Burgess no estaba en forma, y su carrera se convirtió pronto en paseo. Anduvo tranquilamente por los pasillos revestidos de penumbra; la mullida alfombra amortiguaba sus pasos.
No sabía exactamente qué hacer. Estaba claro que le echarían en cara no haber previsto todas las eventualidades, pero confiaba en que podría justificarse. Les daría todo lo que pidieran como castigo por su falta de previsión. Una oreja, un pie; sólo tenía carne y sangre que perder.
Pero debía preparar cuidadosamente su defensa, porque ellos odiaban la lógica defectuosa. Si iba a su encuentro con excusas a medio tramar se jugaba más que la vida.
Detrás hacía un frío espantoso; él sabía cuál era su causa. El infierno le había seguido por esos pasillos silenciosos hasta llegar a las mismas entrañas de la democracia. A pesar de ello sobreviviría, siempre que no se diera la vuelta: mientras tuviera los ojos fijos en el suelo, o en sus manos sin pulgares, no le harían daño. Negociar con los abismos era una de las primeras lecciones que se aprendían.
El aire estaba lleno de escarcha. Burgess veía su aliento, le dolía la cabeza de frío.
—Lo siento —le dijo sinceramente a su perseguidor.
La voz que le contestó era más suave de lo que había esperado.
—No fue culpa tuya.
—No —le contradijo Burgess, tranquilizado por un tono tan conciliador—. Fue un error y estoy contrito. Pasé por alto a Kinderman.
—Eso fue una equivocación. Todos las cometemos —le disculpó el infierno—. Con todo, dentro de cien años lo volveremos a intentar. La democracia todavía es una religión reciente; aún no ha perdido su brillo superficial. Le concederemos otro siglo y entonces acabaremos con ella.
—Sí.
—Pero tú…
—Ya lo sé.
—No tendrás poder, Gregory.
—No.
—No es el fin del mundo. Mírame.
—De momento no, si no le importa.
Burgess reemprendió la marcha, dando un paso cauteloso detrás de otro. Conservemos la calma, seamos racionales.
—Mírame, por favor —rogó el infierno en un arrullo.
—Más tarde, señor.
—Sólo te pido que me mires. Se apreciaría un poco de respeto por tu parte.
—Lo haré. De verdad que lo haré. Más tarde.
El camino se dividía en dos. Burgess tomó la desviación a la izquierda, creyendo que el simbolismo podría resultar halagador. Era un callejón sin salida.
Se quedó mirando la pared. Tenía el aire frío metido en la médula y lo que quedaba de sus pulgares le estaba desgarrando. Se quitó los guantes y se chupó los muñones detenidamente.
—Mírame. Date la vuelta y mírame —le dijo con voz cortés.
¿Qué iba a hacer ahora? Presumiblemente, darse la vuelta, salir del pasillo y encontrar un camino mejor. Sólo tendría que andar en círculos y más círculos hasta que hubiera defendido lo bastante su causa para que su perseguidor lo dejara en paz.
Mientras estaba de pie considerando qué alternativa escoger sintió una ligera presión en el cuello.
—Mírame —repitió la voz.
Y le apretaron la garganta. Hubo un extraño ruido de trituración en su cabeza, el ruido de un hueso frotándose contra otro. Parecía que le estuvieran introduciendo un cuchillo en la base del cráneo.
—Mírame —dijo por última vez el infierno, y la cabeza de Burgess se dio la vuelta.
Pero su cuerpo no. Éste se quedó tal como estaba, de pie ante la pared lisa del callejón sin salida.
Su cabeza se dio la vuelta como una manivela sobre su eje, contraviniendo las leyes de la razón y de la anatomía. Burgess se asfixió cuando su cuello giró sobre sí mismo como una cuerda de carne, sus vértebras se redujeron a polvo, sus cartílagos a un montón de fibras desvencijadas. Le sangraron los ojos, le estallaron los oídos, y murió mirando aquella cara apagada y nonata.
—Te dije que me miraras —dijo el infierno, y siguió por su camino lleno de amarguras, dejándolo allí de pie, para que los demócratas encontraran una curiosa paradoja cuando llegaran, en plena cháchara, al palacio de Westminster.
«¡Dios mío —pensó ella—, esto no puede ser vivir! Siempre igual: tedio, estrés y frustración.»
«Jesucristo —rezó—, sácame de aquí, libérame, crucifícame si es necesario, pero líbrame de mis sufrimientos.»
En lugar de recibir su bendición eutanásica, tuvo que coger, un día gris de finales de marzo, una cuchilla de la máquina de Ben. Se encerró en el cuarto de baño y se cortó las muñecas.
Por detrás de los latidos que le resonaban en los oídos, oyó débilmente a Ben que le hablaba al otro lado de la puerta del cuarto de baño.
—¿Estás ahí dentro, querida?
—Vete —creyó decirle.
—He vuelto pronto, cariño. Había poco tráfico.
—Vete, por favor.
El esfuerzo de intentar hablar la hizo resbalar de la taza del retrete y caer sobre las baldosas blancas del suelo, donde ya se enfriaban los charcos que su sangre había formado.
—¿Querida?
—Vete.
—Querida.
—Largo.
—¿Te encuentras bien?
«Se puso a forcejear con la puerta aquella rata. ¿No se daba cuenta de que ni podía ni quería abrirla?»
—Contéstame, Jackie.
Ella gruñó. No pudo contenerse. El dolor no era tan terrible como esperaba, pero tenía la horrible sensación de que la habían golpeado en la cabeza. Con todo, él no podía llegar a tiempo, era demasiado tarde. Ni siquiera echando la puerta abajo.
Echó la puerta abajo.
Levantó la vista hacia él mirándolo a través de un aire tan espeso de muerte que se podría haber cortado con un cuchillo.
—Demasiado tarde —creyó decir. Pero no lo era.
«Dios mío —pensó—, esto no puede ser el suicidio. No he muerto.»
El doctor que Ben había contratado para ella era demasiado benevolente. Lo mejor, le prometió; sólo lo mejor para mi Jackie.
—No tiene nada que no podamos solucionar con un pequeño remedio —la tranquilizó el médico.
«¿Por qué no lo revela de una vez? —pensó—. Le importa un comino. No sabe lo que me ocurre.»
—Trato con muchos problemas femeninos de éstos —le confesó, destilando una compasión estudiada por todos los poros—. Adquiere proporciones de epidemia a partir de cierta edad.
Ella apenas tenía treinta años. ¿Qué le estaba contando? ¿Que era una menopáusica prematura?
—Depresión, abstinencia total o parcial, neurosis de todo tipo y calibre. No es la única, créame.
«Oh, sí lo soy. Estoy aquí en mi cabeza, sola, y tú no puedes saber lo que ocurre en ella.»
—La curaremos en un dos por tres.
«¿Soy como un cordero, no es eso? ¿Se cree que soy un cordero?» Musitando, él echó una ojeada a sus títulos enmarcados, a sus uñas arregladas y a los bolígrafos y el cuaderno de notas que tenía sobre la mesa del despacho. Pero no miró a Jacqueline. Miró a todas partes salvo a Jacqueline.
—Sé —decía ahora— por lo que ha pasado, y ha sido traumático. Las mujeres tienen ciertas necesidades. Si no son satisfechas….
¿Qué iba a saber de las necesidades femeninas?
«No eres una mujer», creyó pensar.
—¿Qué?
¿Había hablado? Sacudió la cabeza en señal de que no. Él prosiguió, encontrando otra vez el hilo:
—No la voy a someter a interminables sesiones de terapia. No es eso lo que quiere, ¿verdad? Quiere un poco de tranquilidad, y algo que la ayude a dormir de noche.
La estaba empezando a irritar lo indecible. Su actitud condescendiente era tan profunda que no tenía fondo. Jugaba a ser el padre que todo lo sabe y todo lo ve. Como si poseyera alguna maravillosa capacidad de intuir la naturaleza de un alma femenina.
—Claro que he probado los cursos de terapia con los pacientes, hace años. Pero entre usted y yo…
Le dio una leve palmada en la mano. La palma del padre sobre el dorso de su mano. Se suponía que debía sentirse adulada, tranquilizada, a lo mejor incluso seducida.
—… entre usted y yo, es pura verborrea. Una verborrea tediosa. Francamente, ¿para qué sirve? Todos tenemos problemas y no se pueden superar hablando, ¿verdad?
«No eres una mujer. No tienes el aspecto de una mujer, no sientes como una mujer…»
—¿Ha dicho algo?
Negó con la cabeza.
—Creí que sí. Por favor, no tenga reparos en mostrarse sincera conmigo.
Ella no contestó, y el doctor pareció cansarse de hacer ver que entre ellos había algo de intimidad. Se levantó y fue hacia la ventana.
—Pienso en qué es mejor para usted…
Se quedó de pie contra la luz, dejando la habitación a oscuras, impidiendo que se vieran los cerezos del jardín, detrás de la ventana. Observó sus anchos hombros y sus caderas estrechas. Era todo un hombre, como habría dicho Ben. No era de los que aguantan a los niños. Un cuerpo como aquél estaba hecho para recomponer el mundo. Y si no podía con el mundo, tendría que conformarse con los cerebros.
—Pienso en qué es mejor para usted…
¿Qué sabía él, con esos labios y esos hombros? Era demasiado hombre para comprender algo de ella.
—Creo que lo mejor para usted sería un tratamiento a base de sedantes…
Ahora posó ella los ojos sobre la cintura del doctor.
—… y unas vacaciones.
Su espíritu se concentró en el cuerpo que había detrás del barniz de los vestidos. En el músculo, el hueso y la sangre que había debajo de la piel elástica. Se lo imaginó desde todos los ángulos, midiéndolo, calculando su capacidad de resistencia y, finalmente, enfocándolo de frente. Pensó:
«Sé una mujer.»
Nada más ocurrírsele esa extravagante idea, empezó a convertirse en realidad. Lamentablemente, no fue una transformación de cuento de hadas; la carne del hombre se resistía a ese tipo de magia. Ella deseó que su pecho masculino diera lugar a dos mamas, y empezó a hincharse de una manera encantadora, hasta que la piel cedió y se le desprendió el esternón. Su pelvis, estirada y a punto de estallar, se rasgó por el centro; desequilibrado, se derrumbó sobre su despacho y la contempló con la cara amarilla por la conmoción. Se chupaba los labios sin parar, a fin de encontrar algo de humedad que le permitiera hablar. Tenía la boca seca y las palabras se le morían antes de nacer. Todo el ruido procedía ahora de entre sus piernas: el chorreo de la sangre y el golpe sordo del intestino al caer sobre la alfombra.
Chilló ante la absurda monstruosidad que había ideado y se retiró a la esquina opuesta de la habitación, donde vomitó en la maceta del gomero.
«¡Dios mío! —pensó—. Esto no puede ser un asesinato. Ni siquiera lo he tocado.»
Jacqueline guardó secreto acerca de lo que había hecho aquella tarde. No tenía ningún sentido provocarle insomnios a nadie obligándole a pensar en un talento tan peculiar.
La policía fue muy amable. Buscó muchas explicaciones para justificar la súbita muerte del doctor Blandish, aunque ninguna de ellas daba cuenta de que su pecho se hubiera levantado de una manera tan extraordinaria, convirtiendo sus pectorales en dos hermosas (aunque peludas) cúpulas.
Se dio por hecho que algún psicópata desconocido había irrumpido en la habitación en un acceso de locura, cometió el desaguisado con manos, martillos y sierras y salió, encerrando a la inocente Jacqueline Ess en un mutismo aterrado del que ningún interrogatorio logró arrancarla.
Una o varias personas desconocidas habían despachado según toda evidencia al doctor a un lugar en el que ni los sedantes ni las terapias podrían servirle de ayuda.
Jacqueline olvidó el episodio casi por completo durante algún tiempo. Pero con el paso de los meses, se apoderó gradualmente de ella, como si fuera el recuerdo de un adulterio mantenido en secreto. La idea del placer prohibido la excitaba. Se olvidó de las náuseas que sintió y recordó el poder. Olvidó lo sórdida que fue su actuación y recordó la fuerza. Olvidó la sensación de culpabilidad que se apoderó luego de ella y deseó volver a hacerlo con toda su alma.
Sólo que mejor.
—Jacqueline.
«¿Es mi marido —pensó— quien me llama por mi nombre completo?» Normalmente era Jackie, Jack o nada en absoluto.
—Jacqueline.
La miraba con sus grandes ojos azules de niño, como el colegial del que se había enamorado a primera vista. Pero ahora tenía la boca más dura, y sus besos sabían a pan rancio.
—Jacqueline.
—Sí.
—Hay algo de lo que quiero hablarte.
«¿Una conversación?», pensó. Debía de ser un día de fiesta nacional.
—Ponme a prueba —sugirió.
Sabía que podía obligarle a hablar con su pensamiento si le apetecía. Hacerle decir lo que ella quería oír. Palabras de amor, tal vez, si es que aún podía recordar cómo sonaban. Pero ¿qué sentido tendría eso? Era mejor la verdad.
—Querida, me he apartado un poco del buen camino…
—¿Qué quieres decir? —inquirió.
«¿De verdad, de verdad, bastardo?», pensó.
—Fue cuando no estabas en tus cabales. ¿Sabes? Cuando las cosas habían dejado de funcionar más o menos entre los dos. Habitaciones separadas… Tú quisiste habitaciones separadas… y me volví loco de frustración. No quería molestarte, así que no dije nada. Pero no tiene sentido que intente vivir dos vidas.
—Puedes tener una aventura si lo deseas, Ben.
—No es una aventura, Jackie. La amo…
Estaba preparando uno de sus discursos, podía ver cómo se gestaba detrás de sus dientes. Las justificaciones que se convertían en acusaciones, las excusas que degeneraban en ataques a su forma de ser. En cuanto cogiera carrerilla no podría detenerlo. No lo quería oír.
—… No se parece en nada a ti, Jackie. Es frívola a su manera. Supongo que te parecería superficial.
«Tal vez sea mejor interrumpirlo ahora, antes de que se haga un lío, como de costumbre.»
—No es caprichosa como tú. Es sólo una mujer normal, ¿sabes? No quiero decir que tú no seas normal: no puedes evitar tener depresiones. Pero ella no es tan sensible…
—No hace falta, Ben…
—¡No, narices! Quiero sacármelo del pecho.
«Y echármelo encima», pensó ella.
—Nunca me has dejado que me explique —decía—, siempre me echas una de tus malditas miradas, como si quisieras que yo…
«Me muriera.»
—… me callara.
Callarse.
—¡No te importa cómo me siento! —ahora gritaba—. Siempre encerrada en tu pequeño mundo.
«Cállate», pensó.
Tenía la boca abierta. Ella pareció desear que se cerrara, y al tener esa idea sus mandíbulas se cerraron en seco, cortándole la punta de la lengua rosa. Se le cayó de los labios y se alojó en una arruga de su camisa.