alcanzaba la cabaña llegó antes de lo que pensaban.

Mick vio cómo se levantaba la pierna; vio las caras de la gente de la espinilla, del tobillo y del pie —ahora tenían su mismo tamaño—, todos ellos hombres inmensos elegidos para llevar el peso de la gran creación. Muchos de ellos estaban muertos. La planta del pie, según pudo ver, era un amasijo de cuerpos aplastados y ensangrentados, presionados hasta morir por el peso de sus conciudadanos.

El pie descendió con un rugido.

En cuestión de segundos la cabaña quedó reducida a astillas y polvo.

Popolac ocultó completamente el cielo. Se convirtió durante unos instantes en el mundo entero, cielo y tierra; su presencia llenaba los sentidos hasta desbordarlos. A esta distancia, una mirada no podía abarcar al gigante, el ojo tenía que oscilar hacia delante y hacia atrás sobre su volumen para poder abarcarlo e, incluso entonces, la mente rehusaba aceptar toda la verdad.

Un fragmento de piedra, que había salido violentamente despedido de la cabaña mientras ésta se derrumbaba, dio de lleno en la cara de Judd. Oyó en su cabeza el golpe mortal, como una pelota golpeando un muro: fue una muerte de patio de recreo. No sintió ningún dolor: ningún remordimiento. Se extinguió como una llama, una pequeña, insignificante llama; su grito de muerte se perdió en aquel estruendo infernal, su cuerpo quedó escondido entre el humo y la oscuridad. Mick no vio ni oyó morir a Judd.

Estaba demasiado ocupado mirando fijamente cómo el pie se apoyaba, sólo un momento, sobre las ruinas de la cabaña, mientras la otra pierna reunía la voluntad necesaria para moverse.

Mick aprovechó su oportunidad. Aullando como un demonio, corrió hacia la pierna, anhelando abrazarse al monstruo. Tropezó entre las ruinas y, ensangrentado, se levantó de nuevo, intentando alcanzar el pie antes de que éste se levantara y lo dejara atrás, Hubo un clamor de agónico aliento cuando el mensaje que ordenaba moverse llegó al pie; Mick vio cómo los músculos de la espinilla se agrupaban y unían mientras la pierna comenzaba a levantarse. Hizo una última embestida sobre el miembro cuando éste iniciaba su ascenso, aferrándose a un arreo, o a una cuerda, o al pelo humano, o a la carne misma; cualquier cosa que le sirviera para asirse a este milagro pasajero y formar parte de él. Mejor ir con él a cualquier parte, servir a su propósito, cualquiera que fuese; mejor morir con él, que vivir sin él.

Cogió el pie, y encontró un asidero firme en su tobillo. Chillando en un éxtasis absoluto por su éxito, sintió cómo la enorme pierna se levantaba, y echó una mirada hacia abajo entre un torbellino de polvo, hasta el lugar donde había estado; se iba alejando mientras la extremidad subía.

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