Libros de Sangre Vol. 1 (32 page)

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Authors: Clive Barker

Tags: #Terror

No podía soportar estar esperando caerse en la oscuridad, en el silencio gimoteante; sólo quería ir detrás de su zapato por el oscuro pozo hasta morir, y acabar con el juego de una vez por todas.

—¡Iré! ¡Iré! ¡Iré! —exclamó.

Lo juró solemnemente.

Bajo él, la rejilla se movió.

Algo se había roto. La tuerca, cadena o cuerda que sujetara la rejilla se había partido. Ya no estaba en posición horizontal; estaba resbalando por las barras que lo inclinaban del lado de la oscuridad.

Advirtió sorprendido que ya no tenía los miembros atados.

Se iba a caer.

El hombre quería que se cayera. El hombre malvado… ¿Cómo se llamaba? ¿Quake? ¿Quail? ¿Quarrel?
[10]

En un gesto automático, asió la rejilla con las dos manos al inclinarse ésta aún más. A fin de cuentas, a lo mejor no quería caer en busca de su zapato. A lo mejor la vida, un breve instante más de vida, merecía la pena…

La oscuridad al borde de la rejilla era tan profunda… ¿Y quién sabía qué rondaría en ella?

En su cabeza se multiplicaron los ruidos del pánico. El latido de su maldito corazón, el tartamudeo de la mucosa, el chirrido seco del paladar. Las manos, resbaladizas de sudor, estaban perdiendo el control. La gravedad lo atraía. Exigía sus derechos sobre la masa de aquel cuerpo; pedía que se cayera. Por un momento, después de echar una ojeada a la boca que se abría a sus pies, creyó ver monstruos agitarse en el fondo. Cosas ridículas, estrafalarias, dibujos toscos, negro sobre negro. Infames imágenes lo miraron con malicia desde el fondo de su infancia y abrieron sus garras para atraparlo por las piernas.

—¡Mamá! —llamó, cuando sus manos soltaron presa y quedó a merced del terror.

—¡Mamá!

Ésa era la palabra. Quaid la oyó claramente, en toda la extensión de su banalidad.

—¡Mamá!

Para cuando Steve llegó al fondo del pozo era incapaz de juzgar cuánto había caído. En el momento en que sus manos se soltaron de la rejilla y supo que las tinieblas se lo tragarían, el cerebro se le bloqueó. El instinto animal hizo que su cuerpo se relajara, evitándole cualquier herida grave a causa del impacto. El resto de su vida, excepto las reacciones más simples, estaba destrozado, y los añicos se ocultaron en los recodos de su memoria.

Cuando por fin se hizo la luz, levantó la mirada hacia la persona que estaba en la puerta, con una máscara del ratón Mickey, y le sonrió. Fue una sonrisa de niño, de agradecimiento para con su cómico salvador. Dejó que el hombre lo cogiera de los tobillos y lo sacara a rastras de la gran habitación redonda en que estaba tumbado. Tenía los pantalones mojados y sabía que se había ensuciado mientras dormía. Pero por eso mismo el ratón divertido le daría un beso aún más grande.

La cabeza le bailaba sobre los hombros cuando lo sacaron de la cámara de tortura. En el suelo, al lado de su cabeza, había un zapato. Y unos dos metros y medio por encima de él se encontraba la rejilla de la que había caído.

Aquello ya no significaba nada para él.

Dejó que el ratón lo sentara en una habitación iluminada. Dejó que le devolviera la audición, aunque en realidad no la quería para nada. Resultaba divertido contemplar el mundo sin sonido; le hacía reír.

Bebió un poco de agua y comió un poco de tarta dulce.

Estaba cansado. Quería dormir. Quería a su mamá. Pero el ratón no parecía comprenderlo, así que lloró y pateó la mesa y tiró los platos y las tazas al suelo. Luego se fue corriendo a la habitación contigua y tiró por el aire todos los papeles que encontró. Era hermoso verlos volar para arriba y caer revoloteando. Unos caían hacia abajo, otros hacia arriba. Unos estaban escritos. Otros eran fotos. Fotos horribles. Fotos que le causaban una sensación muy extraña.

Absolutamente todas las fotos eran de gente muerta. Algunas, de niños pequeños; otras, de niños ya crecidos. Estaban tumbados o medio sentados, y tenían profundos cortes en la cara y en el cuerpo, cortes que ponían al descubierto algo asqueroso, una especie de revoltijo de trocitos brillantes y trocitos que supuraban. Y alrededor de los muertos había pintura negra. No eran manchas definidas, sino más bien salpicaduras, con huellas digitales y marcas de manos y muy caóticas.

En tres o cuatro fotos se veía el instrumento que había realizado los tajos. Sabía cómo se llamaba.

Hacha.

La cara de una mujer tenía un hacha hundida casi hasta el mango. Había un hacha en la pierna de un hombre, y otra tirada en el suelo de una cocina junto a un bebé muerto.

Aquel hombre coleccionaba fotos de muertos y de hachas, cosa que a Steve le resultó extraña.

Ésa fue su última idea hasta que el aroma demasiado familiar del cloroformo invadió su cabeza y perdió la conciencia.

El sórdido pasillo olía a orina rancia y a vómito fresco. Era su propio vómito; le cubría todo el pecho. Trató de levantarse, pero las piernas le temblaban. Hacía mucho frío. Le dolía la garganta.

Entonces oyó pasos. Parecía que el ratón volvía. A lo mejor lo llevaba a casa.

—Levántate, hijo.

No era el ratón. Era un policía.

—¿Qué haces ahí abajo? Te he dicho que te levantes.

Apoyándose contra los ladrillos deshechos del pasillo, Steve logró ponerse de pie. El policía lo enfocó con una linterna.

—¡Jesucristo! —exclamó, con el asco pintado en la cara—. Estás hecho una auténtica mierda. ¿Dónde vives?

Steve negó con la cabeza, mirando su camisa empapada de vómito como un colegial avergonzado.

—¿Cómo te llamas?

No conseguía recordarlo.

—Tu nombre, chico.

Lo estaba intentando recordar. ¡Si por lo menos el policía no gritara tanto!

—Vamos, domínate.

Las palabras no tenían demasiado sentido. Steve notaba que las lágrimas le escocían en el fondo de los ojos.

—Casa.

Ahora estaba haciendo pucheros, tragándose los mocos; se sentía completamente desamparado. Quería morirse; echarse en el suelo y morir.

El policía lo agitó.

—¿Estás en plena subida de algo? —le preguntó, sacando a Steve a la luz de las farolas y examinándole la cara manchada de lágrimas.

—Harías mejor en moverte.

—¡Mamá! —llamó Steve—. Quiero a mi mamá.

Esas palabras cambiaron por completo el curso de la conversación.

De repente, al policía el espectáculo le pareció más que repugnante o lamentable. Aquel pequeño bastardo con los ojos inyectados en sangre y la cena en la camisa le estaba crispando los nervios. Demasiado dinero, demasiada suciedad en las venas y nada de disciplina.

«Mamá» fue la gota que colmó el vaso. Le pegó un puñetazo a Steve en el estómago, un directo limpio, seco, funcional. Steve se encorvó lloriqueando.

—¡Cállate, hijo!

Otro puñetazo remató la faena de noquear al chico, y entonces le cogió por un mechón de pelo y acercó la cara del pequeño drogadicto a la suya.

—¿Quieres ser un paria, no es cierto?

—¡No, no!

Steve no sabía lo que era un paria; sólo trataba de congraciarse con el policía.

—Por favor —dijo, a punto de echarse otra vez a llorar—, lléveme a casa.

El policía pareció sorprendido. El chico no se había puesto a defenderse ni a invocar sus derechos, como hacían casi todos. Así solían acabar: en el suelo, con la nariz partida y llamando a un asistente social. Aquél sólo lloraba. Le empezó a dar mala espina. Quizás estuviera loco o algo parecido. Y le había pegado una paliza de órdago al pequeño mocoso. ¡Joder! Ahora se sentía responsable. Cogió a Steve del brazo y lo llevó hecho un ovillo a su coche, al otro lado de la calle.

—Entra.

—Lléveme…

—Te llevaré a casa, hijo. Te llevaré a casa.

En el refugio nocturno rebuscaron entre la ropa de Steve alguna seña de identidad sin encontrar ninguna, y luego le desinfectaron el cuerpo por si tenía pulgas y el cabello por si estaba infestado de liendres. Entonces se marchó el policía, cosa que tranquilizó a Steve. No le había gustado aquel tipo.

La gente del refugio hablaba de él como si no estuviera en la habitación. Se refería a lo joven que era, discutía acerca de su edad mental, sus ropas, su aspecto. Luego le dieron una pastilla de jabón y le indicaron dónde estaban las duchas. Permaneció diez minutos bajo el agua y se secó con una toalla sucia. No se afeitó, aunque le habían dejado una navaja. Había olvidado cómo se hacía.

Más tarde le dieron ropas viejas, que le gustaron. No eran personas tan malas, aunque hablaran de él como si no estuviera presente. Uno de aquellos hombres incluso le sonrió; era fornido y tenía una barba parda. Le sonrió como a un perro.

Las ropas que le dieron estaban desparejadas. Eran demasiado pequeñas o demasiado grandes. Y de todos los colores: calcetines amarillos, una camisa de un blanco sucio, pantalones a rayas hechos para un glotón, un jersey raído y pesadas botas. Le gustaba vestirse, ponerse dos chaquetas y dos pares de calcetines cuando no lo miraban. Se sentía seguro con varias capas de algodón y lana envueltos a su alrededor.

Luego lo dejaron con un billete para la cama en la mano y se quedó esperando la apertura de los dormitorios. No estaba impaciente como los que se encontraban con él en el pasillo. Muchos gritaban incoherentemente acusaciones salpicadas de obscenidades y se escupían unos a otros. Le asustaban. Sólo quería dormir. Tumbarse y dormir.

A las once, uno de los guardas abrió la puerta del dormitorio y todos aquellos desechos se precipitaron para hacerse con una cama de hierro donde pasar la noche. El dormitorio, amplio y mal iluminado, apestaba a desinfectante y a gente mayor.

Esquivando los ojos y los brazos agresivos de los otros parias, Steve encontró una cama mal hecha, con una fina manta tirada por encima, y se tumbó a dormir. A su alrededor, los hombres tosían, murmuraban y lloraban. Uno recitaba sus oraciones echado sobre una almohada gris, mirando el techo. Steve pensó que era una buena idea, y se puso a rezar la oración de su infancia:

Dulce Jesús, dócil y bondadoso,

cuida a este niño pequeño,

compadécete de mí…

¿Cómo seguía?

Compadécete de mi simplicidad,

permite que llegue hasta ti.

Eso le hizo sentirse mejor, y su sueño, melancólico y profundo, fue como un bálsamo.

Quaid estaba sentado en la oscuridad. El terror se había vuelto a apoderar de él; era peor que nunca. Tenía el cuerpo rígido de miedo; tanto que ni siquiera podía levantarse de la cama y encender la luz. Además, ¿y si esta vez, esta vez entre todas las veces, el terror estuviera justificado? ¿Y si el hombre del hacha estuviera en carne y hueso detrás de la puerta? Sonriéndole como un bobo, danzando demoníacamente en lo alto de las escaleras, como lo había visto Quaid en sueños, bailando y riendo, riendo y bailando.

No hubo un solo movimiento. Ni crujidos en la escalera ni risas tontas en las sombras. No era él, después de todo. Quaid viviría hasta la mañana siguiente.

Tenía el cuerpo un poco más relajado. Sacó las piernas del lecho y encendió la luz. La habitación estaba efectivamente vacía. La casa permanecía en silencio. Por la puerta abierta podía ver la parte superior de las escaleras. No había ningún hombre con un hacha, naturalmente.

Unos gritos despertaron a Steve. Todavía era de noche. No sabía cuánto había dormido, pero los miembros ya no le dolían tanto. Con los codos sobre la almohada, se incorporó a medias y miró por el dormitorio para averiguar a qué se debía la conmoción. Cuatro filas de camas más allá, dos hombres estaban luchando. La manzana de la discordia no estaba nada clara. Simplemente luchaban cuerpo a cuerpo, aferrados como mujeres (el espectáculo hizo reír a Steve), chillando y tirándose del pelo. A la luz de la luna, la sangre de sus caras y manos se veía negra. Uno de ellos, el mayor, cayó sobre su cama gritando:

—¡No iré a la calle Finchley! ¡No me obligarás! ¡No me pegues! ¡No soy el que buscas! ¡De verdad!

El otro no lo escuchaba; era demasiado estúpido o estaba demasiado enloquecido para comprender que el viejo suplicaba que lo dejaran en paz. Animado por los espectadores que se hacinaban en torno a la pelea, el atacante del viejo se había quitado el zapato y azotaba con él a su víctima. Steve oía el impacto del tacón contra la cabeza. Cada golpe iba acompañado de muestras de entusiasmo y de quejas menguantes por parte del viejo.

Súbitamente, los aplausos vacilaron nada más entrar alguien en el dormitorio. Steve no podía distinguir quién era; la muchedumbre congregada en torno a la reyerta le impedía ver la puerta.

Sí que vio, sin embargo, al vencedor alzar el zapato en el aire con un grito final de: «¡Cabrón!».

El zapato.

Steve no podía apartar los ojos del zapato. Se elevaba en el aire, volteándose al hacerlo, y luego caía en picado sobre los barrotes como un pájaro herido. Steve lo vio claramente, más claramente de lo que había visto nada durante muchos días.

Cayó cerca de él.

Cayó con un ruido estentóreo.

Cayó de lado, igual que el suyo. Su zapato. El que se quitó con el pie. Sobre la rejilla. En la habitación. En la casa. En la calle Pilgrim.

El mismo sueño despertó a Quaid. Siempre las escaleras. Siempre se veía mirando por el túnel de las escaleras mientras aquella visión ridícula, medio broma y medio horror, avanzaba de puntillas hacia él, riéndose a cada paso.

Antes no había soñado nunca dos veces en una sola noche. Sacó la mano por encima del borde de la cama y buscó a tientas la botella que guardaba por allí. En la oscuridad bebió de ella un trago muy largo.

Steve cruzó la maraña de hombres furiosos sin importarle los gritos o los gruñidos y maldiciones del viejo. A los guardas les estaba costando apaciguar los ánimos. Era la última vez que dejaban entrar al viejo Crowley: siempre organizaba follones. Aquello tenía todas las trazas de acabar en reyerta; costaría horas tranquilizarlos de nuevo.

Nadie le preguntó nada a Steve mientras paseaba por el pasillo, cruzaba la puerta y entraba en el vestíbulo del refugio nocturno. Las puertas de batientes estaban cerradas, pero el aire nocturno, amargo antes del amanecer, refrescaba al colarse por los resquicios.

La diminuta recepción estaba vacía, y por la puerta Steve vio el extintor de incendios colgado de la pared. Era rojo y brillante. Al lado de él había una manguera larga y negra, enrollada en un tambor rojo como una serpiente dormida. Al lado, colocada sobre dos ganchos en la pared, un hacha.

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